Evangelio (Mc 6,1-6)
Salió de allí y se fue a su ciudad, y le seguían sus discípulos. Y cuando llegó el sábado comenzó a enseñar en la sinagoga, y muchos de los que le oían decían admirados:
—¿De dónde sabe éste estas cosas? ¿Y qué sabiduría es la que se le ha dado y estos milagros que se hacen por sus manos? ¿No es éste el artesano, el hijo de María, y hermano de Santiago y de José y de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?
Y se escandalizaban de él. Y les decía Jesús:
—No hay profeta que sea menospreciado, si no es en su tierra, entre sus parientes y en su casa.
Y no podía hacer allí ningún milagro; solamente sanó a unos pocos enfermos imponiéndoles las manos. Y se asombraba por su incredulidad
PARA TU RATO DE ORACION
«A TI levanto mis ojos, a ti que estás sentado en los cielos» (Sal 123,1). Estas palabras del salmista nos recuerdan una verdad esencial: necesitamos levantar la mirada hacia Dios. Tenemos experiencia de que las miradas horizontales, meramente terrenas, resultan insuficientes para dar razón de quiénes somos, de cuáles son nuestros anhelos más profundos, de cuál es el sentido de la vida. Por el contrario, las miradas verticales, hacia Dios, nos recuerdan que nuestro origen y nuestro destino son divinos y no meramente terrenos. Nuestro anhelo de trascendencia, nuestra nostalgia de Dios, responde a una realidad profunda que nada creado puede satisfacer.
Sin embargo, reconocer esta necesidad de levantar la mirada al Señor no siempre resulta sencillo. En algunos momentos nos puede costar mantener los ojos en alto y también los brazos para la lucha y para la oración, como Moisés pedía la intercesión de Dios en el desierto mientras los israelitas trataban de vencer a los amalecitas (cfr. Ex 17,11-13). Con frecuencia sentimos cercana la tentación de dejarse llevar por el atractivo de realidades que no son malas en sí mismas, pero que pueden llegar a ocupar el puesto de Dios y nublar nuestra mirada: el placer, el honor, la riqueza, el poder… Cuando dirigimos nuestro corazón exclusivamente sobre esto, y pretendemos saciar así nuestra sed de Dios, sabemos que tarde o temprano llega la frustración, pues en verdad estamos hechos para algo más valioso. Entonces se presentan ante nosotros dos caminos: o seguir persiguiendo con más insistencia esos anhelos terrenos –lo cual nos volverá a dejar insatisfechos, pues como bienes finitos que son solo pueden ofrecer un bienestar limitado–, o bien situar de nuevo el amor del Señor al centro de nuestra vida, como único bien eterno y realmente necesario y desde el que todo alcanza su verdadera medida.
El Antiguo Testamento nos muestra que, en muchas ocasiones, el pueblo de Israel se olvidó de Dios y adoptó una mirada horizontal. Por eso el Señor suscitó numerosos profetas que recordaran a los israelitas su vocación originaria. Uno de ellos fue Ezequiel, a quien el Señor dijo: «Te envío a los hijos de Israel, a un pueblo de rebeldes que se han rebelado contra mí. Ellos y sus padres han estado ofendiéndome hasta hoy. Te envío a hijos de semblante impenetrable y de corazón duro. Les dirás: “Esto dice el Señor Dios”. Ellos, te escuchen o no te escuchen, porque son una casa rebelde, sabrán que hay un profeta en medio de ellos» (Ez 2,3-5). Los cristianos, con nuestro testimonio, podemos recordar que el hombre está llamado para algo más que descansar, comer, beber y pasarlo bien (cfr. Lc 12,19). Miramos hacia lo alto como respuesta a una llamada divina que nos hará felices en la tierra y en el cielo.
«DESEAR significa mantener vivo el fuego que arde dentro de nosotros y que nos impulsa a buscar más allá de lo inmediato, más allá de lo visible. Es acoger la vida como un misterio que nos supera, como una hendidura siempre abierta que invita a mirar más allá, porque la vida no está “toda aquí”, está también “más allá”»[1]. En nosotros hay un fuego que nace de una una soledad originaria que nos impulsa a buscar a Dios como el único que puede apagar ese fuego, curar nuestras heridas y saciar nuestra sed de compañía. Como san Pablo, nosotros también percibimos nuestras limitaciones, y procuramos pedir con insistencia que nos sea apartado el aguijón de nuestra carne: ese que evita con su presencia que nos llenemos de soberbia (cfr. 2Co 12,7-8).
