Evangelio (Jn 6,24-35)
Cuando la multitud vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún buscando a Jesús. Y al encontrarle en la orilla opuesta del mar, le preguntaron:
—Maestro, ¿cuándo has llegado aquí?
Jesús les respondió:
—En verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no por haber visto los signos, sino porque habéis comido los panes y os habéis saciado. Obrad no por el alimento que se consume sino por el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre, pues a éste lo confirmó Dios Padre con su sello.
Ellos le preguntaron:
—¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?
Jesús les respondió:
—Ésta es la obra de Dios: que creáis en quien Él ha enviado.
Le dijeron:
—¿Y qué signo haces tú, para que lo veamos y te creamos? ¿Qué obras realizas tú? Nuestros padres comieron en el desierto el maná, como está escrito: Les dio a comer pan del cielo.
Les respondió Jesús:
—En verdad, en verdad os digo que Moisés no os dio el pan del cielo, sino que mi Padre os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que ha bajado del cielo y da la vida al mundo.
—Señor, danos siempre de este pan —le dijeron ellos.
Jesús les respondió:
—Yo soy el pan de vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed.
PARA TU RATO DE ORACION
JESÚS presenta y anticipa la verdad de la Eucaristía en el discurso del pan de vida. Como recoge el Evangelio de la Misa, algunos de los oyentes recordaron al Señor cómo Moisés, durante el éxodo, intercedió ante Dios y llovió pan –maná– del cielo (cfr. Ex 16,2-4.12-15). Cristo se valió de esta alusión para hablarles de un nuevo maná, del pan de Dios que es uno –alguien– que baja del cielo y da vida al mundo. Los discípulos entonces suplicaron al Señor: «Danos siempre de ese pan» (Jn 6, 34). Efectivamente, sentían un hambre que no era física, sino «más fundamental, que no puede saciarse con un alimento ordinario. Se trata aquí de un hambre de vida, un hambre de eternidad. La señal del maná era el anuncio del acontecimiento de Cristo, que saciaría el hambre de eternidad del hombre, convirtiéndose él mismo en el “pan vivo” que “da la vida al mundo”. Los que escuchan a Jesús le piden que realice lo que anunciaba la señal del maná, quizá sin darse cuenta del alcance de su petición»[1].
Si osada es la demanda, más deslumbrante y novedosa es la respuesta de Jesús: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás» (Jn 6,35). Como advertía san Josemaría: «Esta es la Buena Nueva. Es novedad, noticia, porque nos habla de una profundidad de Amor, que antes no sospechábamos. Es buena, porque nada mejor que unirnos íntimamente a Dios, Bien de todos los bienes. Esta es la Buena Nueva, porque, de alguna manera y de un modo indescriptible, nos anticipa la eternidad»[2].
Con la Eucaristía sucede algo parecido a cuando nos enamoramos de alguien. Tenemos el deseo de estar y conocer a la otra persona. Cada encuentro nos llena y, al mismo tiempo, nos parece insuficiente. Si el amor es auténtico, llegará un momento en que no nos baste ver a la persona cada cierto tiempo: querremos compartir la vida entera con ella. La sagrada Comunión sacia nuestra hambre de Dios y, a la vez, aviva en nosotros el deseo no ya solo de recibirle con más frecuencia, sino de contemplarle cara a cara en la vida eterna. El pan eucarístico es indispensable para seguir caminando hacia esa meta, de modo análogo a como los israelitas caminaban en el desierto hacia la tierra prometida. Así es como Jesús –también con el Pan Eucarístico– nos va atrayendo hacia sí, hacia la plenitud del cielo.
EN LA SEGUNDA lectura de la Misa, san Pablo exhorta así a los habitantes de Éfeso: «Despojaos del hombre viejo y de su anterior modo de vida, corrompido por sus apetencias seductoras; renovaos en la mente y en el espíritu y revestíos de la nueva condición humana creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas» (Ef 4,22-24). Nos gustaría secundar esa invitación del apóstol, pero en ocasiones notamos que nos faltan pautas concretas para ponerla por obra. Tal vez nos hemos planteado, al igual que Nicodemo lo hizo en su momento (cfr. Jn 3,4), cómo lograr renacer, qué camino emprender para llevar a cabo esa renovación interior que deseamos. Y una propuesta concreta la hallamos precisamente en la santa Misa: «Quizá, a veces, nos hemos preguntado cómo podemos corresponder a tanto amor de Dios; quizá hemos deseado ver expuesto claramente un programa de vida cristiana. La solución es fácil, y está al alcance de todos los fieles: participar amorosamente en la santa Misa, aprender en la Misa a tratar a Dios, porque en este sacrificio se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros»[3].
