Evangelio (Juan 3, 5a. 7b-15)
Jesús contestó [a Nicodemo]:
— Debéis nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere y oyes su voz pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu.
Respondió Nicodemo y le dijo:
—¿Y eso cómo puede ser?
Contestó Jesús:
—¿Tú eres maestro en Israel y lo ignoras? En verdad, en verdad te digo que hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto, pero no recibís nuestro testimonio. Si os he hablado de cosas terrenas y no creéis ¿cómo ibais a creer si os hablara de cosas celestiales? Pues nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del Hombre. Igual que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así debe ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él.
PARA TU RATO DE ORACION
PROBABLEMENTE FUE larga la conversación entre Jesús y Nicodemo, aunque el evangelio solo nos haya transmitido unas cuantas frases. Aquel doctor de la ley esperaba encontrarse con un profeta, alguien elegido por Dios, pero sus expectativas quedaron completamente desbordadas: allí había algo más, algo radicalmente distinto, un hombre de cuya boca oía revelaciones que nunca había sospechado. No sabemos hasta qué punto las entendió o cuántos detalles quiso explicar Jesús en ese momento. Pero sí conocemos que, en las horas difíciles de la pasión, cuando casi todos los discípulos habían huido, Nicodemo dio la cara públicamente para dar una digna sepultura al cuerpo de Cristo. En esos momentos recordaría las palabras de aquella conversación nocturna, cuando el Señor había profetizado su muerte en la cruz y los frutos de ese sacrificio: «Igual que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así debe ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él» (Jn 3,14-15).
Nicodemo conocía aquel episodio de la historia de su pueblo: Moisés había puesto la serpiente de bronce sobre un mástil para que, al mirarla, quienes habían sido mordidos por las serpientes venenosas del desierto quedaran curados (cfr. Nm 21,8-9). Remontándose a aquel episodio, Jesús nos recuerda que «nadie se libera del pecado por sí mismo y por sus propias fuerzas ni se eleva sobre sí mismo; nadie se libera completamente de su debilidad, o de su soledad, o de su esclavitud. Todos necesitan a Cristo, modelo, maestro, libertador, salvador, vivificador»[1]. Para creer, para salvarnos, para aprender a amar, necesitamos mirar a Cristo en la cruz. En sus gestos y en sus palabras comprenderemos cómo es la caridad que quiere infundir en nuestros corazones. Además de esa conversación nocturna, su encuentro personal con la cruz transformó aún más a Nicodemo. Desde entonces superó sus temores y sus respetos humanos para mostrarse abiertamente como amigo de Jesús. Contemplar la cruz siempre nos cambia.
TAMBIÉN LOS APÓSTOLES quedan aún más transformados cuando, después de la resurrección del Señor, pueden entender el auténtico alcance y sentido de su muerte en la cruz. Queda grabado en sus corazones que «es el Amor lo que ha llevado a Jesús al Calvario»; y que, «en la Cruz, todos sus gestos y todas sus palabras son de amor, de amor sereno y fuerte»[2]. Solo al mirar con profundidad la grandeza del amor divino en la cruz pueden comprender plenamente, por un lado, el nuevo mandamiento que Jesús les había dado durante la Última Cena (cfr. Jn 13,34) y, por otro, la petición por la unidad entre sus discípulos que Cristo había elevado al Padre esa misma noche (cfr. Jn 17,21).
Aquellas palabras de Jesús sobre el amor fraterno y sobre la unidad fueron fielmente transmitidas por los apóstoles a los primeros cristianos. En efecto, cuando se describe a la naciente comunidad en Jerusalén, se dice que «la multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32). La unidad y armonía que habían alcanzado no era solamente un logro humano, fruto de la práctica de virtudes relacionales o de haber establecido inteligentes acuerdos. Era ante todo un don de Dios, una obra del Espíritu Santo en quienes habían nacido a la vida de la gracia por el bautismo. Pero, al mismo tiempo que era un don, enseguida se nos indica que también era una tarea: la triste historia de Ananías y Safira, que se relata justo después (cfr. Hch 5,1-10), muestra claramente que esa unidad –fuerte hasta el punto de tener un solo corazón y una sola alma– era un don valiosísimo pero frágil, que dependía también de la libertad personal de cada uno con la cual se abría a recibirla.
Ese “milagro de la unidad” lo hace el Espíritu Santo pero depende también de disponernos adecuadamente para recibirlo: puede ser obstaculizado por la soberbia, el egoísmo, la murmuración, la desconfianza... «Los Hechos de los Apóstoles muestran cómo en la santa ciudad de Jerusalén, marcada por los acontecimientos de la reciente Pascua, estaba naciendo la Iglesia. Esta joven Iglesia, ya desde el inicio, “perseveraba en la comunión”, es decir, formaba la comunión corroborada por la gracia del Espíritu Santo. Y así es hasta el día de hoy. Jesucristo en su misterio pascual constituye el centro de esta comunidad. Él hace que la Iglesia viva, crezca y se realice como un cuerpo “bien trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y nutren según la actividad propia de cada miembro” (Ef 4,16)»[3]. La unidad es don para la Iglesia y tarea de cada uno.
«LOS APÓSTOLES daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor. Y se los miraba a todos con mucho agrado» (Hch 4,33). El cristianismo se difundió con rapidez en los primeros siglos. Sucedió gracias a la valentía de los cristianos, pero sobre todo gracias al testimonio de la caridad que vivían entre ellos y procuraban difundir entre todos. «¡Mirad cómo se aman!», comentaban a menudo, «¡mirad cómo cada uno está dispuesto a morir gustosamente por el otro!»[4].
Para ser creíbles, los cristianos han de estar unidos, debe resplandecer la caridad con que se tratan unos a otros. El apostolado no es otra cosa que el desbordarse de esa caridad hacia todos porque cada uno siente a flor de piel la preocupación por los demás. San Josemaría lo consideraba esencial para el Opus Dei: «Quiero que la Obra sea siempre así: una pequeña familia muy unida, aunque estemos extendidos por todas partes»[5]. Comentaba también que por mucho que se extendiese su apostolado, se debería luchar por reforzar el clima de confianza y sencillez, de alegría y cariño.
«Qué gran responsabilidad nos confía hoy el Señor. Nos dice que la gente conocerá a los discípulos de Jesús por cómo se aman entre ellos. En otras palabras, el amor es el documento de identidad del cristiano, es el único “documento” válido para ser reconocidos como discípulos de Jesús. Si este documento caduca y no se renueva continuamente, dejamos de ser testigos del Maestro. Entonces os pregunto: ¿Queréis acoger la invitación de Jesús para ser sus discípulos? ¿Queréis ser sus amigos fieles? El amigo verdadero de Jesús se distingue principalmente por el amor concreto (...), amar quiere decir dar, no solo algo material, sino algo de uno mismo: el tiempo personal, la propia amistad, las capacidades personales»[6].
Pidamos a María santísima que, con el calor de una caridad concreta, y con una unidad que atrae a todos, sepamos transmitir la luz y el calor de la fe.