Evangelio (Jn 15,18-21)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
—Si el mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya; pero como no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por eso el mundo os odia. Acordaos de las palabras que os he dicho: no es el siervo más que su señor.
Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán. Si han guardado mi doctrina, también guardarán la vuestra. Pero os harán todas estas cosas a causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado.
PARA TU RATO DE ORACION
HEMOS MIRADO con detenimiento al Señor, especialmente en los días de su pasión y muerte. Observamos a Cristo paciente: en el silencio ante los acusadores, en la serenidad en las respuestas al juez romano, al dejar la espalda dispuesta a los azotes, con las manos clavadas al madero… Y lo admiramos también en la majestad de sus gestos en lo alto del Calvario. «Si el mundo os odia –nos dice en el evangelio de hoy–, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros» (Jn 15,18). Sabemos que se refiere al pecado, a lo que en este mundo se opone al Reino de Dios. Deseamos esa fortaleza con la que el Señor afrontó las adversidades y que tiene mucho que ver con la paciencia.
«El que sabe ser fuerte –dice san Josemaría– no se mueve por la prisa de cobrar el fruto de su virtud; es paciente. La fortaleza nos conduce a saborear esa virtud humana y divina de la paciencia. “Mediante la paciencia vuestra, poseeréis vuestras almas” (Lc 21,19). (...)Nosotros poseemos el alma con la paciencia porque, aprendiendo a dominarnos a nosotros mismos, comenzamos a poseer aquello que somos»[1]. Al cultivar la virtud humana de la paciencia ganamos en serenidad y mesura, en visión sobrenatural, porque Dios es paciente.
Además, quien la posee es capaz luego de dar paz y de apacentar a los demás; es dueño de sí mismo, no lucha contra el tiempo y puede dedicarlo a quien lo necesita. Todavía más: no devuelve odio ni se molesta por quienes puedan despreciarle o tratarle sin consideración. Su paciencia le lleva a estar por encima, con una dignidad repleta de cariño por cada persona, como Cristo en la cruz: mirando siempre más allá, con los ojos fijos en la historia de redención a lo largo de los siglos.
A MENUDO hemos escuchado la conocida expresión de San Pablo que tanto gustaba a san Josemaría: «Todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28). No son simplemente unas palabras para repetir en los momentos duros, de modo que se tranquilice la conciencia o se acalle la inteligencia, volviendo la espalda a la realidad. Es al revés. Dios es infinitamente bueno: lo hemos aprendido en la catequesis y lo hemos experimentado desde los primeros momentos de nuestro encuentro con Cristo. Por eso, para quienes desean amarle, para quienes son y se saben hijos de un Dios que todo lo puede, ¿cómo no va a colaborar cualquier cosa a su bien?
Aunque algunas circunstancias del mundo se nos muestren en ocasiones hostiles, nunca podrán vencer al amor inagotable del Señor. Por eso podemos «alimentar la confianza en la gracia de Dios (...), asumir, con todas sus consecuencias, una actitud cotidiana de abandono esperanzado, basada en la filiación divina»[2]. Ese abandono paciente en Dios es el mejor escenario en el que se desenvuelve nuestra lucha. Si sabemos que todo puede cooperar con nuestro bien, sabremos comenzar y recomenzar sin poner nuestras fuerzas en otro lugar que no sea Dios mismo.
De ahí que «paciente es no el que huye del mal, sino el que no se deja arrastrar por su presencia a un desordenado estado de tristeza»[3]. Entonces no habrá sucesos que nos puedan robar la esperanza ni amarguras que arruinen nuestra alegría. «Un remedio contra esas inquietudes tuyas: tener paciencia, rectitud de intención, y mirar las cosas con perspectiva sobrenatural»[4].
«YA QUE has querido hacernos capaces de la vida inmortal, no nos niegues ahora tu ayuda para conseguir los bienes eternos», decimos en la oración colecta de hoy. Qué importante es acudir al Señor, confiar en su ayuda sabiendo que no nos va a dejar nunca. Y, especialmente, para lo más importante: crecer en amor de Dios, ampliar el corazón por la caridad y llenarlo de él y de los demás, porque queremos ir al cielo a través de este mundo nuestro al que amamos.
La oración es un momento ideal donde pedir la paciencia necesaria para seguir siempre hacia adelante, cada vez más confiados, cada día más enamorados de ese Dios que vive en nosotros. «No existe otro maravilloso día sino el que hoy estamos viviendo. La gente que vive siempre pensando en el futuro y no toma el hoy como viene es gente que vive en la fantasía, no sabe tomar lo concreto de la realidad. Y el hoy es real, el hoy es concreto. La oración sucede en el hoy. Jesús nos viene al encuentro hoy. Es la oración que transforma este hoy en gracia, nos transforma: apacigua la ira, sostiene el amor, multiplica la alegría, infunde la fuerza para perdonar»[5].
La ayuda del Señor no nos va a faltar: nuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas si se las pedimos (cfr. Mt 7,9-11), especialmente el auxilio para no desanimarnos ni perder la paciencia en las dificultades; aunque contrariedades siempre existirán, como decía san Josemaría, «si somos fieles, tendremos la fortaleza del que es humilde, porque vive identificado con Cristo. Hijos, somos lo permanente; lo demás es transeúnte. ¡No pasa nada!»[6]. Podemos pedir a María, que es madre paciente, capaz de padecer con Cristo, de aguardar que llegue su hora, que nos dé esa confianza en su Hijo.
[1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 78.
[2] Fernando Ocáriz, Carta 14-II-2017, n. 8.
[3] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 136, a 4, ad 2.
[4] San Josemaría, Surco, n. 853.
[5] Francisco, Audiencia general, 10-II-2021.
[6] San Josemaría, En diálogo con el Señor, “Vivir para la gloria de Dios”, n. 5e.