En el rito de la ordenación sacerdotal, el obispo pone en las manos de los ordenandos la patena y el cáliz, mientras les dice: «Advierte bien lo que vas a realizar, imita lo que tendrás en tus manos y configura toda tu vida con el misterio de la cruz del Señor»[4]. El pan de vida nos va conformando poco a poco con Dios mismo: al vivir de la Eucaristía vamos imitando e imprimiendo en nosotros aquello que comemos. El alimento humano es asimilado por el organismo, se va haciendo parte de quien lo consume, que lo metaboliza; paradójicamente, con el pan de vida sucede al contrario: somos nosotros quienes nos vamos asimilando a aquel que bajó del cielo.
La presencia real de Jesús en las especies eucarísticas manifiesta el amor que nos tiene; refleja su empeño por quedarse cerca de nosotros, al alcance de nuestra mirada, como queriendo necesitar compañía de los hombres. Por eso la Eucaristía «es de lo más precioso que la Iglesia puede tener en su caminar por la historia. Así se explica la esmerada atención que ha prestado siempre al Misterio eucarístico[5]». Un cuidado y un esmero que deseamos hacer nuestro, y que sea cada día más hondo.
«LO QUE oímos y aprendimos, lo que nuestros padres nos contaron, lo contaremos a la futura generación» (Salmo 77,3-4). Esta exclamación del salmista glosa el deseo de transmitir fielmente a los demás la obra de la salvación, los tesoros de Dios. Sabemos muy bien que la Eucaristía, en cierto sentido, no nos pertenece. No es obra nuestra, sino de la Trinidad. De ahí nuestro empeño por custodiarla fielmente, de acercar a ella a quienes Dios pone en nuestro camino, porque la Eucaristía tiene un gran potencial evangelizador. Y como es lógico, solo se puede guardar y difundir fielmente aquello que conocemos y amamos. Uno de los modos de profundizar en el amor a la Eucaristía es a través de la liturgia de la Iglesia, «la gran educadora en la primacía de la fe y de la gracia»[6].
Es posible que a veces los ritos y los gestos litúrgicos puedan resultarnos algo indescifrable; podemos entonces llegar a descartarlos o a no darles demasiada importancia, como un conjunto de cosas que se ejecutan sin más. Sin embargo, siempre podemos intentar calibrar poco a poco aquello que nos muestran, sin pensar que son sencillamente acciones sin sentido. De hecho, esos gestos son «expresión madurada a lo largo de los siglos de los sentimientos de Cristo y nos enseñan a tener los mismos sentimientos que él; conformando nuestra mente con sus palabras, elevamos al Señor nuestro corazón»[7]. Por ejemplo, el beso al altar que da el sacerdote al llegar al presbiterio es expresión de veneración. «Subo al altar con ansia –comentaba san Josemaría–, y más que poner las manos sobre él, lo abrazo con cariño y lo beso como un enamorado, que eso soy: ¡enamorado! ¡Estaría apañado si no lo fuera!». Asimismo, el gesto de origen bíblico de golpearse el pecho en el acto penitencial acompaña físicamente nuestra petición oral de perdón. «Os habéis golpeado el pecho al oír el yo confieso –decía san Agustín–. Ahora bien, ¿qué significa golpearse el pecho sino acusar lo que está metido en el pecho y castigar con ese golpe visible los invisibles pecados?»[8].
«La liturgia da gloria a Dios no porque podamos añadir algo a la belleza de la luz inaccesible en la que él habita (cfr. 1Tim 6,16) o a la perfección del canto angélico, que resuena eternamente en las moradas celestiales. La liturgia da gloria a Dios porque nos permite, aquí en la tierra, ver a Dios en la celebración de los misterios y, al verlo, revivir por su Pascua: nosotros, que estábamos muertos por los pecados, hemos revivido por la gracia con Cristo (cfr. Ef 2,5), somos la gloria de Dios»[9]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a profundizar en la liturgia de la Iglesia. De este modo, podrá crecer en nosotros una sensibilidad que nos permita reconocer a su Hijo en la celebración eucarística y en toda circunstancia.