A la vez, mientras rezamos para entender nuestras heridas desde las llagas abiertas de Jesús en la cruz, recordamos la esperanzadora respuesta del Señor a san Pablo: «Te basta mi gracia porque la fuerza se perfecciona en la flaqueza» (2Co 12,9). Reconocemos así que las debilidades personales no tienen la última palabra: están ahí para acoger la gracia divina, para recordar que somos fuertes en el Señor con una fortaleza que no es nuestra. Los errores pasados tienden a encerrarnos en la horizontalidad, a creer que nuestra vida jamás podrá despegar. La gracia, en cambio, nos proyecta hacia el futuro, nos eleva, haciéndonos ver que con la ayuda divina somos más que nuestra historia.
Por eso, reconocer las propias heridas, y abandonarlas en las manos de Dios, lleva a la alegría. «Con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas –escribe san Pablo–, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2Co 12,9-10). Tocar la propia debilidad, lejos de resultar algo humillante contra lo que uno se rebela, puede convertirse en fuente de alegría porque ayuda a percibir la acción de la gracia divina en la propia vida. Y esto nos impulsará a luchar con esperanza, sabiendo que no contamos solo con nuestras fuerzas. «Cuando me siento capaz de todos los horrores y de todos los errores que han cometido las personas más ruines, comprendo bien que puedo no ser fiel... Pero esa incertidumbre es una de las bondades del Amor de Dios, que me lleva a estar, como un niño, agarrado a los brazos de mi Padre, luchando cada día un poco para no apartarme de él. Entonces estoy seguro de que Dios no me dejará de su mano»[2].
«DIOS ensalza en lo mismo que humilla. Si el alma se deja llevar, si obedece, si acepta la purificación con entereza, si vive de la fe, verá con una luz insospechada, ante la que después pensará asombrado que antes ha sido ciego de nacimiento»[3]. Si el alma actúa así, con fe y sentido sobrenatural ante las cosas que inicialmente humillan, tendrá luz y verá. No le pasará como a los habitantes de Nazaret, que ante la predicación de Jesucristo se escandalizaron y no lo reconocieron como Mesías a pesar de tenerlo ante sus ojos. «¿De dónde sabe este estas cosas? ¿Y qué sabiduría es la que se le ha dado y estos milagros que se hacen por sus manos?» (Mc 6,2-3).
A veces podemos pensar que Dios y los demás nos tienen aprecio solo porque conocen la versión buena de nosotros mismos. Creemos entonces que si descubrieran nuestros defectos o nuestras inseguridades su juicio cambiaría por completo. Por eso quizá camuflamos todo lo que nos pueda humillar, con las tensiones internas que eso conlleva, y confiamos en la propia capacidad para resolver nuestros problemas. Ese planteamiento, además de resultar agotador a largo plazo, nos impide acoger la ayuda que el Señor y las personas que nos importan pueden brindarnos. Y, al mismo tiempo, puede reflejar una cierta dificultad para comprender las debilidades de otras personas. «El Maligno nos hace mirar nuestra fragilidad con un juicio negativo, mientras que el Espíritu la saca a la luz con ternura. La ternura es el mejor modo para tocar lo que es frágil en nosotros. El dedo que señala y el juicio que hacemos de los demás son a menudo un signo de nuestra incapacidad para aceptar nuestra propia debilidad»[4].
Cuando vivimos nuestra relación con Dios y con los demás sin máscaras podemos mostrar que el amor divino no entiende de condiciones. «No ha de asustarte que vean tus defectos personales, los tuyos y los míos –predicaba san Josemaría–; yo tengo el prurito de publicarlos, contando mi lucha personal, mi afán de rectificar en este o en aquel punto de mi pelea para ser leal al Señor. El esfuerzo para desterrar y vencer esas miserias será ya un modo de indicar los senderos divinos»[5]. La Virgen María, como buena madre, sabe bien cómo somos. Ella nos podrá ayudar a mirar con ternura y comprensión nuestros errores y los de los demás.