Evangelio (Jn 16,16-20)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
— Dentro de un poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver.
Sus discípulos se decían unos a otros:
— ¿Qué es esto que dice: “Dentro de un poco”? No sabemos a qué se refiere.
Jesús conoció que se lo querían preguntar y les dijo:
— Intentáis averiguar entre vosotros lo que he dicho: “Dentro de un poco no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver”. En verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y en cambio el mundo se alegrará; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría.
PARA TU RATO DE ORACION
EN EL DISCURSO de la última cena, los apóstoles no alcanzaban a comprender en toda su profundidad las palabras del Maestro. En varios momentos les vemos comentar entre ellos sus perplejidades. «¿Qué es esto que nos dice: “Dentro de un poco no me veréis y dentro de otro poco me volveréis a ver”, y que “voy al Padre”? Y decían: –¿Qué es esto que dice: “Dentro de un poco”? No sabemos a qué se refiere» (Jn 16,16-18).
Jesús, sin embargo, continúa su discurso: «Lloraréis y os lamentaréis, y en cambio el mundo se alegrará; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20). Los discípulos no podían descifrar lo que estaba aconteciendo, y tampoco lo pudieron hacer durante los días de la muerte y resurrección de Jesús, ya que les faltaba la asistencia del Espíritu Santo: la tercera persona de la Santísima Trinidad sería enviada por el Padre y el Hijo después de la ascensión. Es el Paráclito quien tenía reservada para sí la tarea de «enseñar», «recordar» y «dar testimonio» de todo lo que Jesús había dicho y hecho (cf. Jn 14,26; 15,26), iluminando sus inteligencias, moviendo sus voluntades y encendiendo sus corazones.
Para entender las palabras de Dios, contenidas en la Revelación, necesitamos la asistencia del Espíritu Santo. Es un regalo suyo que podamos hacer una buena interpretación de los acontecimientos y situaciones que vivimos, una lectura en clave de hijo escogido para una misión. El don que nos envía el Paráclito con este fin es conocido como don de ciencia, ya que capacita nuestra mirada para que podamos descubrir la presencia y la majestad del creador en todo lo que nos sucede y en todo lo creado.
EL ESCRITOR sagrado concluye las distintas jornadas de la creación diciendo: «Y vio Dios que era bueno» (Gen 1,9:12:18:21:25). El creador mismo parece maravillarse ante lo que ha salido de sus manos, y nos invita a contemplar aquella belleza y a custodiarla. La creación es un regalo inestimable de Dios, es una carta que nos ha escrito, y con la luz del Paráclito aprendemos a leer en ella su infinito amor por nosotros. Al terminar de moldear al hombre, se añade un matiz: «Y vio Dios que era muy bueno» (Gen 1,31). La Escritura señala lo especial que es el hombre para Dios, su belleza destaca sobre el resto del mundo creado. Gracias al don de ciencia vemos todo cuanto nos rodea –en especial a los demás hombres y mujeres– como obra de Dios, aprendemos «a encontrar en la creación los signos, las huellas de Dios, a comprender que Dios habla en todo tiempo y me habla a mí»1.
De esta manera, descubrimos «el sentido teológico de lo creado»2. Así, con el don de ciencia, el Espíritu Santo nos mueve a una espontánea oración de alabanza, que se traduce en acciones de gracias y cantos, en bendiciones y salmos. La alabanza es una oración que reconoce la grandeza de Dios y la ensalza. «El Señor es grande y digno de toda alabanza» (Sal 48, 2), dice el salmista. «Gloria al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo», rezamos varias veces al día. El Gloria y el Santo que recitamos en la Santa Misa son precisamente una expresión de este deseo de rendir homenaje al creador.
La oración de alabanza está presente especialmente en el libro de los Salmos, que recoge los cantos y aclamaciones que el pueblo de Israel realizaba en el culto a Dios. En la contemplación de la creación, el salmista, modelo para la oración del cristiano, ora y canta su amor al creador: «¡Dios y Señor nuestro, qué admirable es tu Nombre en toda la tierra!» (Sal 8,2); «Los cielos pregonan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos» (Sal 19,2); «Alabad al Señor desde los cielos (...). Alabadle, sol y luna, alabadle, todas las estrellas luminosas» (Sal 148,1). Con los dones del Paráclito experimentamos el mundo de un modo más bello y luminoso: aprendemos a ver todo con buenos ojos, y querer cada cosa como Dios la quiere; descubrimos las huellas de Dios en cada ser y, así, nos sabemos acompañados por él.
AL MISMO TIEMPO que descubrimos la grandeza de la creación, el don de ciencia «nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el creador»3. Así, el Espíritu Santo nos socorre para que sepamos distinguir entre las cosas y Dios, descubriendo la infinita distancia que las separa. No caemos en la tentación de convertir las cosas creadas en ídolos que nos alejen de Dios. «Amamos el mundo porque Dios lo hizo bueno, porque salió perfecto de sus manos, y porque –si algunos hombres lo hacen a veces feo y malo, por el pecado– nosotros tenemos el deber de consagrarlo, de llevarlo, de devolverlo a Dios: de restaurar en Cristo todas las cosas de los cielos y las de la tierra (cfr. Ef 1,10)»4.
Está muy cerca la solemnidad de la Ascensión. El Señor nos ha redimido y sube a la derecha del Padre. Nos encarga a sus discípulos unirnos a él con una vida santa, que santifique cuanto toca. Por eso, antes de su marcha, Jesús manifestó a Dios Padre un deseo: «No pido que los saques del mundo» (Jn 17,15). Nos quiere en nuestro ambiente, en nuestro trabajo, en medio de la sociedad en la que vivimos. «En el mundo, sin ser mundanos», decía san Josemaría, para santificarlo, para transformarlo, para poner a los pies de Dios todas las cosas que tengamos entre manos, «colocando a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas»5.
Con el don de ciencia tenemos a nuestro alcance la posibilidad de «animar con el Evangelio el trabajo de cada día (...), y así dar sentido al trabajo, también al que resulta difícil»6; el don de ciencia nos asiste en esta tarea de poner todo en armonía con Dios. Mirando a María, madre del creador, podemos aprender a amar mejor el mundo y a alabar las manos que han moldeado todo cuanto nos rodea.