"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

6 de agosto de 2024

LA TRANSFIGURACION

 



Evangelio (Mc 9, 2-10)


En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, subió aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. No sabía qué decir, pues estaban asustados. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: “Este es mi Hijo, el amado, escuchadlo”. De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. Cuando bajaban del monte, les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Esto se les quedó grabado y discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos.


PARA TU RATO DE ORACION 


SEIS días después de anunciar a los discípulos su muerte y su resurrección, el Señor tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, «y los condujo a un monte alto, a ellos solos. Y se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso resplandeciente como el sol, y sus vestidos blancos como la luz» (Mt 17,1-2). Antes de la Pasión, «Jesús manifiesta su gloria a los apóstoles, a fin de que tengan la fuerza para afrontar el escándalo de la cruz y comprendan que es necesario pasar a través de muchas tribulaciones para llegar al reino de Dios»[1]. El evento de la Transfiguración es, por tanto, un mensaje de esperanza para los momentos de la cruz. Los sufrimientos, las pequeñas y grandes contrariedades del día a día, son la puerta que nos llevan a acompañar al Señor en su gloria: «¡Jesús: verte, hablarte! ¡Permanecer así, contemplándote, abismado en la inmensidad de tu hermosura y no cesar nunca, nunca, en esa contemplación!»[2].


La vida es un camino hacia el cielo. Y el Señor enseñó a los apóstoles que, en ese camino, el sufrimiento no es solo una parada inevitable, un peaje amargo que es necesario pagar contra la propia voluntad, sino que Jesús mismo cargó con la cruz, la llevó por amor sobre sus hombros. Él se entregó porque quiso. Nos muestra así que el auténtico mal no es tanto experimentar una contrariedad, sino pensar que tenemos que atravesarlo solos, o pretender vivir como si la cruz no existiera. «¿No es verdad que en cuanto dejas de tener miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en aceptar la Voluntad divina, eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los sufrimientos físicos o morales?»[3]. La esperanza de contemplar a Jesús en su gloria, como hicieron los apóstoles en la Transfiguración, nos llenará de fortaleza para poder ver el reflejo de su rostro en las dificultades de cada día.


PEDRO, al contemplar la gloria de la Transfiguración, dirigió a Jesús unas emocionadas palabras: «Qué bien estamos aquí; si quieres haré aquí tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mt 17,4). El apóstol había experimentado un anticipo del paraíso, una felicidad que iba mucho más allá de sus propias expectativas y vivencias. Por eso, quizás como habría hecho cualquiera de nosotros, quiso que ese momento durase para siempre, que no se esfumara con la misma velocidad con que había venido, o con la rapidez con que desaparecían tantas otras alegrías. Pero Cristo no lo permitió. Él no le había hecho partícipe de la gloria del cielo para que escapara de la realidad, sino para que tuviera una guía ante los días oscuros de la Pasión. «La belleza de Jesús no aparta a los discípulos de la realidad de la vida, sino que les da la fuerza para seguirlo hasta Jerusalén, hasta la cruz. La belleza de Cristo no es alienante, te lleva siempre adelante, no hace que te escondas»[4].


También nosotros podemos experimentar en la tierra algunos anticipos del paraíso, momentos en los que sentimos con especial fuerza la presencia de Jesús, sobre todo en personas que amamos. En nuestra vida de piedad podemos también atravesar etapas de mayor disfrute afectivo. En el amor matrimonial, en la familia, en la amistad sincera o en la ilusión por mejorar nuestro mundo, podemos empezar a degustar parte del ciento por uno que Dios nos ha prometido. Y es normal que, como Pedro, queramos que esas circunstancias se mantengan así siempre o duren lo máximo posible. Sin embargo, el Señor permite estos anticipos del cielo no para retenerlos cueste lo que cueste, sino para impulsarnos. El recuerdo de esos momentos nos dará luz para los días de oscuridad y nos guiará a una felicidad mucho más duradera que la de la Transfiguración: la gloria de la vida eterna. «Un gran Amor te espera en el Cielo: sin traiciones, sin engaños: ¡todo el amor, toda la belleza, toda la grandeza, toda la ciencia...! Y sin empalago: te saciará sin saciar»[5].


ALGUNAS de las manifestaciones más importantes de Dios han tenido lugar en lo alto del monte. Así se puede observar en episodios como la alianza que estableció con Abraham en el monte Moria o la entrega a Moises de las tablas de la Ley en el Sinaí. La misma muerte de Jesús ocurrió también en otro monte, el Calvario. Y en la Transfiguración, el evangelista hace notar que los apóstoles tuvieron que subir a lo alto del Tabor (cfr. Mt 17,1). Esta ascensión nos invita a «reflexionar sobre la importancia de separarse de las cosas mundanas, para cumplir un camino hacia lo alto y contemplar a Jesús. Se trata de ponernos a la escucha atenta y orante del Cristo, el Hijo amado del Padre, buscando momentos de oración que permiten la acogida dócil y alegre de la Palabra de Dios»[6].


En los tiempos de descanso tenemos una ocasión para desconectar del ritmo del día a día y escuchar la voz de Jesús. Con el cuerpo y el espíritu renovados, podemos profundizar en nuestra relación con Dios y los demás: hacer la oración con más calma y serenidad, leer el Evangelio, pasar más tiempo con nuestra familia y nuestros amigos… Después podremos bajar del monte «cargados con la fuerza del Espíritu divino, para decidir nuevos pasos de conversión y para testimoniar constantemente la caridad, como ley de vida cotidiana. Transformados por la presencia de Cristo y del ardor de su palabra, seremos signo concreto del amor vivificante de Dios para todos nuestros hermanos»[7].


San Josemaría consideraba que el verdadero descanso no es evasión, ni tiempo dedicado exclusivamente al ocio, sino separación de la realidad cotidiana para «acopiar fuerzas, ideales, planes... En pocas palabras: cambiar de ocupación, para volver después –con nuevos bríos– al quehacer habitual»[8]. Podemos pedir a María que nos ayude a vivir esos momentos de descanso –ya sean prolongados durante un periodo o bien breves en el día a día– con el deseo de contemplar a Jesús como hicieron los apóstoles en la Transfiguración.