Evangelio (Mc 5,1-43)
Y tras cruzar de nuevo Jesús en la barca hasta la orilla opuesta, se congregó una gran muchedumbre a su alrededor mientras él estaba junto al mar.
Viene uno de los jefes de la sinagoga, que se llamaba Jairo. Al verlo, se postra a sus pies y le suplica con insistencia diciendo:
— Mi hija está en las últimas. Ven, pon las manos sobre ella para que se salve y viva.
Se fue con él, y le seguía la muchedumbre, que le apretujaba.
Y una mujer que tenía un flujo de sangre desde hacía doce años, y que había sufrido mucho a manos de muchos médicos y se había gastado todos sus bienes sin aprovecharle de nada, sino que iba de mal en peor, cuando oyó hablar de Jesús, vino por detrás entre la muchedumbre y le tocó el manto –porque decía: “Con que toque sus ropas, me curaré”–.
Y de repente se secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que estaba curada de la enfermedad. Y al momento Jesús conoció en sí mismo la fuerza salida de él y, vuelto hacia la muchedumbre, decía:
– ¿Quién me ha tocado la ropa?
Y le decían sus discípulos:
– Ves que la muchedumbre te apretuja y dices: “¿Quién me ha tocado?”.
Y miraba a su alrededor para ver a la que había hecho esto. La mujer, asustada y temblando, sabiendo lo que le había ocurrido, se acercó, se postró ante él y le dijo toda la verdad. Él entonces le dijo:
– Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu dolencia.
Todavía estaba él hablando, cuando llegan desde la casa del jefe de la sinagoga, diciendo:
— Tu hija ha muerto, ¿para qué molestas ya al Maestro?
36 Jesús, al oír lo que hablaban, le dice al jefe de la sinagoga:
— No temas, tan sólo ten fe.
Y no permitió que nadie le siguiera, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago.
Llegan a la casa del jefe de la sinagoga, y ve el alboroto y a los que lloraban y a las plañideras. Y al entrar, les dice:
– ¿Por qué alborotáis y estáis llorando? La niña no ha muerto, sino que duerme.
Y se burlaban de él. Pero él, haciendo salir a todos, toma consigo al padre y a la madre de la niña y a los que le acompañaban, y entra donde estaba la niña. Y tomando la mano de la niña, le dice:
– Talitha qum, que significa: “Niña, a ti te digo, levántate”.
Y enseguida la niña se levantó y se puso a andar, pues tenía doce años. Y quedaron llenos de asombro. Les insistió mucho en que nadie lo supiera, y dijo que le dieran a ella de comer
PARA TU RATO DE ORACION
EN ALGUNAS ocasiones el Evangelio muestra ciertos detalles de la vida de las personas que fueron curadas por Jesús. Es decir, no se limita a contar simplemente el milagro, sino que relata su situación previa para que el lector pueda hacerse cargo de su problema. Uno de esos pasajes es el de la hemorroísa (cfr. Mc 5,25-34). San Marcos explica que se trataba de «una mujer que tenía un flujo de sangre desde hacía doce años» (Mc 5,25). Este dato nos permite intuir su sufrimiento. Además del dolor físico que supondría, la dignidad de esta mujer se encontraba profundamente lastimada. La sociedad le consideraba impura, por lo que no podía vivir como una más. Era una descartada. Probablemente se vería obligada a asentarse en las afueras de las ciudades y a frecuentar lugares donde no la conocieran para disimular su estado. Se encontraría, por tanto, alejada de sus seres queridos.
San Marcos ofrece otro detalle: «Había sufrido mucho a manos de muchos médicos y se había gastado todos sus bienes sin aprovecharle de nada, sino que iba de mal en peor» (Mc 5,26). El drama de esta mujer se acentúa por la desesperanza. Se había ilusionado con remedios humanos que le prometían mejoras inmediatas, pero su situación estaba empeorando. Ya no solo carecía de salud, sino que había perdido los últimos recursos materiales que le quedaban. Por eso, es fácil suponer que, después de tantos años buscando alternativas, aquella mujer se encontraba a punto de rendirse. Quizá pensaría que había llegado el momento de resignarse a una existencia amarga y solitaria.
La historia de esta persona representa la de muchas otras hoy en día que también experimentan el dolor y la soledad y que no encuentran ninguna solución satisfactoria a sus problemas. La hemorroísa, sin embargo, supo recuperar la ilusión por curarse «cuando oyó hablar de Jesús» (Mc 5,27). Esta vez su esperanza no se fundaba en otra terapia más. Su salvación no dependería solamente de la acción humana, sino de su fe en la fuerza del Mesías. La actitud de esta mujer nos puede ayudar a poner nuestra confianza en Cristo cuando nuestra fragilidad nos haga ver la realidad con pesimismo. «En momentos de agotamiento, de hastío, acude confiadamente al Señor, diciéndole, como aquel amigo nuestro: “Jesús: Tú verás lo que haces…: antes de comenzar la lucha, ya estoy cansado”. –Él te dará su fuerza»[1].
