Evangelio (Jn 17, 11-19)
En aquel tiempo, levantando los ojos al cielo, oró Jesús diciendo:
“Padre Santo, guarda en tu nombre a aquellos que me has dado, para que sean uno como nosotros. Cuando estaba con ellos yo los guardaba en tu nombre. He guardado a los que me diste y ninguno de ellos se ha perdido, excepto el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura. Pero ahora voy a Ti y digo estas cosas en el mundo, para que tengan mi alegría completa en sí mismos.
Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, lo mismo que yo no soy del mundo.
No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno. No son del mundo lo mismo que yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es la verdad. Lo mismo que Tú me enviaste al mundo, así los he enviado yo al mundo. Por ellos yo me santifico, para que también ellos sean santificados en la verdad”.
PARA TU RATO DE ORACIÓN
JESÚS, AL FINAL de su oración sacerdotal, pide al Padre por la unidad de sus discípulos: «Guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros» (Jn 17,11). Se trata de una intención que perdura a lo largo de los siglos: que todos los cristianos formemos una unidad.
«La unidad es sobre todo un don, es una gracia para pedir con la oración. Cada uno de nosotros lo necesita. De hecho, nos damos cuenta de que no somos capaces de custodiar la unidad ni siquiera en nosotros mismos. También el apóstol Pablo sentía dentro de sí un conflicto lacerante: querer el bien y estar inclinado al mal (cfr. Rm 7,19). Comprendió así que la raíz de tantas divisiones que hay a nuestro alrededor –entre las personas, en la familia, en la sociedad, entre los pueblos y también entre los creyentes– está dentro de nosotros. El Concilio Vaticano II afirma que “los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre (...). Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad» (Gaudium et spes, 10). Por tanto, la solución a las divisiones no es oponerse a alguien, porque la discordia genera otra discordia. El verdadero remedio empieza por pedir a Dios la paz, la reconciliación, la unidad»[1].
«Precisamente porque la búsqueda de la plena unidad exige confrontar la fe entre creyentes que tienen un único Señor, la oración es la fuente que ilumina la verdad que se ha de acoger enteramente. Asimismo, por medio de la oración, la búsqueda de la unidad, lejos de quedar restringida al ámbito de los especialistas, se extiende a cada bautizado. Todos, independientemente de su misión en la Iglesia y de su formación cultural, pueden contribuir activamente, de forma misteriosa y profunda»[2].
CONTINÚA LA SOLEMNE oración de Jesús a su Padre durante sus últimos momentos antes de la pasión: «Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo» (Jn 17,17-18). Nos anima, y también nos llena de responsabilidad, que Jesús haya pedido por la santidad de sus discípulos y que la ponga como fundamento para la misión que les asigna. Y no se quedó allí: después de la resurrección, les envió el Espíritu Santo para que los colmara con sus dones y con sus frutos. San Pablo explica a los gálatas que, «como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: “¡Abba, Padre!”. Así que ya no eres esclavo, sino hijo» (Ga 4,6-7). Somos hijos de Dios, llamados a ser santos. En este contexto de filiación divina se comprende la importancia del “temor de Dios”, don del Espíritu Santo anunciado en los salmos: «El temor del Señor es puro y eternamente estable» (19,10), «principio de la sabiduría» (111,10). San Josemaría escribió que el temor de Dios «es veneración del hijo para su Padre, nunca temor servil, porque tu Padre-Dios no es un tirano»[3].
El temor de Dios como abandono confiado en la bondad de un Padre rico en misericordia le brinda nuevas perspectivas a nuestra lucha espiritual. «Nos recuerda cuán pequeños somos ante Dios y ante su amor, y que nuestro bien está en abandonarnos con humildad, con respeto y confianza en sus manos (...). Adquiere en nosotros la forma de la docilidad, del reconocimiento y de la alabanza, llenando nuestro corazón de esperanza. Muchas veces, en efecto, no logramos captar el designio de Dios, y nos damos cuenta de que no somos capaces de asegurarnos por nosotros mismos la felicidad y la vida eterna. Sin embargo, es precisamente en la experiencia de nuestros límites y de nuestra pobreza donde el Espíritu nos conforta y nos hace percibir que la única cosa importante es dejarnos conducir por Jesús a los brazos de su Padre»[4]. El temor de Dios nos hace conscientes de los límites que tenemos como criaturas, de que hay algo grande que podemos desaprovechar. El santo temor de Dios nos da una cierta insatisfacción que nos lleva a estar atentos a ese Dios que sigue pasando a nuestro lado.
«Y POR ELLOS YO ME SANTIFICO a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad» (Jn 17,19). Siguiendo a Jesús, decía san Josemaría: «Hemos de ser santos para santificar»[5]. Con esa conciencia de la prioridad de la gracia, podemos pedir al Espíritu Santo que nos llene de temor de Dios, para ser más humildes y dóciles a sus inspiraciones: «El Espíritu Santo abre los corazones con el don del temor de Dios. Corazón abierto a fin de que el perdón, la misericordia, la bondad, la caricia del Padre vengan a nosotros, porque nosotros somos hijos infinitamente amados. Cuando estamos invadidos por el temor de Dios estamos predispuestos a seguir al Señor con humildad, docilidad y obediencia»[6].
Somos hijos de Dios con la misión de reconciliar al mundo con Dios, de llevarlo a su felicidad plena. El temor de Dios no lleva al apocamiento: «Es un don que hace de nosotros cristianos convencidos, entusiastas, que no permanecen sometidos al Señor por miedo, sino que son movidos y conquistados por su amor»[7]. Otra consecuencia del temor de Dios en el alma es el rechazo de lo que pueda ofender al Padre amado: «No olvides, hijo, que para ti en la tierra sólo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado»[8].
Podemos acudir a la Virgen Santísima, llena de gracia, para que nos alcance de Dios «el don de temor, que haciéndonos aborrecer todo pecado, imprima en nuestro corazón el espíritu de adoración y una profunda y sincera humildad»[9].