Evangelio (Mc 3,20-35)
Entonces llegó a casa; y se volvió a juntar la muchedumbre, de manera que no podían ni siquiera comer. Se enteraron sus parientes y fueron a llevárselo porque decían que había perdido el juicio.
Y los escribas que habían bajado de Jerusalén decían:
–Tiene a Beelzebul, y expulsa los demonios por el príncipe de los demonios.
Y convocándolos les decía con parábolas:
–¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás? Si un reino está dividido en su interior, ese reino no puede sostenerse; y si una casa está dividida en su interior, esa casa no podrá sostenerse. Y si Satanás se levanta contra sí mismo, entonces se encuentra dividido y no puede sostenerse, sino que ha llegado su fin. Pues nadie puede entrar en la casa de uno que es fuerte y arrebatarle sus bienes, si antes no ata al que es fuerte. Solo entonces podrá arrebatarle su casa.
En verdad os digo que todo se les perdonará a los hijos de los hombres: los pecados y cuantas blasfemias profieran; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo jamás tendrá perdón, sino que será reo de delito eterno.
Porque ellos decían:
–Tiene un espíritu impuro.
Vinieron su madre y sus hermanos y, quedándose fuera, enviaron a llamarlo. Y estaba sentada a su alrededor una muchedumbre, y le dicen:
–Mira, tu madre, tus hermanos y tus hermanas te buscan fuera.
Y, en respuesta, les dice:
–¿Quién es mi madre y quiénes mis hermanos?
Y mirando a los que estaban sentados a su alrededor, dice:
–Estos son mi madre y mis hermanos: quien hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre.
PARA TU RATO DE ORACION
DESPUÉS de haber sido engañados por la serpiente, Adán y Eva se dieron cuenta de que estaban desnudos. En cuanto supieron que Dios se acercaba, se ocultaron de su presencia. El Señor, entonces, «llamó al hombre y le dijo: “¿Dónde estás?”. Este contestó: “Oí tu voz en el jardín y tuve miedo porque estaba desnudo; por eso me oculté”. Dios le preguntó: “¿Quién te ha indicado que estabas desnudo? ¿Acaso has comido del árbol del que te prohibí comer?”. El hombre contestó: “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí”» (Gn 3,9-12). Llama la atención el cambio en la actitud de Adán. Poco antes, al ver por primera vez a Eva, había exclamado: «Esta sí es hueso de mis huesos, y carne de mi carne» (Gn 2,23). Ahora, en cambio, hace ver que no tiene nada que ver con ella. Ya no es «carne de mi carne», sino que parece una imposición de Dios: «La mujer que me diste por compañera». Al mismo tiempo, no asume la responsabilidad de la desobediencia, sino que descarga sobre Eva la culpa de su error: «Me dio del árbol y comí».
El primer efecto del pecado es la esclavitud: quien peca «se ha hecho esclavo de aquello por lo que se ha decidido, y se ha decidido por lo peor, por la ausencia de Dios»[1]. De ahí que el pecado suponga una ruptura con el Señor y con las personas que nos rodean. Esto es lo que ocurrió con Adán. El pecado le acabó alejando de aquellos a quienes más quería. Tiene miedo de Dios, y por eso se oculta de su presencia; mira con desconfianza a Eva, y por eso le echa la culpa y se desentiende de ella. Al pecar, cada uno de nosotros se aleja de la felicidad para la que habíamos sido creados y queda dañada la armonía con Dios, con nosotros mismos y con las personas que más nos importan.
San Josemaría consideraba el pecado como el peor de los males que hay que «temer» y «evitar con la gracia divina»[2], pues nos aparta de la felicidad que nos da la relación con el Señor y los demás. «Reciamente, con sinceridad, hemos de sentir –en el corazón y en la cabeza– horror al pecado grave. Y también ha de ser nuestra la actitud, hondamente arraigada, de abominar del pecado venial deliberado, de esas claudicaciones que no nos privan de la gracia divina, pero debilitan los cauces por los que nos llega»[3].
OTRA consecuencia de la esclavitud del pecado es que nos lleva a poner todas nuestras expectativas en las realidades terrenas. Así, se puede llegar a creer que la felicidad consiste exclusivamente en poseer riquezas, acumular placeres y vivir experiencias intensas. Y aunque es cierto que todo esto puede procurar un relativo bienestar, nuestro corazón no se conforma. «Si de verdad dejáis emerger las aspiraciones más profundas de vuestro corazón, os daréis cuenta de que en vosotros hay un deseo inextinguible de felicidad, y esto os permitirá desenmascarar y rechazar tantas ofertas “a bajo precio” que encontráis a vuestro alrededor. Cuando buscamos el éxito, el placer, el poseer en modo egoísta y los convertimos en ídolos, podemos experimentar también momentos de embriaguez, un falso sentimiento de satisfacción, pero al final nos hacemos esclavos, nunca estamos satisfechos, y sentimos la necesidad de buscar cada vez más»[4].
