"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

29 de mayo de 2024

EL SENTIDO DEL DOLOR

 


Evangelio (Mc 10, 32-45)


Iban de camino subiendo a Jerusalén. Jesús los precedía y ellos estaban sorprendidos: los que le seguían tenían miedo. Tomó de nuevo consigo a los doce y comenzó a decirles lo que le iba a suceder:


-Mirad, subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles; se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán, pero después de tres días resucitará.


Entonces se acercan a él Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, diciéndole:


—Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir.


Él les dijo:


—¿Qué queréis que os haga?


Y ellos le contestaron:


—Concédenos sentarnos uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu gloria.


Y Jesús les dijo:


—No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo bebo, o recibir el bautismo con que yo soy bautizado?


—Podemos -le dijeron ellos.


Jesús les dijo:


—Beberéis el cáliz que yo bebo y recibiréis el bautismo con que yo soy bautizado; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me corresponde concederlo, sino que es para quienes está dispuesto.


Al oír esto los diez comenzaron a indignarse contra Santiago y Juan. Entonces Jesús les llamó y les dijo:


—Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las oprimen, y los poderosos las avasallan. No tiene que ser así entre vosotros; al contrario: quien quiera llegar a ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea esclavo de todos: porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos.


PARA TU RATO DE ORACION 


PROBABLEMENTE uno de los episodios más desconcertantes para los apóstoles fue el anuncio de la Pasión por parte de Jesús. No entendían por qué el Maestro, que realizaba grandes milagros y movía a las gentes, decía de sí mismo que sería entregado a los sumos sacerdotes, azotado y condenado a muerte (cfr. Mc 10,32-45). Quizá algunos lo considerarían un sinsentido: «¿Por qué Jesús anticipa algo tan terrible? Si sabe que va a ocurrir esto, ¿por qué no se las ingenia para esquivar ese trágico fin?». Estas preguntas también nos las hacemos nosotros cuando experimentamos el desgarro del dolor, ya sea físico, espiritual o una mezcla de ambos. Efectivamente, muchas veces no comprendemos por qué Dios permite que ocurran desgracias en el mundo y en nuestra propia vida. Y podemos considerar, como los apóstoles, que lo lógico sería que el Señor hiciera todo lo posible para que no tuvieran lugar.


No hay una respuesta que pueda satisfacer plenamente estas preguntas: el sentido del dolor siempre permanecerá, en buena medida, un misterio. Sin embargo, podemos dirigir nuestra mirada a la Pasión, como aprendemos de los santos. Quizá hubiese sido más lógico que Dios, para redimirnos del pecado, hubiese hecho una demostración de fuerza para acabar con las injusticias y el mal. Sin embargo, lo hizo a través del fracaso de la cruz: «Permite que el mal se ensañe con él y lo carga sobre sí para vencerlo»[1]. Y justo cuando todo parecía perdido, cuando ya habían pasado tres días de su muerte, Dios interviene y resucita a su Hijo. La semilla de la salvación arraiga según los tiempos y los modos de la providencia. «Jesús, que eligió pasar por esta senda, nos llama a seguirlo por su mismo camino de humillación. Cuando en ciertos momentos de la vida no encontramos algún camino de salida para nuestras dificultades, cuando precipitamos en la oscuridad más densa, es el momento de nuestra humillación y despojo total, la hora en la que experimentamos que somos frágiles y pecadores. Es precisamente entonces, en ese momento, que no debemos ocultar nuestro fracaso, sino abrirnos confiados a la esperanza en Dios, como hizo Jesús»[2].


