Evangelio (Jn 15,9-11)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
—Como el Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa.
PARA TU RATO DE ORACION
DURANTE la Última Cena, Jesús confiesa: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo» (Jn 15,9). Posiblemente los apóstoles no acababan de comprender aquellas palabras, ya que todavía no habían vivido la Pasión del Señor. Les sorprenderá, después, esa donación de Dios hasta la muerte, ese misterio enorme que sobrepasa nuestra capacidad. «Jesús se entregó voluntariamente a la muerte para corresponder al amor de Dios Padre, en perfecta unión con su voluntad, para demostrar su amor por nosotros. En la cruz, Jesús “me amó y se entregó por mí” (Ga 2, 20). Cada uno de nosotros puede decir: me amó y se entregó por mí. ¿Qué significa todo esto para nosotros? Significa que este es también mi camino»[1].
Como fuimos testigos hace algunas semanas, en el Triduo Pascual «Jesús no solo habló; no solo nos dejó palabras. Se entrega a sí mismo. Nos lava con la fuerza sagrada de su sangre, es decir, con su entrega “hasta el extremo”, hasta la cruz. Su palabra es algo más que un simple hablar; es carne y sangre “para la vida del mundo”. En los santos sacramentos, el Señor se arrodilla siempre ante nuestros pies y nos purifica. Pidámosle que el baño sagrado de su amor verdaderamente nos penetre y nos purifique cada vez más»[2].
La vida cristiana nos lleva a procurar querer y servir a los demás como Cristo lo ha hecho. Entregarse del todo, con decisión y generosidad. Al final, lo único importante será cuánto y cómo hemos amado en el tiempo del que disponemos en este mundo. A la vez, no desconocemos nuestra limitación: sin la ayuda de Dios, no somos capaces de un amor así. Esta tarea de amar como Cristo siempre es nueva «en el sentido de que no lo alcanzamos plenamente; nunca llegamos a amar “como yo os he amado”, cuando quien lo dice es la caridad infinita, el amor mismo»[3]. Necesitamos que Cristo nos encienda y nos dé su propia vida, su capacidad de amar hasta el fin.
EN LA ESCENA que leemos en el evangelio de hoy, sigue el Señor hablando de su llamada, de su predilección por nosotros, nos quiere siempre junto a sí: «Permaneced en mi amor» (Jn 15,9). El amor que Dios ha tenido por nosotros es el que fundamenta nuestra vida y nuestra capacidad de amar. Él ha querido nuestro concreto temperamento, nuestro entorno, nuestra libertad, nuestras capacidades y también cuenta con nuestros límites y defectos. Permanecer en ese primer amor es alargar durante toda la vida aquella inquietud de corazón tan propia de los jóvenes, aunque pase el tiempo.
En el caminar de la vida, podemos sentir que el corazón anhela expandir el amor que recibimos y que damos. Quizá lo encontramos en tantas cosas buenas del mundo: la naturaleza, los amigos, la belleza de lo verdadero, etc. El deseo que en esos momentos se abre paso apunta a algo más grande, pues comprobamos que, aunque sean realidades nobles, no son suficientes para colmar nuestros anhelos. «Es a Jesús a quien buscáis cuando soñáis la felicidad; es él quien os espera cuando no os satisface nada de lo que encontráis; es él la belleza que tanto os atrae; es él quien os provoca con esa sed de radicalidad que no os permite dejaros llevar del conformismo; es él quien os empuja a dejar las máscaras que falsean la vida; es él quien os lee en el corazón las decisiones más auténticas que otros querrían sofocar. Es Jesús el que suscita en vosotros el deseo de hacer de vuestra vida algo grande, la voluntad de seguir un ideal, el rechazo a dejaros atrapar por la mediocridad, la valentía de comprometeros con humildad y perseverancia para mejoraros a vosotros mismos y a la sociedad, haciéndola más humana y fraterna»[4].
Decía san Josemaría que «la libertad renueva el amor, y renovarse es ser continuamente joven, generoso, capaz de grandes ideales y de grandes sacrificios. Recuerdo que me llevé una alegría cuando me enteré de que en portugués llaman a los jóvenes os novos. Y eso son. Os cuento esta anécdota porque he cumplido ya bastantes años, pero al rezar al pie del altar al Dios que llena de alegría mi juventud, me siento muy joven y sé que nunca llegaré a considerarme viejo; porque, si permanezco fiel a mi Dios, el amor me vivificará continuamente: se renovará, como la del águila, mi juventud»[5].
DESDE QUE EL Señor entró con mayor intensidad en nuestra vida, procuramos seguirlo con el entusiasmo de los apóstoles; ellos, al descubrir el auténtico sentido de sus vidas, se pusieron inmediatamente en camino. «¿Por qué inmediatamente? Porque se sintieron atraídos. No fueron rápidos y dispuestos porque habían recibido una orden, sino porque habían sido atraídos por el amor. Los buenos compromisos no son suficientes para seguir a Jesús, sino que es necesario escuchar su llamada todos los días. Sólo él, que nos conoce y nos ama hasta el final, nos hace salir al mar de la vida. Como lo hizo con aquellos discípulos que lo escucharon. Por eso necesitamos su Palabra: en medio de tantas palabras diarias, necesitamos escuchar esa Palabra que no nos habla de cosas, sino de vida»[6].
En cada etapa de la vida, en las nuevas circunstancias en que nos movemos, podemos descubrir manifestaciones distintas de ese mismo amor que dio inicio a nuestra entrega. Es cada vez más maduro, pues sabe con quién camina y por quién se entrega; sabe que vale la pena; en cierto sentido, lleva adelante su misión con una mayor conciencia y libertad. San Josemaría nos recuerda que «la entrega de cada uno de nosotros fue don de sí mismo, generoso y desprendido; porque conservamos esa entrega, la fidelidad es una donación continuada: un amor, una liberalidad, un desasimiento que perdura, y no simple resultado de la inercia»[7]. Amamos al Señor en el presente, con la juventud del amor primero y fundamental que no pasa, porque Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre. Y aunque pasen los años y cambien nuestras circunstancias, ese amor que contiene nuestro corazón sigue siendo fuente de vida, porque Jesús nos ama de manera nueva cada día.
En ese recorrido, «la experiencia de la debilidad personal propia y ajena, en comparación con la estupenda propuesta que la fe cristiana y el espíritu de la Obra nos presentan, no nos debe producir desánimo. Ante el desencanto que pueda producirnos la desproporción entre el ideal y la pobre realidad de nuestra vida, tengamos la seguridad de que podemos recomenzar cada día con la fuerza de la gracia del Espíritu Santo»[8] y con la ayuda de nuestra Madre, María.