"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

21 de agosto de 2024

SAN PIO X El dulce Cristo en la Tierra



Evangelio (Mt 20, 1-16)


El Reino de los Cielos es como un hombre, dueño de una propiedad, que salió al amanecer a contratar obreros para su viña. Después de haber convenido con los obreros en un denario al día, los envió a su viña. Salió también hacia la hora tercia y vio a otros que estaban en la plaza parados, y les dijo: «Id también vosotros a mi viña y os daré lo que sea justo». Ellos marcharon. De nuevo salió hacia la hora sexta y de nona e hizo lo mismo. Hacia la hora undécima volvió a salir y todavía encontró a otros parados, y les dijo: «¿Cómo es que estáis aquí todo el día ociosos?». Le contestaron: «Porque nadie nos ha contratado». Les dijo: «Id también vosotros a mi viña».


A la caída de la tarde le dijo el amo de la viña a su administrador: «Llama a los obreros y dales el jornal, empezando por los últimos hasta llegar a los primeros». Vinieron los de la hora undécima y percibieron un denario cada uno. Y cuando llegaron los primeros pensaron que cobrarían más, pero también ellos recibieron un denario cada uno. Al recibirlo, se pusieron a murmurar contra el dueño: «A estos últimos que han trabajado sólo una hora los has hecho iguales a nosotros, que hemos soportado el peso del día y del calor». Él le respondió a uno de ellos: «Amigo, no te hago ninguna injusticia; ¿acaso no conviniste conmigo en un denario? Toma lo tuyo y vete; quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿No puedo yo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O es que vas a ver con malos ojos que yo sea bueno?». Así los últimos serán primeros y los primeros últimos



 PARA TU RATO DE ORACIÓN 


CELEBRAMOS hoy la fiesta de san Pío X, a quien los fieles del Opus Dei encomiendan lo referente a las relaciones de la Obra con la Santa Sede. San Josemaría lo nombró Intercesor en 1953. Ya antes tenía devoción personal a este santo pontífice, de quien admiraba especialmente su piedad eucarística, su amor a la Iglesia y sus deseos de que el Reino de Cristo fuera instaurado en todas las personas, como rezaba el lema de su pontificado: Instaurare omnia in Cristo.


Giuseppe Melchiorre Sarto nació en 1835 en Riese, una localidad del norte de Italia. Fue el segundo en una familia con diez hijos, de condición social modesta. Cuando tenía quince años recibió una beca y pudo entrar en el seminario de Padua. Fue ordenado sacerdote en 1858 y desempeñó diversos encargos pastorales con gran celo por las almas. En 1884 fue nombrado obispo de Mantua y recibió la consagración episcopal en la basílica de San Apolinar, en Roma. Desde 1893 fue patriarca de Venecia y cardenal. Y en 1903 fue elegido Papa. Su pontificado duró diecisiete años, hasta su fallecimiento en agosto de 1914: desde ese momento, creció en toda la Iglesia una gran devoción popular hacia él, con muchas personas que acudían a rezar ante su tumba en la basílica de San Pedro. En 1954 fue canonizado.


San Pío X promovió diversas reformas litúrgicas y canónicas en la Iglesia. Su mayor empeño fue poner en el centro de la vida cristiana la Eucaristía, fomentando su recepción diaria y anticipando la primera comunión de los niños a los siete años de edad. También procuró dar un impulso a la difusión de la doctrina cristiana. Ya en sus años de párroco había preparado un catecismo. Y como romano pontífice redactó un texto para la diócesis de Roma que se difundió enseguida por muchos lugares del mundo. «Este catecismo, llamado “de Pío X”, fue para muchos una guía segura a la hora de aprender las verdades de la fe, por su lenguaje sencillo, claro y preciso, y por la eficacia expositiva»[1]. Como ha escrito el santo padre Francisco: «Pío X siempre ha sido conocido como el Papa de la catequesis. ¡Y no solo eso! Un Papa manso y fuerte. Un Papa humilde y claro. Un Papa que hizo comprender a toda la Iglesia que sin la Eucaristía y sin la asimilación de las verdades reveladas, la fe personal se debilita y muere»[2].


