Evangelio (Lc 1,39-56)
Por aquellos días, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo:
—Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor.
PARA TU RATO DE ORACION
«UN GRAN signo apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (Ap 12,1). Estas palabras del Apocalipsis, referidas por la Tradición a la Virgen, abren la liturgia de este día. Con la Iglesia todos los cristianos nos alegramos por esta fiesta, en la que celebramos que Dios ha elevado en cuerpo y alma a la gloria del cielo a la madre de su Hijo. Aunque no conocemos los detalles de su marcha al cielo ni existe certeza sobre su muerte, al hilo de las palabras de san Josemaría podemos imaginar que todos los apóstoles rodeaban a María, que se había dormido. El cielo expectante tiene las puertas abiertas de par en par. Los ángeles han preparado un recibimiento entusiasta para agasajar a la señora. «Jesús quiere tener a su madre, en cuerpo y alma, en la gloria. (...) La Trinidad beatísima recibe y colma de honores a la hija, madre y esposa de Dios... Y es tanta la majestad de la señora, que hace preguntar a los ángeles: ¿Quién es esta?»[1].
La Asunción de María levanta nuestra mirada hasta el cielo, verdadero destino de nuestro caminar terreno. Todos los acontecimientos de nuestra vida adquieren otra dimensión cuando los contemplamos bajo esta perspectiva de eternidad. Con el paso de los años, quizá nos hemos dado cuenta de que aquello a lo que tiempo atrás dábamos tanta importancia –una preocupación familiar, una alegría que buscábamos con determinación en el trabajo o en la universidad, una inquietud sobre el futuro–, en realidad no siempre era tan relevante como pensábamos. La fiesta de hoy nos recuerda que, a fin de cuentas, lo verdaderamente decisivo es saber que estamos camino hacia el cielo y llegar. Todo lo demás será más o menos importante en función de cuánto nos ayude a dirigirnos a esa meta. «Ponte en coloquio con santa María, y confíale: ¡oh, señora!, para vivir el ideal que Dios ha metido en mi corazón, necesito volar… muy alto, ¡muy alto! No basta despegarte, con la ayuda divina, de las cosas de este mundo, sabiendo que son tierra. Más incluso: aunque el universo entero lo coloques en un montón bajo tus pies, para estar más cerca del cielo…, ¡no basta! Necesitas volar, sin apoyarte en nada de aquí, pendiente de la voz y del soplo del Espíritu. –Pero, me dices, ¡mis alas están manchadas!: barro de años, sucio, pegadizo… Y te he insistido: acude a la Virgen. Señora –repíteselo–: ¡que apenas logro remontar el vuelo!, ¡que la tierra me atrae como un imán maldito! –Señora, tú puedes hacer que mi alma se lance al vuelo definitivo y glorioso, que tiene su fin en el corazón de Dios. –Confía, que ella te escucha»[2].
NO HAY ningún testimonio bíblico explícito sobre la Asunción. Por ello, el Evangelio que se proclama en la Misa de hoy no hace referencia a este misterio, sino que recoge el relato de la Visitación (cfr. Lc 1,39-56). Podría parecer, sin embargo, un pasaje poco apropiado. Si lo que se pretende es ensalzar a la madre de Dios, que sube a la gloria del cielo, humanamente parecería que no tiene mucho sentido que la lectura escogida nos muestre a María sirviendo a su pariente Isabel. Pero ese fue precisamente el camino que ella recorrió para llegar a la vida eterna. «Es el amor lo que eleva la vida. Nosotros vamos a servir a nuestros hermanos y hermanas y por este servicio vamos “subiendo”. (...) Es fatigoso, pero es subir hacia lo alto, ¡es ganar el cielo!»[3].
Este Evangelio, además de reflejar el deseo de servir de María, muestra otra actitud que le llevó también a subir al cielo: la alabanza. En cuanto llega a casa de Isabel, entona un canto de agradecimiento por lo que Dios ha hecho en su vida: «Engrandece mi alma al Señor y se alegra mi espíritu en Dios mi salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava. (...) Ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso» (Lc 1,46-47.49). En el Magnificat encontramos un retrato del corazón de María, y nos revela otro tramo del camino que ella recorrió hasta el cielo. «La alabanza es como una escalera: eleva los corazones. La alabanza levanta el ánimo y vence la tentación de caer. ¿Han visto que las personas aburridas, las que viven de la charlatanería, son incapaces de alabar? Pregúntense: ¿soy capaz de alabar? ¡Qué bueno es alabar a Dios cada día, y también a los demás! ¡Qué bueno es vivir de gratitud y bendición en lugar de lamentaciones y quejas, mirar hacia lo alto en lugar de enfadarse!»[4].
María solo desea hacer grande a Dios. Nos muestra así que el Señor no es un competidor en nuestra vida que quizá «pueda quitarnos algo de nuestra libertad, de nuestro espacio vital. Ella sabe que, si Dios es grande, también nosotros somos grandes. No oprime nuestra vida, sino que la eleva y la hace grande: precisamente entonces se hace grande con el esplendor de Dios»[5]. La fiesta de la Asunción nos recuerda que el camino para llegar al cielo está a nuestro alcance. Con la gracia de Dios, podemos hacer el mismo recorrido de su madre, pues Dios mismo nos acompaña y vive en nosotros, y nos ayuda a servir a las personas que nos rodean y reconocer las maravillas que obra en nuestra vida.
LLAMAMOS a María reina del cielo. Al mismo tiempo, ella también es reina de la tierra. El hecho de que esté en el cielo en cuerpo y alma no significa que esté lejos de nosotros. Precisamente por vivir con Dios, está más cerca de lo que podríamos soñar. Ella escucha siempre nuestras oraciones como madre buena de cada uno de sus hijos, y desea como nadie que la acompañemos en el cielo. Al fin y al cabo, pocas cosas alegran más a una madre que estar con sus hijos. «La fiesta de la Asunción de nuestra señora nos propone la realidad de esa esperanza gozosa. Somos aún peregrinos, pero nuestra madre nos ha precedido y nos señala ya el término del sendero: nos repite que es posible llegar y que, si somos fieles, llegaremos. Porque la santísima Virgen no solo es nuestro ejemplo: es auxilio de los cristianos. Y ante nuestra petición –“Monstra te esse Matrem”–, no sabe ni quiere negarse a cuidar de sus hijos con solicitud maternal»[6].
María nos hace llegar su cercanía en la normalidad de la vida cotidiana. Ella nos ayuda «a levantar siempre la mirada del corazón a Dios a través de lo que tenemos entre manos»[7]. Salvo algunas situaciones concretas, la mayoría de sus días fueron sencillos, como los de cualquier mujer de la época: momentos de trabajo, de familia, de oración en la sinagoga, fiestas con sus paisanos... La Virgen fue subiendo poco a poco al cielo porque fue capaz de ver al Señor en las ocupaciones de cada día. «Este es un gran mensaje de esperanza para nosotros; para ti, para cada uno de nosotros, para ti que vives las mismas jornadas, agotadoras y a menudo difíciles. María te recuerda hoy que Dios también te llama a este destino de gloria. No son palabras bonitas, es la verdad. No es un final feliz artificioso, una ilusión piadosa o un falso consuelo. No, es la pura realidad, viva y verdadera como la Virgen asunta al cielo. Celebrémosla hoy con amor de hijos, celebrémosla gozosos pero humildes, animados por la esperanza de estar un día con ella en el cielo»[8].