Evangelio (Mc 9, 30-37)
Salieron de allí y atravesaron Galilea. Y no quería que nadie lo supiese, porque iba instruyendo a sus discípulos. Y les decía:
—El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, y después de muerto resucitará a los tres días.
Pero ellos no entendían sus palabras y temían preguntarle. Y llegaron a Cafarnaún. Estando ya en casa, les preguntó:
—¿De qué hablabais por el camino?
Pero ellos callaban, porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién sería el mayor. Entonces se sentó y, llamando a los doce, les dijo:
—Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y servidor de todos.
Y acercó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:
—El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado.
PARA TU RATO DE ORACION
EN EL IMAGINARIO popular de los israelitas en tiempos de Jesús, el Mesías esperado sería un líder llamado a conducir al pueblo hacia la liberación del dominio extranjero para, después, instaurar un nuevo orden político. Por eso, es fácil imaginar el desconcierto de los apóstoles cuando el Señor les anuncia su Pasión: «El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán» (Mc 9,31). El Mesías no va a ser un triunfador, humanamente hablando. A pesar de que Jesús añade también la luminosa profecía de su resurrección –«y después de muerto resucitará a los tres días» (Mc 9,31)–, los discípulos todavía no están preparados para acoger este evento y asimilar su significado profundo. El evangelista comenta que «ellos no entendían sus palabras y temían preguntarle» (Mc 9,32).
Muchas veces nos puede ocurrir que tengamos una idea preconcebida de la realidad. Y esa concepción, aunque sepamos que es imperfecta o apresurada, no siempre resulta fácil cambiarla. En el fondo de esta actitud se puede esconder un cierto miedo a que la verdad contradiga nuestros deseos o nuestros planes, y ponga el foco en aspectos de nuestra vida que reclaman una conversión. El examen de conciencia es un buen momento para «releer con calma lo que sucede en nuestra jornada, aprendiendo a notar en las valoraciones y en las decisiones aquello a lo que damos más importancia, qué buscamos y por qué, y qué hemos encontrado al final. Sobre todo aprendiendo a reconocer qué sacia mi corazón»[1].
«Que yo vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma»[2]: así rezaba san Josemaría, sobre todo en los últimos años de su vida. Podemos pedir al Señor la valentía de querer siempre convertirnos, y que en esos momentos de examen purifique nuestro corazón para encontrar al auténtico Mesías en nuestra vida ordinaria.
LA IDEA de un Mesías terrenal estaba tan arraigada en los apóstoles que ignoraron las palabras del Señor y se pusieron a comentar un asunto que realmente les preocupaba: dónde estaría situado cada uno en el futuro reino y a quién otorgaría Jesús mayor autoridad. Se entretuvieron en estas conversaciones mientras recorrían los caminos de Galilea. Una vez llegados a Cafarnaún, el Señor les preguntó acerca de lo que habían estado hablando durante el itinerario. Ellos se quedaron en silencio, tal vez avergonzados por haber razonado de espaldas a él con una lógica diversa a aquella de las enseñanzas del Maestro.
Jesús decidió entonces, con paciencia, compartir y enseñar su modo de pensar: «Llamando a los doce, les dijo: “Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y servidor de todos”. Y acercó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: “El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado”» (Mc 9,35-37).
El Señor pone en el centro a un niño para que podamos comprender que, para entrar en el Reino, es necesario ser menos calculadores y más ligeros de corazón, hacerse pequeños y sencillos; que debemos abandonar las ambiciones y afanes en las manos de Dios. La verdadera autoridad no está en dominar a los otros, sino en servir a todos. Cristo no nos enseña a resignarnos a una especie de mediocridad o negar los propios talentos; lo que nos recuerda es la necesidad de orientar nuestros pensamientos, deseos y esfuerzos hacia lo más importante: el amor a él y a los demás, que se manifiesta en el servicio. Con san Josemaría, podemos repetir: «Jesús, que sea yo el último en todo... y el primero en el Amor»[3].
CRISTO se presenta como servidor de todos: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45). También nosotros podemos convertir nuestra vida en una continuación de ese servicio de Cristo a los demás: mientras realizamos nuestro trabajo, en la vida familiar y en nuestras relaciones de amistad.
La caridad, que es lo que mueve el servicio auténtico, puede concretarse en los esfuerzos de cada día por hacer la vida un poco más agradable a quienes nos rodean. «Ganar en afabilidad, alegría, paciencia, optimismo, delicadeza, y en todas las virtudes que hacen amable la convivencia –escribe el prelado del Opus Dei– es importante para que las personas puedan sentirse acogidas y ser felices»[4]. El mismo Jesucristo manifestó así su deseo de servir a todos los hombres: escuchando a las personas que se acercaban a él, explicando pacientemente sus enseñanzas a las gentes, lavando los pies de los apóstoles, compadeciéndose de las necesidades de los que le seguían…
«He repetido muchas veces –decía san Josemaría– que quiero ser ut iumentum, como un borriquillo delante de Dios–. Y esa ha de ser tu posición y la mía, aunque nos cueste. Pidamos humildad a la Santísima Virgen, que se llamó a sí misma ancilla Domini. Servicio. ¿Con qué devoción decís serviam! cada día? ¿Es solo una palabra o es un grito que sale del fondo del alma?»[5]. En el trabajo y en el resto de ocupaciones podemos ejercitar esas virtudes que nos llevan a alegrar el día a los demás, haciéndoles partícipes del amor de Dios que nos mueve.