Evangelio (Mt 10, 24-33)
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos “No está el discípulo por encima del maestro, ni el siervo por encima de su amo. Ya le basta al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su amo. Si al dueño de la casa le han llamado Beelzebul, ¡cuánto más a sus criados! «No les tengáis miedo. Pues no hay nada encubierto que no llegue a descubrirse, ni oculto que no llegue a saberse. Lo que os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde la azotea.
«No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna. ¿No se venden dos pajarillos por un céntimo? Pues bien, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre.
En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos. «Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos.
PARA TU RATO DE ORACION
DURANTE su paso por la tierra, Jesús conoció a mucha gente sencilla que le decía con sinceridad lo que llevaba en su corazón. Sin embargo, también se encontró con otros que no manifestaban el mismo amor por la verdad; quizá realizaban obras buenas, pero sus intenciones no siempre eran las más rectas. Por eso, en una ocasión el Señor exclamó: «Nada hay oculto que no vaya a ser descubierto, ni secreto que no llegue a saberse» (Mt 10,26).
Cristo sabe perfectamente cómo somos. Para él no hay un maquillaje que disimule nuestros defectos o ensalce nuestras virtudes: él quiere que nuestro trato con él esté marcado por la sinceridad. Así es como el salmista, modelo de oración para nosotros los cristianos, se dirige a Dios: «Tú me examinas y me conoces. Tú sabes cuándo me siento y me levanto. Penetras desde lejos mis pensamientos. Camine o descanse, tú lo adviertes; todas mis sendas te son familiares» (Sal 139,1-4).
Todas nuestras luchas y nuestros esfuerzos le resultan familiares al Señor. Incluso en nuestros tropiezos podemos conservar la paz, porque el Señor conoce las intenciones más profundas de nuestro corazón. Por eso, san Josemaría procuraba ponernos en guardia frente a la posibilidad de tener miedo de mirarnos tal como somos delante de Dios: «¿Un medio para ser franco y sencillo?... Escucha y medita estas palabras de Pedro: «Domine, Tu omnia nosti...» –Señor, ¡Tú lo sabes todo!»[1]. Nada nos da más paz que esta cercanía de Dios, a quien no se le escapa ni nuestra más pequeña intención de amor.
La SINCERIDAD en el trato con Dios nos lleva a conocernos en profundidad, a saber cómo es nuestra personalidad y nuestro modo de ser, con sus posibilidades para servir a los demás y sus limitaciones. «Has entendido en qué consiste la sinceridad –apuntaba san Josemaría– cuando me escribes: “estoy tratando de acostumbrarme a llamar a las cosas por su nombre y, sobre todo, a no buscar apelativos para lo que no existe”»[2].
Escribe el apóstol san Juan que «si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros» (1 Jn 1,8). En efecto, es difícil encontrar a alguien que afirme no tener defectos y que asegure que no se equivoca nunca. «Pero aquí hay una cosa que nos puede engañar: diciendo “todos somos pecadores”, como quien dice “buenos días”, como algo habitual o social, no tenemos una verdadera conciencia del pecado»[3]. Cuando se nos mete esta velada rutina, puede resultar más complicado admitir las faltas puntuales y mostrarnos necesitados. Pero san Juan añade que precisamente en ese reconocimiento sincero encontramos el perdón y la ayuda de Dios para purificarnos (cfr. 1 Jn 1,9).
La sinceridad lleva a la concreción. El pecado no es algo abstracto, sino una realidad que tiene manifestaciones específicas en el día a día. En nuestro diálogo con Dios podemos dar nombre a las actitudes que nos alejan de él y de los demás, y en muchas ocasiones esto se podrá traducir en propósitos que alimentarán nuestra lucha por la santidad. Podemos pedir al Señor la sabiduría de lo concreto, para que sepamos ser sinceros con nosotros mismos y así amar cada día mejor a Dios y a quienes nos rodean.
A LA HORA de conocernos a nosotros mismos, podemos encontrar cierta dificultad por la falta de perspectiva. La sabiduría popular expresa esta realidad con un refrán: «El médico mal se cura a sí mismo». Por el pecado, o simplemente por falta de distancia suficiente, a veces los juicios sobre nosotros mismos no son del todo certeros: nos falta el espacio para valorar con calma y serenidad cómo recorrer determinadas etapas de la vida. Por eso, Dios pone a nuestro lado personas que pueden iluminar ciertas partes del camino. Cuando hablamos de nuestra vida con alguien que se ha ganado nuestra confianza, se establece «una de las formas de comunicación más hermosas e íntimas. (...) Esto permite descubrir cosas desconocidas hasta ese momento, pequeñas y sencillas, pero, como dice el Evangelio, es precisamente de las cosas pequeñas que nacen las cosas grandes»[4].
En la dirección espiritual encontramos el acompañamiento de una persona que, a veces con su sola presencia, y otras con la sabiduría de su experiencia, nos puede ayudar a conocer mejor a Dios y a nosotros mismos. San Josemaría daba un pequeño consejo para esas conversaciones: «Al abrir tu alma, cuenta en primer lugar lo que no querrías que se supiera. Así el diablo resulta siempre vencido. ¡Abre tu alma con claridad y sencillez, de par en par, para que entre –hasta el último rincón– el sol del Amor de Dios!»[5].
La ayuda de la dirección espiritual no siempre se traducirá en sugerencias concretas para abordar un problema. En ocasiones encontraremos luz con el mero hecho de ser sinceros, de poner palabras a una preocupación y de reconocer con humildad que necesitamos ayuda. Anotaba también san Josemaría, tras la experiencia de varios años de acompañar y de ser acompañado espiritualmente: «Abriste sinceramente el corazón a tu Director, hablando en la presencia de Dios..., y fue estupendo comprobar cómo tú solo ibas encontrando respuesta adecuada a tus intentos de evasión»[6]. Podemos pedir a María que nos alcance de Dios esa sinceridad con Dios, con nosotros mismos y con los demás, que nos haga almas cada vez más sencillas.