EL ANUNCIO de la Pasión contrasta con los deseos de los apóstoles. Jesús habla de dolor y de derrota. En cambio, Santiago y Juan se acercan a él y le piden: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda» (Mc 10,35). Sin embargo, el Señor no les reprocha esas aspiraciones. Es más, puede ser comprensible querer imaginar que incluso sintió cierta satisfacción, pues de algún modo los dos hermanos habían entendido que no hay mayor ambición que la de pasar toda la vida junto a él. Pero al mismo tiempo les replica: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo bebo, o recibir el bautismo con que yo soy bautizado?» (Mc 10,38). Jesús tiene paciencia y dialoga con los apóstoles para que vayan entendiendo cada vez mejor la vida que les espera al seguir su camino. No todo va a ser tan sencillo como en aquellos momentos. Ante los constantes milagros y el entusiasmo de la gente, quizá podían pensar que nada malo les podría ocurrir. Por eso el Señor corrige el planteamiento de los discípulos: en un mundo marcado por el pecado y por el influjo de las fuerzas del diablo, no hay gloria sin cruz.


Santiago y Juan contestan sin dudar a la pregunta de Cristo: «Podemos» (Mc 10,39). Probablemente no serían del todo conscientes de lo que acababan de decir. Como un enamorado, se sentirían capaces de realizar las locuras que sean necesarias con tal de alcanzar el amor que daba sentido a sus vidas. Y Jesús, en efecto, reconoce que será así: «Beberéis el cáliz que yo bebo y recibiréis el bautismo con que yo soy bautizado» (Mc 10,39). Aunque en algunos momentos los apóstoles no sean fieles, e incluso cedan a las insidias del maligno, al final terminarán bebiendo ese cáliz y darán su vida por el Evangelio. Aunque la oscuridad tenga su hora en la existencia humana, el Señor vence a la muerte y es señor de la historia. «No es presunción afirmar possumus! –decía san Josemaría–. Jesucristo nos enseña este camino divino y nos pide que lo emprendamos, porque él lo ha hecho humano y asequible a nuestra flaqueza. Por eso se ha abajado tanto»[3]. Jesús no solo nos da ejemplo, sino que nos acompaña en todo momento y nos da su gracia para que, como los apóstoles, podamos beber el cáliz que nos lleva a acceder a las fuentes de la gloria.


LOS OTROS apóstoles se indignaron ante la pregunta de Santiago y Juan. Tal vez algunos les reprocharon que se preocuparan de buscar la gloria cuando Jesús apenas había anunciado su condena a muerte. Pero es posible que otros sintieran otro tipo de indignación, la de sentir que a otros les vaya mejor, pues quizá también ambicionaban un puesto cercano al Maestro en la gloria, y esos dos se estaban anticipando. Jesús, conociendo estos pensamientos, reunió a todos y les dijo: «Quien quiera llegar a ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea esclavo de todos» (Mc 10,44).


El Señor rompió así los esquemas de los apóstoles. La grandeza no viene dada por el poder ni por el reconocimiento, sino por el deseo de servir y por su efectiva realización. El criterio por el que alguien es grande a ojos de Dios no es por su capacidad de influir o de dominar, sino por el amor con el que trata a los demás y que se concreta en el servicio. Esta es la lógica que hace de nuestra existencia un signo de la belleza y de la alegría de vivir junto a Jesús: emplear los talentos que él nos ha dado para hacer felices a quienes nos rodean. Por tanto, podemos pensar: ¿en qué medida aquello que realizo es expresión –en la motivación o en el modo de hacerlo– de un gesto de caridad, de servicio?


Don Álvaro del Portillo recordaba en una ocasión un aspecto de la vida de san Josemaría: «¡Cuántas veces he oído decir al Padre: “Mi orgullo es servir!”. Este orgullo de servir a los demás –alma sacerdotal– nos lo ha inculcado el Padre de mil modos diferentes: con su predicación constante, y con innumerables hechos concretos, grandes y pequeños; como el de no dejarse ayudar en las cosas de cada día, repitiendo las palabras de Jesús: “Non veni ministrari, sed ministrare” (no he venido a ser servido, sino a servir); o el de hacer grabar o escribir, en lápidas o en pantallas: “Para servir, servir”»[4]. La Virgen María también tuvo ese orgullo de servir –«He aquí la esclava del Señor»– que le llevó a ser feliz y a conquistar al mismo Dios: «Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava» (Lc 1,47-48).