Evangelio (Mt 13, 31-35)
Les propuso otra parábola:
—El Reino de los Cielos es como un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo; es, sin duda, la más pequeña de todas las semillas, pero cuando ha crecido es la mayor de las hortalizas, y llega a hacerse como un árbol, hasta el punto de que los pájaros del cielo acuden a anidar en sus ramas.
Les dijo otra parábola:
—El Reino de los Cielos es como la levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina, hasta que fermentó todo.
Todas estas cosas habló Jesús a las multitudes con parábolas y no les solía hablar nada sin parábolas, para que se cumpliese lo dicho por medio del Profeta:
Abriré mi boca con parábolas,
proclamaré las cosas que estaban ocultas
desde la creación del mundo.
PARA TU RATO DE ORACION
JESÚS no puede caminar cerca de la aldea donde viven sus amigos sin pasar a visitarlos. La espontaneidad con la que el evangelista Lucas nos narra la escena subraya esa profunda confianza que existía entre el Señor y los tres hermanos de Betania: Marta, María y Lázaro. No hacía falta que anunciara su llegada; ni siquiera era necesario que se preocupara de llevar algún regalo. Sabía que siempre era bienvenido y que sus amigos se alegraban con su presencia y con la posibilidad de manifestarle su cariño. El evangelio nos dice que Marta recibió a Jesús al llegar a la casa. Es fácil imaginarse la emoción que le debió de invadir cuando vio llegar al Maestro. Pero a esa alegría le acompañaría también cierto nerviosismo. Como buena dueña del hogar, quiere que la estancia de su amigo sea lo más agradable posible, así que rápidamente se pone manos a la obra. Mientras él habla, Marta sigue las costumbres de toda anfitriona: facilita el agua para purificar las manos, dispone un poco de aceite para ungir la cabeza… Al mismo tiempo, se esmera para que los platos lleguen en el momento justo y en que no falte nada. Este es el modo que tiene para expresar su amor al Señor.
Pero la agitación del trabajo quizá empieza a ser más de la esperada. Su estado de ánimo se angustia poco a poco. Mientras sigue realizando los servicios, continúa razonando para sus adentros. Se agobia por no llegar y, en un fácil cálculo, llega a la conclusión de que, si su hermana María la ayudase, todo cambiaría. Ella, por su parte, está sentada a los pies del Señor. Por eso, ante su aparente impasividad, Marta se planta delante de Jesús: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en las tareas de servir? Dile entonces que me ayude» (Lc 10,40). Marta podría haber disimulado su apuro, su desasosiego; podría haberse acercado discretamente a su hermana, procurando que nadie lo notase, y requerir su ayuda. En cambio, ha optado por dirigirse abiertamente al Maestro y se siente «incluso con el derecho de criticar a Jesús»[1]. Pero, a fin de cuentas, esta es también una manifestación más de cercanía con el Señor, pues ante un buen amigo no hay necesidad de camuflar lo que uno piensa. Podemos pedir a santa Marta que nos ayude a tener esa misma familiaridad con Jesús, a mostrarnos tal como somos cuando hablamos con él, aunque a veces esa sea la oportunidad para que el Maestro nos muestre una mejor manera de ordenar nuestra vida.
JESÚS no responde a la frustración de Marta con palabras duras. Conoce su buena intención. Por eso, en señal de especial cariño, se refiere a ella con la repetición de su nombre: «Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. Pero una sola es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada» (Lc 10,41). En ningún momento el Señor le reprocha a Marta no hacer lo que corresponde. Tampoco la invita a sentarse a sus pies, como María, y a olvidarse de los deberes del hogar. ¿Cómo habrían podido comer y descansar del viaje el resto de acompañantes? El cambio que le pidió era, principalmente, interno: le invitaba a vivir sus quehaceres con otra actitud. Marta estaba haciendo muchas cosas, pero se había olvidado de lo más importante: Jesús estaba en su casa y ella quizás no escuchaba sus palabras.
Muchas veces, durante el día, podemos sentirnos desbordados como Marta. Tal vez pensamos que nuestras obligaciones laborales o familiares hacen imposible encontrar el tiempo que nos gustaría para el trato con Dios. Sin embargo, Jesús no nos propone que dejemos de lado nuestros deberes. Como a Marta, nos invita precisamente a encontrar al Señor en esas ocupaciones, a realizar cada tarea sabiendo que el Señor se encuentra siempre en la casa de nuestra alma. De este modo, el trabajo se convierte en un acto de amor constante, un «te quiero» continuo que va más allá de lo que podamos repetir con nuestros labios o con nuestros pensamientos. «Sobran las palabras –señala san Josemaría–, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas»[2].
NO FUERON las obras en sí las que distrajeron a Marta de Jesús. La ilusión santa por ofrecerle una buena y reparadora acogida acabó derivando en la tensión y en la angustia porque no llegaba a todo lo que se había propuesto. Había perdido de vista la finalidad de todas sus acciones. Quizá estaba realizando todos esos detalles de servicio por inercia, como lo haría con cualquier otro invitado. Pero Jesús le anima a no olvidar lo verdaderamente importante: Dios estaba en su casa. No estaba simplemente cumpliendo con su cometido de anfitriona: estaba haciendo descansar al Señor. «El problema no es siempre el exceso de actividades, sino sobre todo las actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que impregne la acción y la haga deseable. De ahí que las tareas cansen más de lo razonable, y a veces enfermen. No se trata de un cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y, en definitiva, no aceptado»[3].
A todos los que deseamos encontrar a Dios en medio del mundo nos puede ocurrir como a Marta. Tenemos muchas cosas entre manos que requieren nuestra atención y nuestro esfuerzo constante. Esto, como es lógico, produce cansancio. Sin embargo, cuando sabemos que todo ese trabajo tiene un sentido más grande del que podemos intuir en un primer momento, es más difícil que esa fatiga pueda quitarnos la paz, porque sabemos que nuestro éxito no es medible con cálculos humanos. En el diálogo personal con Dios podemos redescubrir que todo lo que hacemos está dirigido a amarle; que nos hacemos cargo de este mundo porque es el suyo. De este modo, no nos moveremos simplemente por inercia o por lo que marquen las circunstancias, sino por el deseo de encontrar al Dios escondido en cada cosa que hacemos. «Sin amor, hasta las actividades más importantes pierden valor y no dan alegría. Sin un significado profundo, toda nuestra acción se reduce a activismo estéril y desordenado. Y ¿quién nos da el amor y la verdad sino Jesucristo?»[4]. ¿Y a quién podemos pedir que interceda por nosotros en esta misión de amar a Dios en nuestro trabajo cotidiano si no es a santa María?