Evangelio (Mt 11,28-30)
Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera.
PARA TU RATO DE ORACIÓN
JESÚS sabe que necesitamos descansar. Por eso, en una ocasión dijo a los apóstoles: «Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28). El mismo Dios experimentó el cansancio y, por tanto, la necesidad de recuperar las fuerzas. A san Josemaría le gustaba contemplar este aspecto de la humanidad del Señor: «Cuando nos cansemos –en el trabajo, en el estudio, en la tarea apostólica–, cuando encontremos cerrazón en el horizonte, entonces, los ojos a Cristo: a Jesús bueno, a Jesús cansado, a Jesús hambriento y sediento. ¡Cómo te haces entender, Señor! ¡Cómo te haces querer!»[1].
Durante las temporadas de intensa actividad, Jesús animaría a los discípulos a no dejarse llevar por el activismo, a no juzgar todo en términos de utilidad, a no pensar que todo dependía de lo que hacían: ir de prisa de un lugar a otro, estar siempre atareados… De ahí la invitación a descansar, pero no de cualquier manera, sino acudiendo a él. «No se trata solo de descanso físico, sino también de descanso del corazón. Porque no basta “desconectar”, es necesario descansar de verdad. ¿Y esto cómo se hace? Para hacerlo, es preciso regresar al corazón de las cosas: detenerse, estar en silencio, rezar»[2].
Puede ocurrir, incluso, que la presión por ser productivos solo desde el punto de vista humano se traslade también a los periodos de descanso. Queremos realizar tantas cosas durante ese tiempo que, al final, podemos acabar incluso más agotados que antes. Quizá hay personas que en cambio tienden a buscar un descanso en sentido opuesto, tratando de no organizar más que lo imprescindible. En cualquier caso, Jesús propone un descanso que lleva a mirar, con recogimiento, nuestro corazón en su presencia para sacar brillo a los ideales que mueven nuestro día a día. Ese silencio «es capaz de abrir un espacio interior en lo más íntimo de nosotros mismos, para hacer que allí habite Dios, para que su Palabra permanezca en nosotros, para que el amor a él arraigue en nuestra mente y en nuestro corazón, y anime nuestra vida»[3]. Y ese descanso está a nuestro alcance en cualquier momento del año.
HAY MOMENTOS de la vida que pueden resultar especialmente desgastantes. Estos normalmente ocurren cuando, a las exigencias normales del día a día, se añaden otras más extraordinarias que también requieren nuestro tiempo y dedicación: la enfermedad de un ser querido, el nacimiento de un nuevo hijo, proyectos complejos que hay que cerrar, un contratiempo económico… Todo esto, si se alarga, hace necesario defender modos de descanso, aunque sean pequeños, para evitar que el desgaste se convierta en un problema mayor: hacer deporte, leer, escuchar música, dedicar tiempo a una afición, disfrutar de la compañía de los demás, etc.
Una buena manera de descansar es aprender a no agotarse. Para eso a veces será necesario dejar momentáneamente en manos de otros la primera línea del frente en alguna tarea, aunque pueda costarnos. Esto no implica falta de esfuerzo: significa simplemente reconocer los propios límites, y también, a veces, desprenderse un poco de los resultados de nuestro trabajo. Dios quiere que nos gastemos por amor, no que nos desgastemos de modo que el amor se extinga por derrumbe del edificio, como sucede a la casa construida sobre arena (cfr. Mt 7,24-27). Escribía san Josemaría: «Decaimiento físico. –Estás... derrumbado. –Descansa. Para esa actividad exterior. –Consulta al médico. Obedece, y despreocúpate. –Pronto volverás a tu vida y mejorarás, si eres fiel, tus apostolados»[4].
«No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy», aconseja la sabiduría popular. Aunque esta frase tiene su parte de verdad, pues nos invita a ser diligentes y a no retrasar nuestros trabajos, también conviene leerla al revés: «Deja para mañana lo que no puedas hacer hoy». Es decir, no cargues hoy más de lo que puedes hacer. El libro de la Sabiduría también expresa esta máxima: «Hijo, no te ocupes de muchos asuntos; si te desbordan, no estarás falto de culpa; por más que corras no los alcanzarás, y aunque huyas no te podrás escapar de ellos» (Si 11,10). En este sentido, san Josemaría también comentaba: «A mí siempre me quedan cosas para el día siguiente. Hemos de llegar a la noche, después de un día lleno de trabajo, con faena de sobra para la siguiente jornada. Hemos de llegar a la noche cargados, como borriquillos de Dios»[5].
UNO de los signos más frecuentes del cansancio es que las limitaciones de nuestro carácter se suelen hacer más evidentes. De algún modo es como si las defensas de nuestra personalidad se debilitaran y actuamos de una manera que quizá puede extrañar a los demás. Por ejemplo, una persona que suele ser optimista, de pronto reacciona con cierta apatía, o alguien que es habitualmente manso, responde con una brusquedad que no es habitual.
En esos momentos, en los que la vista se nubla un poco, una mano amiga nos puede ayudar a conocernos y a leer los signos del cansancio, para entonces descansar antes de agotarnos. San Josemaría aconsejaba así a una persona que pasaba por momentos de este tipo: «–¿Que te da todo igual? –No quieras engañarte (…) No te da todo igual: es que no eres incansable..., y necesitas más tiempo para ti: tiempo que será también para tus obras, porque, a última hora, tú eres el instrumento»[6].
Una muestra de amistad es ayudar a los demás, enseñarles con simpatía –sin condescendencia, poniéndose a su lado–, a decir que no a ciertas peticiones, sin cargarse por ello de remordimientos; a descartar proyectos que se les puedan ocurrir, si no es realista acometerlos; a aplicar la proporcionalidad y dejar quizá algunas cosas menos acabadas de lo que querrían; a ver que, más allá de lo que tienen entre manos en ese momento, o de los nuevos frentes que se les ocurren, está su deber de reponer fuerzas. Podemos pedir a la Virgen María que sepamos descansar y hacer descansar a los demás, para poder vivir así con la alegría de servir a su Hijo.