"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

21 de noviembre de 2024

Presentación de la Virgen María en el Templo

 



Evangelio (Mt 12,46-50)


Aún estaba él hablando a las multitudes, cuando su madre y sus hermanos se hallaban fuera intentando hablar con él. Alguien le dijo entonces:


— Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo.


Pero él respondió al que se lo decía:


— ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?


Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo:


— Éstos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.



PARA TU RATO DE ORACION 


UNA ANTIGUA tradición cuenta cómo los padres de la Virgen, san Joaquín y santa Ana, la llevaron al templo de Jerusalén. Allí se quedaría durante un tiempo en compañía de otras niñas, para ser instruida en las tradiciones y en la piedad de Israel. Podemos leer en el Antiguo Testamento que lo mismo había realizado, tiempo atrás, la madre del profeta Samuel, también de nombre Ana, cuando ofreció a su hijo para el servicio de Dios en el tabernáculo donde se manifestaba su gloria (cfr. 1 Sam 1,21-28).

Después de aquella temporada, María siguió llevando con Joaquín y Ana una vida normal. Permaneció bajo su cuidado mientras crecía hasta hacerse mujer. Fue madurando como una más de su pueblo, sin nada extraordinario en su comportamiento. Como buena judía, orientaba toda su existencia hacia el Señor, de quien aún desconocía que sería Madre. La fiesta de hoy celebra, precisamente, esa pertenencia de la Virgen a Dios, la completa dedicación al misterio de la salvación a lo largo de toda su vida.

«Como la santa niña María se ofreció a Dios en el Templo con prontitud y por entero, así nosotros en este día presentémonos a María sin demora y sin reserva»[1], escribe san Alfonso María de Ligorio. Ella, con su propia vida, nos indica el camino hacia su Hijo, para que también la nuestra tenga su centro en él. «Sus manos, sus ojos, su actitud son un catecismo viviente y siempre apuntan al fundamento, el centro: Jesús»[2].


JESÚS se encuentra hablando a las multitudes. De repente se hace paso una persona y le dice: «Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo». El Señor responde con una pregunta que él mismo contesta: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? (...) Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mt 12, 46-50).

Estas palabras de Cristo pueden sorprendernos. Quizá tenemos la impresión de que el Señor resta importancia a la relación con su madre. Sin embargo, una mirada más delicada permite darse cuenta de que el Maestro realza la fidelidad con la que ella vive su vocación, que es fuente de su íntima cercanía con su Hijo. Comenta san Agustín, poniendo estas palabras en labios del mismo Jesús: «Mi madre, a quien proclamáis dichosa, lo es precisamente por su observancia de la Palabra de Dios, (...) porque fue fiel custodio del mismo Verbo de Dios, que lo creó a ella y en ella se hizo carne»[3].

De estas palabras del Señor aprendemos que los seguidores de Jesús pueden pasar a formar parte de su propia familia. Quienes queremos compartir la vida con Cristo y hacer la voluntad de Dios Padre somos algo más que colaboradores de un proyecto en bien de la sociedad. «Hacerse discípulo de Jesús –señala el Catecismo– es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios, a vivir en conformidad con su manera de vivir»[4]. Hoy podemos pedir a María que, al estar ya delante de Dios, nos alcance la gracia para estar cada día más cerca de su Hijo Jesús.


EN LOS EVANGELIOS vemos varios momentos en los que María responde con fidelidad al querer divino. El sí que pronuncia en la anunciación del ángel fue «el primer paso de una larga lista de obediencias que acompañarán su itinerario de madre»[5]. Quizá la mayor expresión de esta fidelidad se encuentra cuando permanece al pie de la cruz junto a su Jesús, ofreciéndole el mayor de los consuelos con su sola presencia. Los evangelistas no dicen nada de su reacción, solamente señalan que en el Gólgota, ella permanecía allí: «estaba». La Virgen no concebía una actitud de huida o distanciamiento. Había descubierto que la mayor de las felicidades –esta vez mezclada con abundantísimo dolor– en ocasiones consiste simplemente en «estar» con su Hijo.

La vida de María estuvo también marcada por otros momentos de fidelidad cotidiana que no se recogen en el Evangelio. Posiblemente su día a día transcurrió como el de la mayoría de mujeres de su época. Y fue en esas tareas comunes a las de su gente donde también cumplió la voluntad de Dios. Santificó lo pequeño y lo grande que cada día trae consigo, lo que a simple vista tenía poco valor pero a la vez mucho para nosotros. Supo poner amor en todo lo que realizaba. «Un amor llevado hasta el extremo, hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina. Eso es lo que hace que el más pequeño gesto suyo, no sea nunca banal, sino que se manifieste lleno de contenido»[6].