«GRACIAS, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón»[3], escribió san Josemaría en Camino. Con estas palabras, expresaba cómo su unión filial al Romano Pontífice, siendo a la vez muy humana, sin embargo iba más allá de una simpatía superficial o de tener ideas afines. Tampoco la entendía como una simple convicción de su inteligencia o una pura decisión de su voluntad, sino como un don de Dios, una gracia puesta en su corazón por el Señor que le hizo amar intensamente a los distintos papas que se sucedieron en la sede de Pedro a lo largo de su vida. De hecho, la misma mañana del día de su fallecimiento, el fundador de la Obra pidió a dos de sus hijos que transmitieran este mensaje a una persona muy cercana a san Pablo VI: «Desde hace años, ofrezco la santa Misa por la Iglesia y por el Papa. Podéis asegurarle –porque me lo habéis oído decir muchas veces– que he ofrecido al Señor mi vida por el Papa, cualquiera que sea»[4].


Para un cristiano, estar unido a la persona e intenciones del Papa es cuestión de fe, de confianza en el Señor, que dirigiéndose a un pobre pescador con evidentes límites le aseguró: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates sobre la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16,18-19). «La suprema potestad del Romano Pontífice y su infalibilidad, cuando habla ex cathedra –explicaba san Josemaría–, no son una invención humana: se basan en la explícita voluntad fundacional de Cristo. ¡Qué poco sentido tiene entonces enfrentar el gobierno del Papa con el de los obispos, o reducir la validez del Magisterio pontificio al consentimiento de los fieles! Nada más ajeno que el equilibrio de poderes; no nos sirven los esquemas humanos, por atractivos o funcionales que sean. Nadie en la Iglesia goza por sí mismo de potestad absoluta, en cuanto hombre; en la Iglesia no hay más jefe que Cristo; y Cristo ha querido constituir a un Vicario suyo –el Romano Pontífice– para su Esposa peregrina en esta tierra»[5].


Por eso, «el amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo. Si tratamos al Señor en la oración, caminaremos con la mirada despejada que nos permita distinguir, también en los acontecimientos que a veces no entendemos o que nos producen llanto o dolor, la acción del Espíritu Santo»[6].


CON FRECUENCIA los Romanos Pontífices afirman que cuentan con nuestras oraciones. Por ejemplo, Benedicto XVI, nada más ser elegido, pronunció las siguientes palabras desde el balcón central de la basílica vaticana: «Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes, y sobre todo me encomiendo a vuestras oraciones»[7]. El Papa Francisco ha recordado en muchas de sus intervenciones la necesidad de ese apoyo: «Pidan al Señor para que me bendiga. La oración de ustedes me da fuerzas y me ayuda para que pueda discernir y acompañar a la Iglesia escuchando al Espíritu Santo»[8]. En una carta dirigida a un cardenal, san Josemaría expresaba el convencimiento de que con la oración ayudaba al Papa y a la Iglesia: «Rezar es lo único que puedo hacer. Mi pobre servicio a la Iglesia se reduce a esto. Y cada vez que considero mi limitación me siento lleno de fuerza, porque sé y siento que es Dios quien hace todo»[9].


Además de rezar por su persona e intenciones, la fe y la comunión que vivimos en la Iglesia nos lleva a los católicos a conocer y secundar las enseñanzas del Romano Pontífice, así como a tratarle con afecto filial. Si alguna vez no comprendemos algún aspecto de sus palabras o de sus obras, esto no nos impide acoger con espíritu de fe y confianza sus enseñanzas. En este sentido, san Josemaría, quien tenía una gran devoción a santa Catalina de Siena por su defensa del Papa, decía: «Mil veces me cortaría la lengua con los dientes y la escupiría lejos, antes de pronunciar la menor murmuración de quien más amo en la tierra, después del Señor y de Santa María: il dolce Cristo in terra, como suelo decir, repitiendo las palabras de santa Catalina»[10]. Esta actitud es todo lo contrario a hablar negativamente en público sobre el Papa o a menoscabar la confianza en él, tampoco en casos en los que no se comparta algún criterio personal concreto. De todas formas, es debido al menos un «asentimiento religioso del entendimiento y de la voluntad»[11].


Podemos terminar acudiendo a la intercesión de la Virgen María, para que la fiesta de san Pío X nos ayude a fortalecer cada vez más nuestra unión filial con el Romano Pontífice: «María edifica continuamente la Iglesia, la aúna, la mantiene compacta. Es difícil tener una auténtica devoción a la Virgen, y no sentirse más vinculados a los demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabeza visible, el Papa. Por eso me gusta repetir: omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!, todos, con Pedro, a Jesús por María!»[12].