"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

12 de mayo de 2024

Domingo: Ascensión del Señor




Evangelio (Mc 16, 15-20)


Y les dijo: — Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará; pero el que no crea se condenará. A los que crean acompañarán estos milagros: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes con las manos y, si bebieran algún veneno, no les dañará; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán curados. El Señor, Jesús, después de hablarles, se elevó al cielo y está sentado a la derecha de Dios. Y ellos, partiendo de allí, predicaron por todas partes, y el Señor cooperaba y confirmaba la palabra con los milagros que la acompañaban.


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CUARENTA DÍAS después de la Pascua, la Iglesia celebra la Ascensión de Jesús a los cielos. Como enseña el Prefacio de la Misa, «el Señor, rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte, ha ascendido hoy –ante el asombro de los ángeles– a lo más alto de los cielos como Mediador entre Dios y los hombres, como Juez del mundo y Señor del universo»[1]. San Marcos narra que, antes de subir al cielo, Jesús ratificó la misión apostólica de sus discípulos: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15). Es un encargo ambicioso: no se trata de evangelizar al pueblo de Israel, o al imperio romano, sino al mundo entero, a toda la creación. «Parece de verdad demasiado audaz el encargo que Jesús confía a un pequeño grupo de hombres sencillos y sin grandes capacidades intelectuales. Sin embargo, esta reducida compañía, irrelevante frente a las grandes potencias del mundo, es invitada a llevar el mensaje de amor y de misericordia de Jesús a cada rincón de la tierra. Pero este proyecto de Dios solo puede ser realizado con la fuerza que Dios mismo concede a los apóstoles»[2].


Después de lo que habían vivido en aquellos cuarenta días posteriores a la resurrección de Jesús, los discípulos respondieron a su mandato misionero con fe operativa: «Se fueron a predicar por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban» (Mc 16,20). La misión apostólica no es tarea exclusiva para aquellos primeros discípulos, sino que también nosotros recibimos el mismo encargo divino; por eso sentimos tan cercano aquel día en el que Jesús subió al cielo. «El apostolado es como la respiración del cristiano: no puede vivir un hijo de Dios, sin ese latir espiritual. Nos recuerda la fiesta de hoy que el celo por las almas es un mandato amoroso del Señor, que, al subir a su gloria, nos envía como testigos suyos por el orbe entero. Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima. Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: este es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama»[3].


SAN LUCAS cuenta que, poco antes de subir a los cielos, Jesús «los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo» (Lc 24,50). En cierta manera, desde aquel día «sus manos quedan extendidas sobre este mundo. Las manos de Cristo que bendicen son como un techo que nos protege (…). En el marcharse, él viene para elevarnos por encima de nosotros mismos y abrir el mundo a Dios. Por eso los discípulos pudieron alegrarse cuando volvieron de Betania a casa. Por la fe sabemos que Jesús, bendiciendo, tiene sus manos extendidas sobre nosotros. Esta es la razón permanente de la alegría cristiana»[4]. La liturgia de las horas medita hoy las palabras de san Agustín sobre este misterio: «No se alejó del cielo, cuando descendió hasta nosotros; ni de nosotros, cuando regresó hasta él (...). Bajó, pues, del cielo, por su misericordia, pero ya no subió él solo, puesto que nosotros subimos también en él por la gracia»[5].


San Marcos, por su parte, concluye su evangelio diciendo que, «después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios» (Mc 16,19). La escena es fácil de imaginar si seguimos lo que de ellas escribe san Josemaría: «Es justo que la santa humanidad de Cristo reciba el homenaje, la aclamación y adoración de todas las jerarquías de los ángeles y de todas las legiones de los bienaventurados de la gloria»[6].


Jesús asciende al cielo, pero no nos abandona. «Puesto que Jesús está junto al Padre, no está lejos sino cerca de nosotros. Ahora ya no se encuentra en un solo lugar del mundo, como antes de la Ascensión; con su poder supera todo espacio, (…) está presente al lado de todos, y todos lo pueden evocar en todo lugar y a lo largo de la historia»[7]. Jesús permanece con nosotros: el Espíritu Santo habita en nuestra alma en gracia y el Señor nos acompaña también físicamente en la Eucaristía. «Es posible también ahora acercarnos íntimamente a Jesús, en cuerpo y alma. Cristo nos ha marcado claramente el camino: por el Pan y por la Palabra, alimentándonos con la Eucaristía y conociendo y cumpliendo lo que vino a enseñarnos, a la vez que conversamos con él en la oración»[8].


«CUANDO MIRABAN fijos al cielo, mientras él se iba marchando, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: “Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo”» (Hch 1,10-11). La solemnidad de la Ascensión nos enciende en la esperanza de compartir la gloria de la que goza Jesús, a la que somos llamados como miembros de su cuerpo. «No se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino»[9].


«Este “éxodo” hacia la patria celestial, que Jesús vivió personalmente, lo afrontó del todo por nosotros. Por nosotros descendió del cielo y por nosotros ascendió a él, después de haberse hecho semejante en todo a los hombres, humillado hasta la muerte de cruz, y después de haber tocado el abismo de la máxima lejanía de Dios. Precisamente por eso, el Padre se complació en él y lo “exaltó”, restituyéndole la plenitud de su gloria, pero ahora con nuestra humanidad. Dios en el hombre, el hombre en Dios: ya no se trata de una verdad teórica, sino real. Por eso la esperanza cristiana, fundamentada en Cristo, no es un espejismo, sino que, como dice la carta a los Hebreos, “es para nosotros como un ancla del alma” (Hb 6,19), un ancla que penetra en el cielo, donde Cristo nos ha precedido»[10].


El Señor nos espera en el cielo y nos envía el Espíritu Santo, sus dones y sus frutos, para que lleguemos también nosotros a la meta. «Después de subir el Señor al cielo, los discípulos se reunieron en oración en el Cenáculo, con la Madre de Jesús, invocando juntos al Espíritu Santo, que los revestiría de fuerza para dar testimonio de Cristo resucitado. Toda comunidad cristiana, unida a la Virgen santísima, revive en estos días esa singular experiencia espiritual en preparación de la solemnidad de Pentecostés»[11].