Evangelio (Mc 12,13-17)
Le enviaron a algunos de los fariseos y de los herodianos para atraparle en alguna palabra. Acercándose, le dijeron:
—Maestro, sabemos que eres veraz y que no te dejas llevar por nadie, pues no haces acepción de personas, sino que enseñas el camino de Dios según la verdad. ¿Es lícito dar tributo al César, o no? ¿Pagamos o no pagamos?
Pero él, advirtiendo su hipocresía, les dijo:
—¿Por qué me tentáis? Traedme un denario para que lo vea.
Ellos se lo trajeron.
Y les dijo:
—¿De quién es esta imagen y esta inscripción?
—Del César —le contestaron ellos.
Jesús les dijo:
—Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Y se admiraban de él.
PARA TU RATO DE ORACION
LOS JEFES del pueblo de Israel llevan varios días intentando descubrir alguna incoherencia en las palabras de Jesús. En esta ocasión, le plantean una pregunta que, según ellos, exigiría una toma de partido radical: «¿Es lícito dar tributo al César, o no?» (Mc 12,14). Vale la pena recordar que para el pueblo judío no era nada cómodo ser parte del imperio romano; no solo por razones políticas, sino también religiosas, pues el culto que se le daba al emperador era una afrenta al Dios de Israel. Por eso, le ponen al Señor delante de esta cuestión que, aparentemente, no tiene escapatoria: si afirma que es lícito, sería considerado un traidor entre los de su propio pueblo; si declara que no lo es, entonces podrían acusarle de rebelión ante las autoridades romanas.
Con su respuesta, Jesús se sitúa por encima de la polémica: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mc 12,17). Por un lado, recuerda las obligaciones de todo ciudadano ante el Estado: admite que se debe pagar el tributo, ya que la imagen presente en la moneda es del César. Sin embargo, también señala la responsabilidad de todo hombre ante Dios, pues en nuestro corazón y en nuestra alma está impresa la imagen divina. El dilema que pretenden plantear los jefes de Israel, por tanto, es solo aparente.
San Josemaría, en este mismo sentido, recordaba con frecuencia que «no hay –no existe– una contraposición entre el servicio a Dios y el servicio a los hombres; entre el ejercicio de nuestros deberes y derechos cívicos, y los religiosos; entre el empeño por construir y mejorar la ciudad temporal, y el convencimiento de que pasamos por este mundo como camino que nos lleva a la patria celeste»[1]. Sucede, en realidad, lo contrario: los dos ámbitos, cuando son vividos de manera ordenada, se alimentan mutuamente. Dar gloria a Dios nos llevará a cuidar del mundo que ha salido de sus manos y que nos ha dado en heredad; al mismo tiempo, al trabajar por un mundo más justo, codo a codo con los demás ciudadanos, es en donde nos podemos unir al trabajo de Dios.
«AL CÉSAR lo que es del César». San Josemaría repetía con frecuencia que los cristianos trabajamos en este mundo con los pies en la tierra y la cabeza en el cielo. En este sentido, señalaba a sus hijos que «cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios»[2]. En los deberes y en las obligaciones con la sociedad el cristiano encuentra su camino de santidad; estamos llamados a contribuir con nuestro trabajo a que el mundo sea un lugar mejor, a vivificar con la luz de Cristo todos los ambientes y profesiones de la tierra.
«Todas las cosas son vuestras, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios» (1 Cor 3,22-23), explicaba san Pablo. «Ante esta realidad –escribió el prelado del Opus Dei– nos alegramos con las alegrías de los demás, disfrutamos de todas las cosas buenas que nos rodean y nos sentimos interpelados por los desafíos de nuestro tiempo»[3]. Muchas personas, a causa de las situaciones de guerra y pobreza en diversos lugares, atraviesan momentos de sufrimiento y de gran necesidad. Las palabras de san Pablo son una invitación a hacer nuestros los retos del mundo, empezando por aquellos que tenemos más a la mano: una situación familiar dolorosa, un conflicto laboral, la fatiga que supone alentar a otros en un proyecto que se encalla, u otras tantas situaciones que forman parte de nuestro horizonte inmediato.
Todos podemos contribuir a aliviar los problemas de nuestro tiempo y de nuestro entorno. Por la comunión de los santos, sabemos que podemos sostenernos mutuamente a través de la oración y de los sacramentos. Además, con nuestros propios talentos podemos pasar a la acción y mejorar, en la medida de nuestras posibilidades, la vida de las personas necesitadas que pasan a nuestro lado. «En medio de crisis y tempestades, el Señor nos interpela y nos invita a despertar y activar esta solidaridad capaz de dar solidez, apoyo y un sentido a estas horas en las que todo parece naufragar. Que la creatividad del Espíritu Santo pueda animarnos a generar nuevas formas de hospitalidad familiar, de fraternidad fecunda y de solidaridad universal»[4].
«A DIOS lo que es de Dios». Después de recordar la licitud de pagar el tributo al César, Jesús subraya una realidad mucho más profunda: somos de Dios. Las relaciones que entablamos en una sociedad son importantes, forman parte de nuestra personalidad y de las alegrías y afanes de la vida. Pero el Señor recuerda que, más profundamente, hemos sido creados a imagen divina. «Si en las monedas romanas estaba impresa la imagen del César y por eso a él se le debían dar, en el corazón del hombre está la huella del Creador, único Señor de nuestra vida. Por tanto, la auténtica laicidad no es prescindir de la dimensión espiritual, sino reconocer que precisamente esta dimensión, radicalmente, es garante de nuestra libertad y de la autonomía de las realidades terrenas, gracias a los dictados de la Sabiduría creadora que la conciencia humana sabe acoger y realizar»[5].
Es Dios quien nos ha dado todo lo que somos. Por eso podemos vivir nuestro día a día «en el reconocimiento de nuestra pertenencia fundamental y en el reconocimiento de corazón hacia nuestro Padre, que crea a cada uno de nosotros de forma singular, irrepetible, pero siempre según la imagen de su Hijo amado»[6]. Sabernos dependientes de Dios no nos hace menos humanos, ni debilita nuestras relaciones, más bien nos desvela otra realidad: al sabernos hijos queridísimos del Creador descubrimos nuestra dignidad más alta, lo que nos lleva a comprendernos como hermanos. Además, los cristianos, cuando nos comprometemos con las realidades terrenas, estamos restituyendo a Dios lo que le pertenece: así podemos mirar siempre con esperanza el futuro y responder con empuje a los desafíos de nuestro tiempo.
Podemos pedir a la Virgen María que, con la ayuda de Dios, hagamos del mundo un lugar mejor, tal como ella lo hizo en su hogar y en Nazaret.