AL ENTERARSE de que Jesús estaba cerca, la hemorroísa hizo un razonamiento rápido: «Con que toque su ropa, me curaré» (Mc 5,28). Aunque aparentemente se trataba de un gesto sencillo, en realidad tenía su complicación. La gente que rodeaba al Señor era muy numerosa. Llegar hasta él implicaba entrar en medio de la muchedumbre y, por tanto, desde el punto de vista legal les transmitiría su impureza. Si alguno de los presentes la conocía y la descubría, probablemente sería castigada. Pero aquella mujer sabía que solo Jesús podía salvarla. Por eso, se acercó a él discretamente, desde atrás, y, en cuanto tocó el manto, «se secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que estaba curada de la enfermedad» (Mc 5,29).
Dios, al hacerse hombre, ha entrado en contacto con nuestra realidad. Y el amor que él nos tiene no es algo abstracto, sino que se manifiesta de forma concreta. La hemorroísa no se cura solo por una fe general en la fuerza divina, sino porque la demuestra con una obra precisa: tocar el manto de Cristo. «Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva»[2]. Esto fue lo que le ocurrió a la mujer: tocar físicamente a Jesús acabó con la fuente de sus males y transformó por completo su existencia.
Jesús sale a nuestro encuentro de diferentes maneras. Podemos tocar al Señor en la oración, en las obras de misericordia, en el trabajo, en nuestras relaciones… En cada uno de esos momentos podemos sentir su cercanía y confiarle, como la hemorroísa, nuestra debilidad. Especialmente en los sacramentos entramos en contacto directo con él. A través de esos signos sensibles, accesibles a nuestra humanidad, Cristo actúa y nos comunica su gracia con palabras y acciones bien concretas. «¿Quiénes somos, para estar tan cerca de él? –se preguntaba san Josemaría– Como a aquella pobre mujer entre la muchedumbre, nos ha ofrecido una ocasión. Y no para tocar un poquito de su vestido, o un momento el extremo de su manto, la orla. Lo tenemos a él. Se nos entrega totalmente, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad. Lo comemos cada día, hablamos íntimamente con él, como se habla con el padre, como se habla con el Amor. Y esto es verdad. No son imaginaciones»[3].
LA MUJER pensó que había pasado desapercibida. Se había curado sin que nadie lo notase. No obstante, Jesús supo que algo había ocurrido, pues notó «la fuerza salida de él». Y dirigiéndose a la muchedumbre, preguntó: «¿Quién me ha tocado la ropa?». Los apóstoles entonces dieron una repuesta llena de sentido común: «Ves que la muchedumbre te apretuja y dices: “¿Quién me ha tocado?”» (Mc 5,30-31). Efectivamente, eran muchas las personas que habían entrado en contacto con Jesús, pero solamente una fue curada. Cristo quiere conocer, de entre todos los presentes, a aquel que se ha acercado con fe; no con afán de curiosidad, sino con el deseo y la seguridad de recibir de Jesús una gracia que le salvaría.
«La mujer, asustada y temblando, sabiendo lo que le había ocurrido, se acercó, se postró ante él y le dijo toda la verdad» (Mc 5,33). En ese momento Jesús realiza el segundo milagro. «Él sabe qué ha ocurrido y busca el encuentro personal con ella, lo que deseaba en el fondo la misma mujer. Esto significa que Jesús no solo la acoge, sino que la considera digna de tal encuentro hasta el punto de donarle su palabra y su atención»[4]. Cristo quiere escuchar su propia historia para poder iluminar sus miedos y desilusiones. No se conforma con devolverle la salud, sino que quiera que ella sepa comunicar su experiencia y sus sentimientos, su dolor y su soledad. Y así, lo que antes fue motivo de sufrimiento y de vergüenza, se convierte ahora en la historia de su salvación, en el camino que le ha sacado del anonimato y ha propiciado el encuentro con él.
«Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu dolencia» (Mc 5,34). Con su milagro, Jesús no solo restituyó la condición física a la mujer, sino que le devolvió su dignidad. «La salvación asume múltiples connotaciones: ante todo devuelve la salud a la mujer; después la libera de las discriminaciones sociales y religiosas; además, realiza la esperanza que ella llevaba en el corazón anulando sus miedos y sus angustias; y por último, la restituye a la comunidad liberándola de la necesidad de actuar a escondidas»[5]. La Virgen María nos podrá ayudar a acercarnos a su hijo con la fe de la hemorroísa y con el deseo de entablar una relación auténtica con él.