Evangelio (Mc 9,30-37)
Salieron de allí y atravesaron Galilea. Y no quería que nadie lo supiese, porque iba instruyendo a sus discípulos. Y les decía:
– El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, y después de muerto resucitará a los tres días.
Pero ellos no entendían sus palabras y temían preguntarle.
Y llegaron a Cafarnaún. Estando ya en casa, les preguntó:
– ¿De qué hablabais por el camino?
Pero ellos callaban, porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién sería el mayor. Entonces se sentó y, llamando a los doce, les dijo:
– Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y servidor de todos.
Y acercó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:
– El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado.
PARA TU RATO DE ORACION
DURANTE su vida en la tierra Jesucristo se encuentra con muchas personas sencillas y de buen corazón. Se acercan a él porque sus gestos y palabras conmueven. El Señor les ilusiona con una vida más plena y exigente, a la vez que más humana y conforme con la voluntad de Dios. Muchos se dejan transformar por esa novedad que ilumina la existencia. Pero también algunos dudan y se acercan a él con la intención de probarle: «¿Nos es lícito dar tributo al César, o no?» (Lc 20,22); «¿le es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo?» (Mt 19,2).
Hasta cierto punto es normal que exista un deseo de comprobar la coherencia de un nuevo mensaje con el comportamiento de quien lo transmite. Es algo que hacen los niños en relación con sus padres y con sus educadores. Sin embargo, tras ese deseo de comprobación crítica en ocasiones también se puede esconder una raíz maliciosa. Así lo recoge hoy el libro de la Sabiduría en la primera lectura: «Preparemos trampas para el justo. Veamos si son veraces sus palabras, pongamos a prueba cómo es su salida» (Sb 2,12.17).
En ese sentido, quienes queremos seguir a Cristo de cerca veremos probada nuestra autenticidad por las circunstancias y las personas: periodos particularmente intensos de trabajo, imprevistos económicos, un pariente o un colega con el que no logramos congeniar… En esos momentos necesitamos más que nunca buscar apoyo en Dios. Él nos ayudará a abrazar esas situaciones con esperanza, sabiendo que se tratan de pruebas con las que el Señor acrisola nuestra fe. «Cuando imaginamos que todo se hunde ante nuestros ojos, no se hunde nada, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza (Sal 42,2). Si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio; en cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente»[1].
UNA FE madura da coherencia y consistencia a la persona que la vive. Le permite tomar decisiones razonadas desde la escucha atenta al Espíritu Santo; y le ayuda a mantenerlas en el tiempo sin que las adversidades o las contrariedades las desbaraten. Esa fe da una unidad de vida que no solo resiste a las pruebas –como la roca resiste al viento–, sino que se sirve de las adversidades para volar más alto –como las aves aprovechan el viento–.
Mientras que los agentes climáticos externos como el agua o el sol degradan las estructuras inertes o artificiales, esos mismos agentes ayudan al desarrollo de lo vivo. Lo inerte se deshace, se corroe. Sin embargo, el principio de vida encerrado en una semilla no sedimenta, sino que al enterrarse se desarrolla y crece cuando queda oculta. Por eso, ante la adversidad, podemos rezar como el salmista: aunque «se alzan contra mí los soberbios, el Señor es el que sostiene mi vida» (Sal 54,5.6). Construimos así una vida capaz de asimilar las dificultades en favor de su desarrollo, porque Jesuscristo tomó sobre sí nuestros pecados y nos hizo capaces de esa existencia nueva donada por Dios.
Es normal que, en nuestro caminar con el Señor, encontremos obstáculos de diverso tipo. Temporadas en las que nos sintamos fríos a la hora de rezar y acudir a los sacramentos. Gente que no comprende nuestra fe. Dificultad para entender algún aspecto de la doctrina cristiana. Todas esas circunstancias pueden ayudarnos a plantearnos qué queremos realmente y a crecer en nuestro deseo por vivir junto a Dios. «Pensemos, un deseo sincero sabe tocar en profundidad las cuerdas de nuestro ser, por eso no se apaga frente a las dificultades o a los contratiempos. Es como cuando tenemos sed: si no encontramos algo para beber, esto no significa que renunciemos, es más, la búsqueda ocupa cada vez más nuestros pensamientos y nuestras acciones, hasta que estamos dispuestos a hacer cualquier sacrificio para apaciguarlo, casi obsesionados. Obstáculos y fracasos no sofocan el deseo, no, al contrario, lo hacen todavía más vivo en nosotros»[2].
LA VIRTUD de la fortaleza es aquella que «asegura la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la decisión de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral»[3]. Esas dificultades pueden ser externas, ante las cuales la persona a veces poco puede hacer para cambiarlas; sin embargo, en muchas ocasiones se trata de enemigos internos «que responden al nombre de ansiedad, angustia, miedo, culpa: son todas fuerzas que se agitan en lo más íntimo de nosotros mismos y que en alguna situación nos paralizan. (...) La mayoría de los miedos que surgen en nuestro interior son irreales, no se hacen realidad en absoluto. Mejor entonces invocar al Espíritu Santo y afrontarlo todo con paciente fortaleza: un problema detrás de otro, según nuestras posibilidades, ¡pero no solos! El Señor está con nosotros si confiamos en él y buscamos sinceramente el bien. Entonces, en cada situación, podemos contar con la Providencia de Dios, que será nuestro escudo y nuestra armadura»[4].
Quizá tenemos la experiencia de sufrir por algo que podría suceder: un posible suspenso en un examen, un proyecto que tal vez puede ir mal, una problema de salud nuestro o de una persona a la que amamos que podría cambiar radicalmente la vida… En algunos casos esa tensión nos permite actuar y prevenir una situación desastrosa. Al mismo tiempo, en otras ocasiones ese dolor no nos ayuda mucho, pues nos impide lidiar con las situaciones más reales que cada jornada nos presenta y nos fuerza a concentrarnos en hipótesis que con frecuencia sabemos que no se acaban cumpliendo.
Podemos pedir al Señor luz y fuerza para obtener claridad y fortaleza en nuestro interior, para valorar si el sufrimiento nos ayuda a afrontar el presente o nos lo roba inútilmente. «Hay almas que parecen empeñadas en inventarse sufrimientos, torturándose con la imaginación –escribe san Josemaría–. Después, cuando llegan penas y contradicciones objetivas, no saben estar como la Santísima Virgen, al pie de la Cruz, con la mirada pendiente de su Hijo»[5]. Podemos acabar este rato de oración pidiendo a nuestra Madre que nos ayude a vivir en el presente, acogiendo las dificultades de cada día con el deseo de unirnos al sacrificio de Jesús.