Evangelio (Jn 21,20-25)
En aquel tiempo, volviéndose Pedro vio que le seguía aquel discípulo a quién Jesús amaba, que además durante la cena se había recostado en su pecho y le había dicho: «Señor, ¿quién es el que te va a entregar?». Viéndole Pedro, dice a Jesús: «Señor, y éste, ¿qué?». Jesús le respondió: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme». Corrió, pues, entre los hermanos la voz de que este discípulo no moriría. Pero Jesús no había dicho a Pedro: «No morirá», sino: «Si quiero que se quede hasta que yo venga».
Éste es el discípulo que da testimonio de estas cosas y que las ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero. Hay además otras muchas cosas que hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni todo el mundo bastaría para contener los libros que se escribieran.
PARA TU RATO DE ORACION
«LA VIDA es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía»[1]. En el día de su fiesta, miramos a Guadalupe Ortiz de Landázuri para alegrarnos: ella nos muestra hasta qué punto Dios desea hacernos partícipes de su santidad aquí en la tierra en lo ordinario; por esto, su vida supone una luz especialmente cercana para nosotros.
«Guadalupe Ortiz de Landázuri es el primer fiel laico del Opus Dei propuesto por la Iglesia como modelo de santidad. Antes ya lo habían sido su fundador, san Josemaría, y su primer sucesor, el beato Álvaro. Esto nos recuerda especialmente la llamada que Dios nos hace a todos para que seamos santos, como predicó san Josemaría desde 1928 y constituye una de las principales enseñanzas del Concilio Vaticano II (cfr. Lumen Gentium, cap. V). Esto es lo que la nueva beata procuró llevar a las personas que le rodeaban: la convicción de que la unión con Dios está, con la gracia divina, al alcance de todos, en las circunstancias de la vida ordinaria»[2].
El Señor no quiere que vayamos solos por la senda que nos conduce a la felicidad. Él «nunca abandona a su Iglesia (...), sigue suscitando en ella ejemplos de santidad que embellecen su rostro, nos llenan de esperanza y nos señalan con claridad el camino que hemos de recorrer»[3]. De Guadalupe aprendemos que «la santidad supone abrir el corazón a Dios y dejar que nos transforme con su amor»[4]. La felicidad tiene mucho que ver con esa capacidad de dejar entrar a la novedad y el impulso de Dios. ¿Qué hay más seguro que dejar la propia vida en sus manos? Esto no significa desentenderse de las cosas, sino todo lo contrario: ir al fondo de las personas y los sucesos porque allí está el Señor.
«A SUS TREINTA y siete años, desde México, Guadalupe explicaba en una carta al fundador del Opus Dei: “Quiero ser fiel, quiero ser útil y quiero ser santa. La realidad es que todavía me falta mucho (…). Pero no me desanimo, y con la ayuda de Dios y el apoyo de usted y de todos, espero que llegue a vencer” (Carta, 1-II-1954). Ese breve apunte, “Quiero ser santa”, es el desafío que aceptó Guadalupe para su vida y que la llenó de felicidad. Y para conseguirlo no tuvo que hacer cosas extraordinarias. A los ojos de las personas que le rodeaban era una persona común: preocupada por su familia, yendo de aquí para allá, terminando una tarea para empezar otra, tratando de corregir poco a poco sus defectos. Allí, en esas batallas que parecen pequeñas, Dios realiza grandes hazañas. También las quiere realizar en la vida de cada una y cada uno de nosotros»[5].
San Pablo dice a los de Corinto: «Que cada uno dé según se ha propuesto en su corazón, no de mala gana ni forzado, porque Dios ama al que da con alegría. Y poderoso es Dios para colmaros de toda gracia, para que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo necesario, tengáis abundancia en toda obra buena» (2 Co 9,7-8). Al considerar la vida de Guadalupe, qué atractiva es su decisión por cumplir las insinuaciones del Señor, su valentía para darse a los demás, su optimismo sobrenatural. Esa inmensa alegría brotaba de un corazón enamorado y en vela constante.
«Las hazañas de Dios no han terminado; su poder se sigue manifestando en la historia. A san Josemaría le gustaba recordar, con las palabras del profeta Isaías: Non est abbreviata manus Domini (Is 59,1): “No se ha hecho más corta la mano de Dios: no es menos poderoso Dios hoy que en otras épocas” (Es Cristo que pasa, n. 130). El mismo Señor quiere seguir manifestándose de muchos modos; también a través de los santos. Cada santo es una hazaña de Dios; una manera de hacerse presente en nuestro mundo; es “el rostro más bello de la Iglesia” (Gaudete et exultate, n. 9)»[6] y que estamos llamados a reflejar también en nuestra propia vida.
«GUADALUPE estaba siempre alegre porque dejó que Jesús la guiara y que él se encargara de llenar su corazón. Desde el momento en que vio que Dios le llamaba a santificarse en el camino del Opus Dei, fue consciente de que esa misión no era simplemente un nuevo plan terreno, ciertamente ilusionante. Se dio cuenta de que era algo sobrenatural, preparado por Dios desde siempre para ella. Y, dejándose llevar por esta certeza de fe, Dios la premió con una fecundidad que no podía siquiera sospechar y con una felicidad –el ciento por uno, que prometió Jesús a sus discípulos– que podemos percibir en sus cartas (...).
Buscar en todo los propios gustos y la propia comodidad podría parecer la clave para estar alegres. Sin embargo, no es así. Jesucristo señala que quien quiera ser el primero, que sea el servidor de todos (cfr. Mc 9,35); que él mismo había venido a la tierra para servir (cfr. Mt 20, 28); e insistió, en otro momento, en que su lugar entre los hombres es “como el que sirve” (Lc 22, 27). Y en la Última Cena, se arrodilló ante sus apóstoles y lavó los pies de cada uno, y les dijo después: “Vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. (…). Si comprendéis esto y lo hacéis, seréis bienaventurados” (Jn 13,14-17). Guadalupe pudo alcanzar esa alegría que se desprende de sus escritos y de su vida, también porque cada mañana, al despertarse, su primera palabra, dirigida al Señor, era: ¡Serviam! ¡Serviré! Y se trataba de un propósito que quería vivir en cada momento del día. La alegría de Guadalupe estaba en la unión con Jesucristo, que le llevaba a olvidarse de sí misma, procurando comprender a cada persona»[7].
Queremos nosotros también seguir así al Señor. Guadalupe va de un lado a otro, de una ocupación a otra, de modo resuelto, como si escuchase, de nuevo cada vez, en el fondo de su alma, aquel sígueme de la vocación. «Cuando descubrimos, por la fe, la grandeza del querer de Dios, “recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro” (Lumen fidei, n. 4). Guadalupe, recordando el momento en que se encontró por primera vez con san Josemaría, escribía: “Tuve la sensación clara de que Dios me hablaba a través de aquel sacerdote. (…). Sentí una fe grande, fuerte reflejo de la suya”. Pidámosle al Señor, por intercesión de Guadalupe, que nos dé y nos perfeccione esos ojos nuevos de la fe, para poder mirar nuestro futuro tal como él lo hace»[8].