De este modo, se realizaba lo que Jesús diría más tarde a sus discípulos: «Quien es fiel en lo poco también es fiel en lo mucho» (Lc 16,10). Desde que María fue presentada en el Templo, toda su vida giró en torno a Dios. Y gracias a esa fidelidad en lo pequeño, vivida bajo la acción del Espíritu Santo, María supo ser fiel también en lo grande.




20 de noviembre de 2024

TUS DONES

 


Evangelio (Lc 19,11-28)


En aquel tiempo, dijo Jesús una parábola, porque él estaba cerca de Jerusalén y ellos pensaban que el Reino de Dios se manifestaría enseguida: un hombre noble marchó a una tierra lejana a recibir la investidura real y volverse. Llamó a diez siervos suyos, les dio diez minas y les dijo: «Negociad hasta mi vuelta».


 Sus ciudadanos le odiaban y enviaron una embajada tras él para decir: «No queremos que éste reine sobre nosotros».


Al volver, recibida ya la investidura real, mandó llamar ante sí a aquellos siervos a quienes había dado el dinero, para saber cuánto habían negociado. 


Vino el primero y dijo: «Señor, tu mina ha producido diez». Y le dijo: «Muy bien, siervo bueno, porque has sido fiel en lo poco, ten potestad sobre diez ciudades». Vino el segundo y dijo: «Señor, tu mina ha producido cinco». Le dijo a éste: «Tú ten también el mando de cinco ciudades».


Vino el otro y dijo: «Señor, aquí está tu mina, que he tenido guardada en un pañuelo; pues tuve miedo de ti porque eres hombre severo, recoges lo que no depositaste y cosechas lo que no sembraste». Le dice: «Por tus palabras te juzgo, siervo malo; ¿sabías que yo soy hombre severo, que recojo lo que no he depositado y cosecho lo que no he sembrado? ¿Por qué no pusiste mi dinero en el banco? Así, al volver yo lo hubiera retirado con los intereses». 


Y les dijo a los presentes: «Quitadle la mina y dádsela al que tiene diez». Entonces le dijeron: «Señor, ya tiene diez minas». Os digo: «A todo el que tiene se le dará, pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará.


En cuanto a esos enemigos míos que no han querido que yo reinara sobre ellos, traedlos aquí y matadlos en mi presencia». Dicho esto, caminaba delante de ellos subiendo a Jerusalén.


PARA TU RATO DE ORACION 


SUBIENDO HACIA JERUSALÉN, ya cerca de la ciudad santa, Jesús contó la parábola de las minas al grupo que le acompañaba (cfr. Lc 19,1-27). Un rey se marcha a tierras lejanas y encarga sus bienes a un puñado de siervos para que les saquen rendimiento. Cada siervo recibe la misma cantidad de dinero: una mina, que equivalía a medio kilo de plata. A todos les da la misma indicación: «Negociad hasta mi vuelta» (Lc 19,13). Cada uno de estos siervos tiene en sus manos un regalo, y el amo les pide que lo pongan en juego para dar fruto.


Mirar nuestros propios talentos nos ayuda a comprender la confianza que el Señor tiene en nosotros. Son el modo único y personal que tenemos para participar en la misión de Dios. Nuestros talentos son dones que aportan a la Iglesia, al mundo y a la sociedad. Además, junto a todas nuestras características personales, hemos recibido el gran regalo de la fe en Cristo y la posibilidad de vivir su misma vida a través de los sacramentos, esos «tesoros inagotables de amor, de misericordia, de cariño»[1]. Cristo «nos ha regalado los preciosos y más grandes bienes prometidos, para que por estos lleguéis a ser partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1,4).


El rey de la parábola confía en aquellos siervos, da mucho margen a su iniciativa. No les da instrucciones detalladas, diciéndoles exactamente qué hacer, sino que lo deja todo en sus manos. Dos de ellos lo entendieron rápidamente. Supieron actuar con libertad y generosidad dentro de los amplios planes de su señor. Experimentaron aquel gesto de confianza como una llamada a dinamizar el propio talento y a abrirse a sus conciudadanos: «Que cada uno ponga al servicio de los demás el don que ha recibido, como buenos administradores de la múltiple y variada gracia de Dios» (1 P 4,10-11).


