Evangelio (Lc 8, 1-3)
Después de esto iba él caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, proclamando y anunciando la Buena Noticia del reino de Dios, acompañado por los Doce, y por algunas mujeres, que habían sido curadas de espíritus malos y de enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana y otras muchas que les servían con sus bienes.
PARA TU RATO DE ORACION
«JESÚS iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, proclamando y anunciando la Buena noticia del reino de Dios» (Lc 8,1). Y la Sagrada Escritura nos dice que los primeros en recibir la palabra de Cristo fueron «las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10,7). De entre todos los lugares donde podía comenzar este anuncio, Jesús eligió Galilea, zona periférica con respecto a Judea, para que se cumpliera la profecía de Isaías: «Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, en el camino del mar, al otro lado del Jordán, la Galilea de los gentiles. El pueblo que yacía en tinieblas vio una gran luz; para los que yacían en región y sombra de muerte una luz ha amanecido» (Mt 4,15-16). Las tribus de Zabulón y Neftalí no habían sido fieles a Dios; los profetas habían denunciado su mundanidad y su desapego a la tradición. Era un territorio limítrofe en el que se mezclaban las razas y en donde se asentaban también numerosos gentiles: de ahí la poca fama que tenía entre algunos judíos.
Sin embargo, desde el comienzo de su predicación, el mensaje del Mesías está destinado a acoger a mujeres y hombres de todas las naciones (cfr. Mt 8,11;28,19). De hecho, Jesús muchas veces se mostraba contrario a preceptos que, con el pasar del tiempo, se habían ido añadiendo a lo principal de la Ley. Es siempre actual la tarea de encontrar los aspectos esenciales del mensaje de Cristo para que pueda llegar a todas las almas, también a quienes se encuentran más lejos. «La evangelización está esencialmente conectada con la proclamación del Evangelio a quienes no conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado. Muchos de ellos buscan a Dios secretamente, movidos por la nostalgia de su rostro, aun en países de antigua tradición cristiana. Todos tienen el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable»1.
EL SEÑOR, mientras atravesaba aquellas tierras de la ribera del lago de Genesaret, se hizo acompañar de muchas personas que iba encontrando en el camino. No era un territorio en el que abundaban los grandes hombres de estado o de cultura; más bien abundaba la gente sencilla. Parece que Jesús quiso desde el principio poner en práctica lo que después señalaría en la parábola del banquete de las bodas: «Id, por tanto, a las salidas de los caminos, e invitad a las bodas a cuantos encontréis. Y aquellos siervos salieron por los caminos, y reunieron a todos los que encontraron, tanto malos como buenos; y el salón de bodas se llenó de comensales» (Mt 22,9). ¿Cómo pudo aquel pequeño puñado de hombres entusiasmar a tanta gente con el mensaje de Cristo?
«Estos eran los discípulos elegidos por el Señor –hacía considerar san Josemaría–; así los escoge Cristo; así aparecían antes de que, llenos del Espíritu Santo, se convirtieran en columnas de la Iglesia (cfr. Gá 2,9). Son hombres corrientes, con defectos, con debilidades, con la palabra más larga que las obras. Y, sin embargo, Jesús los llama para hacer de ellos pescadores de hombres»2.
La fuerza de estos discípulos no residía principalmente en sus cualidades, sino en la experiencia de haber recibido el amor de Dios. Les sostendrá constantemente la conciencia de aquel encuentro que les llevó a proclamar: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). «El entusiasmo evangelizador se fundamenta en esta convicción. Tenemos un tesoro de vida y de amor que es lo que no puede engañar (...). Es la verdad que no pasa de moda porque es capaz de penetrar allí donde nada más puede llegar»3. Sabernos portadores de este tesoro, no dejar que caiga en el olvido, nos llevará a fijarnos menos en nuestras propias capacidades y más en mantener vivo aquel encuentro, a través del cual Dios quiere alcanzar muchas más personas.
ADEMÁS de los apóstoles, el Evangelio enumera a varias mujeres que acompañaban a Jesús: «María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana y otras mujeres» (Lc 8,2-3). Podemos ver, nuevamente, que no se trataba de las mujeres más importantes de la ciudad; más bien, eran quienes habían acudido a Cristo para ser liberadas de males físicos y espirituales.
Estas mujeres acompañaron al Señor durante su predicación. Y sabemos que lo hicieron hasta el último momento de su vida, incluso cuando había sido abandonado por casi todos sus apóstoles: «Había allí muchas mujeres mirando desde lejos, las que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle» (Mt 27,55). El amor hizo que no dejasen al Señor en aquellos instantes; pero se trataba de un amor sin ingenuidades, fuerte, compatible con el dolor. A ellas no les importaba ni la honra, ni el prestigio, ni el supuesto éxito mundano: solamente querían estar con aquel que había transformado radicalmente sus vidas. Se sentían en deuda con Jesús porque les había liberado gratuitamente de su sufrimiento, no les había pedido nada a cambio.
Las mujeres, en aquellos momentos, mantuvieron una actitud esperanzada, fundada en el amor, y lo siguen haciendo hoy en la Iglesia. Solo así se explica que María Magdalena y Juana fueran de nuevo al sepulcro de mañana, cuando todos pensaban que la aventura de Cristo había terminado. La seguridad en la resurrección nos impulsará a vivir de esa esperanza y de ese amor del que también estaba llena nuestra Madre.