Evangelio (Mt 6,7-15)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Al orar no empleéis muchas palabras como los gentiles, que piensan que por su locuacidad van a ser escuchados. Así pues, no seáis como ellos, porque bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis. Vosotros, en cambio, orad así:
Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu voluntad, como en el cielo, también en la tierra; danos hoy nuestro pan cotidiano; y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores; y no nos pongas en tentación, sino líbranos del mal.
Porque si les perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados”.
PARA TU RATO DE ORACIÓN
«¡QUÉ GLORIOSO fuiste, Elías, con tus prodigios! ¿Quién puede jactarse de ser como tú? ¡Dichosos los que te vieron y los que han muerto en tu amistad» (Sir 48,4.11). El libro del Sirácide canta las alabanzas del «profeta Elías, semejante al fuego, cuya palabra quemaba como una antorcha» (Sir 48,1); y también las del profeta Eliseo, pues «apenas fue envuelto Elías en el torbellino, Eliseo fue llenado de su espíritu. En su vida no tembló ante príncipes, y nadie pudo dominarle. No hubo nada que le superase. En vida realizó prodigios, y tras su muerte sus obras fueron maravillosas» (Sir 48,13-15).
Ante ejemplos tan deslumbrantes, podríamos pensar que la verdadera santidad es un ideal lejano, improponible para personas corrientes. Sin embargo, el mismo libro de la Escritura afirma con claridad que «también nosotros alcanzaremos sin duda la vida» (Sir 48,12): albergaremos esa vida sobrenatural, esa vida de Dios que es la santidad. De san Josemaría aprendemos precisamente que «la santidad es el contacto profundo con Dios: es hacerse amigo de Dios, dejar obrar al Otro, el Único que puede hacer realmente que este mundo sea bueno y feliz. Cuando Josemaría Escrivá habla de que todos los hombres estamos llamados a ser santos –comentaba el entonces cardenal Ratzinger–, me parece que en el fondo está refiriéndose a su personal experiencia, porque nunca hizo por sí mismo cosas increíbles, sino que se limitó a dejar obrar a Dios. Y por eso ha nacido una gran renovación, una fuerza de bien en el mundo, aunque permanezcan presentes todas las debilidades humanas»1.
Por la misericordia de Dios, cada uno de nosotros formamos parte de esa «gran renovación», de esa «fuerza de bien en el mundo»: hemos sido llamados a ser santos en lo ordinario, pero santos de altar.
DIOS QUIERE hacer cosas grandes a través de nosotros. Para eso solamente nos pide que, «con delicadeza de enamorados»2, cuidemos nuestra unión con él . Y el secreto para mantener viva esa relación en la que se fragua nuestra santidad es la oración. «El santo es una persona con espíritu orante, que necesita comunicarse con Dios (...). No creo en la santidad sin oración (...). Esto no es solo para pocos privilegiados, sino para todos, porque todos tenemos necesidad de este silencio penetrado de presencia adorada. La oración confiada es una reacción del corazón que se abre a Dios frente a frente, donde se hacen callar todos los rumores para escuchar la suave voz del Señor que resuena en el silencio. En ese silencio es posible discernir, a la luz del Espíritu, los caminos de santidad que el Señor nos propone»3.
Jesús nos enseña precisamente cómo es la oración que agrada a Dios: «Al orar, no empleéis muchas palabras como los gentiles, que piensan que por su locuacidad van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis. Vosotros, en cambio, orad así…» (Mt 6,7-9); y nos enseña Jesús las palabras del Padrenuestro, «resumen de todo el Evangelio»4 y «corazón de las Sagradas Escrituras»5. «La oración dominical es la más perfecta de las oraciones –enseña santo Tomás de Aquino. (...) En ella, no sólo pedimos todo lo que podemos desear con rectitud, sino además según el orden en que conviene desearlo. De modo que esta oración no sólo nos enseña a pedir, sino que también llena toda nuestra afectividad»6.
Jesús quiere que sintamos muy viva la fuerza de nuestra filiación, lo grande que es el amor de Dios Padre por cada uno de nosotros. Por eso, nos anima a dirigirnos a Dios con confianza de hijos: la conciencia viva de nuestra filiación nos hace estar seguros ante cualquier circunstancia, y nos permite lanzarnos a la aventura.
«TU VIDA –decía san Josemaría– ha de ser oración constante, diálogo continuo con el Señor: ante lo agradable y lo desagradable, ante lo fácil y lo difícil, ante lo ordinario y lo extraordinario... En todas las ocasiones, ha de venir a tu cabeza, enseguida, la charla con tu Padre Dios, buscándole en el centro de tu alma»7.
Si a veces no sabemos por dónde empezar, nos puede ayudar pensar que a Dios Padre llegamos siempre en unión con Jesucristo, por él y en él. Por eso, nuestra oración puede consistir sencillamente en repetir el nombre de Jesús: «La invocación del santo Nombre de Jesús es el camino más sencillo de la oración continua –nos dice el Catecismo–. Repetida con frecuencia por un corazón humildemente atento, no se dispersa en “palabrerías” (Mt 6,7), sino que “conserva la Palabra y fructifica con perseverancia” (cfr. Lc 8,15). Es posible “en todo tiempo” porque no es una ocupación al lado de otra, sino la única ocupación, la de amar a Dios, que anima y transfigura toda acción en Cristo Jesús»8.
Invocar el nombre de Jesús, repetirlo, saborearlo, es una oración bonita y sencilla, que guarda una fuerza insospechada. Por eso, san Josemaría nos animaba: «Pierde el miedo a llamar al Señor por su nombre —Jesús— y a decirle que le quieres»9. Santa María fue la primera a la que se anunció el nombre de Jesús, y desde ese mismo momento en que comenzó a llevar a su hijo en su seno, lo repetiría con infinito afecto, como consideraba en su corazón todas las cosas (cfr. Lc 2,19).