«AL VOLVER, recibida ya la investidura real, mandó llamar ante sí a aquellos siervos a quienes había dado el dinero, para saber cuánto habían negociado» (Lc 19,15). Los dos primeros siervos recibieron un generoso premio por su trabajo: habían hecho rendir el tesoro recibido, dando abundante fruto. El rey se alegró y a ambos les dijo: «Muy bien, siervo bueno (...), has sido fiel en lo poco» (Lc 19,17).


Los dones «que Dios nos ha dado no son nuestros, nos han sido dados para que los usemos por la gloria de Dios –decía santa Teresa de Calcuta–. Seamos generosos y usemos todo lo que tenemos por el buen maestro»[2]. De manera habitual, ese «negocio» lo llevaremos a cabo entre las cosas normales de nuestra vida, en lo de cada día, en aquellas tareas y relaciones que a ojos del mundo podrían parecer sin relieve. «Hagamos lo que hagamos, aunque solo sea ayudar a alguien a atravesar la calle, se lo estamos haciendo a Jesús. Incluso ofrecer a alguien un vaso de agua es dárselo a Jesús», concluía la santa. «Dios cuenta con nuestra correspondencia diaria, hecha de cosas pequeñas que se engrandecen por la fuerza de su gracia»[3].


«¿Tiene el hombre algo que ofrecer a Dios? –se preguntaba, por su parte, un Padre de la Iglesia–. Sí, su fe y su amor. Es esto lo que Dios pide al hombre (…). El don de Dios existe, pero también debe existir la contribución del hombre»[4]. En realidad, el hecho de que Dios haya querido entregar en nuestras manos la posibilidad de hacer tantas cosas buenas, en lugar de hacerlas él mismo, es un misterioso regalo. Esa parábola muestra cómo el Señor desea que con nuestras capacidades le ayudemos a cuidar a las demás personas y a transformar el mundo; esa confianza divina en nosotros crea variedad y pluralidad. Como decía san Josemaría: «Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo»[5].


EL TERCER siervo de la parábola no pensó en los afanes de su amo ni quiso invertir el dinero, sino que solamente se preocupó de su propia seguridad: escondió todo en un pañuelo para devolverlo intacto. «Señor, aquí está tu mina» (Lc 19,20). El tercer siervo, a diferencia de los otros dos, «ha decidido irresponsablemente optar por la comodidad de devolver solo lo que le entregaron. Se dedicará a matar los minutos, las horas, las jornadas, los meses, los años... ¡la vida!»[6]. Comparándose con sus compañeros, quizás pensó que la tarea le superaba y prefirió un camino sin riesgos. Sin duda se perdió la gran aventura de poner en juego sus valiosos talentos.


Al llegar el amo, echó en cara con dureza la negligencia de este siervo; ha sido un «siervo malo» (Lc 19,26), le dice, porque no ha hecho fructificar la herencia que le había encomendado. Esconder la moneda, comenta san Beda, «es tanto como sepultar los dones recibidos bajo el ocio de una muelle pereza (...). Es llamado “mal siervo” porque fue perezoso en el cumplimiento de su deber»[7]. Entre el miedo a fracasar y el deseo de no complicarse la vida, ha ahogado la felicidad a la que estaba llamado, mucho más grande de la que imaginó.


«Tenemos una gran tarea por delante –nos recordaba san Josemaría–. No cabe la actitud de permanecer pasivos, porque el Señor nos declaró expresamente: “Negociad, mientras vengo”. Mientras esperamos el retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no podemos estar cruzados de brazos»[8]. Nuestra Madre bendita corrió a compartir su alegría con su prima; no enterró ni un segundo la gracia de la que le había llenado Dios. A ella podemos pedirle esa misma audacia para poner en juego los talentos que Dios nos ha dado.

19 de noviembre de 2024

«Santa desvergüenza»

 


Evangelio (Lc 19, 1-10)


Entró en Jericó y atravesaba la ciudad. Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos y rico. Intentaba ver a Jesús para conocerle, pero no podía a causa de la muchedumbre, porque era pequeño de estatura. Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, porque iba a pasar por allí. Cuando Jesús llegó al lugar, levantando la vista, le dijo:

—Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me quede en tu casa.

Bajó rápido y lo recibió con alegría. Al ver esto, todos murmuraban diciendo que había entrado a hospedarse en casa de un pecador. Pero Zaqueo, de pie, le dijo al Señor:

—Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres, y si he defraudado en algo a alguien le devuelvo cuatro veces más.

