Evangelio (Lc 9,7-9)
Herodes el tetrarca oyó todo lo que ocurría y dudaba, porque unos decían que Juan había resucitado de entre los muertos, otros que Elías había aparecido, otros que había resucitado alguno de los antiguos profetas. Y dijo Herodes:
—A Juan lo he decapitado yo, ¿quién es, entonces, éste del que oigo tales cosas?
Y deseaba verlo.
PARA TU RATO DE ORACION
LOS EVANGELIOS nos hablan de muchas personas, muy distintas entre sí, que quieren ver a Jesús. Uno de ellos es Herodes quien, al enterarse de los milagros que realizaba, «estaba perplejo». El motivo de semejante sorpresa era que «unos decían que Juan había resucitado de entre los muertos». Pero a Herodes le costaba creer esa posibilidad, pues él mismo había acabado con la vida de Juan, instigado por Herodías, la mujer de su hermano. «A Juan lo he decapitado yo –decía–, ¿quién es, entonces, este del que oigo tales cosas?» (Lc 9,7-9). San Lucas hace notar que Herodes «deseaba verlo» (Lc 23,8). Sin embargo, cuando finalmente se encuentra con Jesús durante la Pasión, el Señor calla. El rey esperaba verle realizar algún milagro y le hacía preguntas con mucha locuacidad, pero Jesús no respondió nada. Entonces Herodes, junto con sus soldados, le despreció y se burló de él delante de todos (cfr. Lc 23,6-12).
Sin embargo, san Lucas también habla de otra persona que llevaba tiempo deseando ver a Jesús. Se trata del anciano Simeón, «un hombre justo y temeroso de Dios. (...) Había recibido la revelación del Espíritu Santo de que no moriría antes de ver a Cristo» (Lc 2,25-26). Cuando lo encontró en el Templo, aún siendo Jesús todavía un niño, «lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz”» (Lc 2,28-29). Ambos, Simeón y Herodes, querían ver a Jesús, pero el segundo fue incapaz de valorar adecuadamente su presencia, no pudo reconocer su divinidad. Su afán de satisfacción personal y su curiosidad por ver prodigios le impidió darse cuenta de que delante tenía al Mesías. En cambio, el ejemplo de Simeón «nos enseña que la fidelidad en la espera afina los sentidos espirituales y nos hace más sensibles para reconocer los signos de Dios»1. Él, dueño de una finura que podemos pedir a Dios, se conformaba con tener a Jesús entre sus manos.
LA LECTURA y meditación frecuente del Evangelio nos ayuda a ganar en intimidad con Cristo; nos ayuda a conformar nuestra vida con la suya, de forma que nuestro corazón sintonice con su ejemplo y sus palabras. Como decía san Josemaría: «Esos minutos diarios de lectura del Nuevo Testamento, que te aconsejé –metiéndote y participando en el contenido de cada escena, como un protagonista más–, son para que encarnes, para que “cumplas” el evangelio en tu vida»2. De este modo, comprenderemos que la santidad no consiste solamente en evitar el pecado o en cumplir una serie de preceptos, sino en identificarnos cada vez más con Jesús.
«Cristo te ha dado el poder de ser como él según tus fuerzas. No te asustes de oír esto. Lo que debe espantarte es no ser como él»3, decía san Juan Crisóstomo. Si somos dóciles al Espíritu Santo, en nuestra vida se irá plasmando la imagen del Señor, el semblante de los hijos de Dios. Y esto, en primer lugar, se refleja en la vida corriente, convirtiendo «la prosa diaria en endecasílabos, en verso heroico»4.
El deseo de identificarnos con Cristo cambia nuestra vida ordinaria: la familia, el trabajo, nuestras relaciones de amistad… «Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere –insisto– muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que es perfectus Deus, perfectus homo»5.
EL EMPEÑO sincero por conocer a Cristo e identificarnos con él nos llevará «a darnos cuenta de que nuestra vida no puede vivirse con otro sentido que el de entregarnos al servicio de los demás»6. Un cristiano no vive para sí mismo, sino para todas las personas que le rodean. Incluso lo que parece más personal e íntimo –nuestra vida interior, nuestro esfuerzo por mejorar en las virtudes–, tiene siempre una dimensión apostólica: el apostolado es inseparable de la propia santificación, y viceversa.
«Para un cristiano no es posible pensar en la propia misión en la tierra sin concebirla como un camino de santidad»7. Como escribe san Pablo a los tesalonicenses: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4,3). Y esta llamada del Señor no entra en conflicto con las demás ilusiones de la vida, sino todo lo contrario. Como recuerda el prelado del Opus Dei: «Ojalá que jóvenes y adultos comprendamos que la santidad no solo no es un obstáculo a los propios sueños, sino que es su culminación. Todos los deseos, todos los proyectos, todos los amores pueden formar parte de los planes de Dios»8.
En este camino de santificación y apostolado nos acompaña la Virgen. «Ella hará que nos sintamos hermanos de todos los hombres: porque todos somos hijos de ese Dios del que Ella es Hija, Esposa y Madre. (...) Nos ayudará a reconocer a Jesús que pasa a nuestro lado, que se nos hace presente en las necesidades de nuestros hermanos los hombres»9.