Todo lo que ha salido de las manos de Dios es bueno. Por eso, la vida cristiana no consiste en rechazar esas realidades. De hecho, Jesús disfrutaba de buenos momentos con sus discípulos mientras comía (cfr. Lc 10,38-41), y sabía que el vino era indispensable para amenizar algunos encuentros sociales (cfr. Jn 2,1-12). El mal no está en el alimento o en el placer en sí, sino en nuestra relación con él. Es decir, cuando absolutizamos esos bienes y los vivimos al margen de las dimensiones más importantes de nuestra vida: el trato con Dios, el amor a nuestro cónyuge, las relaciones de amistad, el trabajo, etc. Entonces quizá podemos creer que la riqueza o el placer podrán compensar la felicidad que no encontramos en las facetas más determinantes de nuestra existencia.
«Dios quiere que seamos siempre felices. Él nos conoce y nos ama. Si dejamos que el amor de Cristo cambie nuestro corazón, entonces nosotros podremos cambiar el mundo. Ese es el secreto de la auténtica felicidad»[5]. El Señor nos invita a dirigir nuestra mirada no tanto hacia lo inmediato y que al mismo tiempo es superfluo, sino hacia aquello que nos sacia profundamente: la seguridad de sabernos amados incondicionalmente por él. «Nosotros no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles –escribe san Pablo en la segunda lectura–, sino en las invisibles; pues las visibles son pasajeras, y en cambio las invisibles, eternas» (2Cor 4,18). Cristo nos muestra que es posible no dejarse poseer por esas cosas visibles. Él nos podrá ayudar a ver lo invisible de esas realidades, que también pueden convertirse en ocasión de pensar en los demás y dar gloria a Dios.
DURANTE su paso por la tierra, Jesús mostró su misericordia con todos los hombres. No dudó en perdonar los pecados de todos aquellos que se acercaban a él conscientes de su debilidad. Aunque no pidieran explícitamente el perdón, Cristo sabía leer en sus corazones el arrepentimiento por sus pecados y un deseo de cambiar de vida. De este modo, Dios manifestaba que los propios errores dejaban de ser un obstáculo a la hora de tratarle: podían ser ocasión de avivar la fe, si se reconocían con humildad y se confiaba en la misericordia divina. Hoy en día, cada vez que acudimos al sacramento de la Confesión, Jesús vuelve a limpiar nuestra alma y nos da su gracia para recomenzar.
Hay un pecado, sin embargo, que el Señor dijo que no podrá ser perdonado: «En verdad os digo que todo se les perdonará a los hijos de los hombres: los pecados y cuantas blasfemias profieran; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo jamás tendrá perdón, sino que será reo de delito eterno» (Mc 3,28-29). Se trata de una actitud en la que habían caído algunos escribas. Como atribuían al demonio las obras buenas que Jesús realizaba, rechazaban abiertamente la salvación que ofrecía. Por eso este pecado no tendrá perdón: no porque Dios no pueda perdonar todos los pecados, sino porque esos hombres, en su obcecación, rechazaron y despreciaron las gracias del Espíritu Santo. De algún modo, se negaron a acogerse a la misericordia divina y reivindicaron un «derecho a perseverar en el mal»[6].
Una actitud así quizá puede darse al considerar nuestros pecados. Después de muchos años luchando por ser santos, quizá tenemos la impresión de que retrocedemos más que avanzamos. A pesar de nuestros buenos deseos, sentimos flaquear nuestras fuerzas y creemos que llegará un momento en que Dios se cansará de concedernos su perdón. En esto consiste la desesperanza: en bajar los brazos porque creemos que hemos agotado la misericordia divina. Pero el amor del Señor no depende de si nos lo hemos ganado o no: su deseo de atraernos hacia sí no disminuye; su amor gratuito no conoce límites. «Este es el corazón indestructible de nuestra esperanza, el núcleo candente que sostiene la existencia: más allá de nuestras cualidades y de nuestros defectos, más fuerte que las heridas y los fracasos del pasado, que los miedos y la preocupación por el futuro, se encuentra esta verdad: somos hijos amados»[7]. La Virgen María, nuestra esperanza, nos hace llegar a cada uno el amor incondicional que nos tiene su hijo Jesús.