Jesús le dijo:

—Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán; porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.


PARA TU RATO DE ORACION 


EL EVANGELIO nos presenta el encuentro entre Jesús y Zaqueo casi como un hecho casual. Zaqueo ejerce el oficio de jefe de los publicanos de Jericó, una ciudad importante situada junto al río Jordán, y es muy rico. Recauda impuestos para la autoridad romana, por lo que es considerado un pecador público. Los publicanos, además, con frecuencia aprovechaban su posición para enriquecerse mediante el chantaje, lo que les había hecho ganarse el desprecio de sus vecinos.

Aquel día Jesús entra en Jericó y la recorre acompañado por la muchedumbre (cfr. Lc 19,1-10). El deseo de ver al Maestro lleva a Zaqueo a un gesto singular, en cierto sentido ridículo, dada su alta posición social. Al ser de baja estatura, «se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, porque iba a pasar por allí» (Lc 19,4). A pesar de que Zaqueo parece impulsado solo por la curiosidad, en realidad ese gesto era ya un fruto de la misericordia de Dios que lo atraía y que pronto transformaría su corazón. Antes de que Zaqueo acogiera a Jesús en su casa, el Señor lo había acogido a él. «A veces, el encuentro de Dios con el hombre tiene también la apariencia de la casualidad. Pero nada es “casual” por parte de Dios»[1].

«Cuando Jesús llegó al lugar, levantando la vista, le dijo: Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me quede en tu casa» (Lc 19,5). La mirada de Cristo penetró en el alma del publicano con fuerza. Además, ¡con cuánta ternura y familiaridad escuchó Zaqueo pronunciar su nombre! Feliz por el encuentro, «bajó rápido y lo recibió con alegría» (Lc 19,6). Es decir, abrió generosamente la puerta de su casa y de su corazón al encuentro con el Salvador.


ZAQUEO TUVO posiblemente una resistencia interior a trepar a la higuera. Sí, quería conocer a Jesús, pero corría el riesgo de provocar aún más animadversión entre sus vecinos. Desde el principio tuvo que vencer la vergüenza del ridículo y despreciar el qué dirán. Se arriesgó y superó estos obstáculos «porque la atracción de Jesús era más fuerte»[2].

San Josemaría calificó su valiente actitud de «santa desvergüenza» y la comentaba así: «No faltan [a Zaqueo] ni las burlas de los chiquillos ni la carcajada en la boca de algunas personas mayores. Pero todo eso, ¿qué importa? ¿Qué importa, cuando se trata del servicio de Cristo, la opinión de las gentes, los respetos humanos? Cuando una falsa vergüenza trate de cohibirnos, sea siempre ésta nuestra consideración: Jesús y yo, Jesús y yo; lo demás, ¿qué nos importa? (...). Dame, Jesús mío, la santa desvergüenza (...). Concédeme, Dios mío, una entereza de acero para que haga lo que deba hacer»[3].

Dios es «muy buen pagador», afirmaba santa Teresa de Jesús. «Y así, aunque sean cosas muy pequeñas, no dejéis de hacer por su amor lo que pudiereis. Su Majestad las pagará; no mirará sino el amor con que las hiciereis»[4]. Aunque el movimiento inicial de Zaqueo parezca más de curiosidad que de amor, él «ha puesto los medios para conocer a Jesús y va a obtener su recompensa. Es necesario, para sentir en nosotros el chispazo de la mirada de Jesucristo, que vayamos a entregarnos a él (...). La recompensa está ahí: en la mirada, en la llamada de Jesús»[5].


EL JEFE de publicanos hospedó en su casa al Señor y, así, abrió espacio para Dios en su vida. En pocos minutos la cercanía de Jesús comenzó a transformar su corazón. Ya en el umbral de su casa, declaró: «Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres, y si he defraudado en algo a alguien le devuelvo cuatro veces más» (Lc 19,8). Jesús disipó con delicadeza las tinieblas de su interior. Ciertamente, «a su luz se ensanchan los horizontes de la existencia: la persona comienza a darse cuenta de los demás hombres y de sus necesidades (...). La atención a los demás hombres, al prójimo, constituye uno de los principales frutos de una conversión sincera. El hombre sale de su egoísmo, deja de vivir para sí mismo, y se orienta hacia los demás; siente la necesidad de vivir para los demás, de vivir para los hermanos»[6].

«Ya que el corazón es de reducido tamaño –decía santa Catalina de Siena–, hay que hacer como Zaqueo, que no era grande, y se subió a un árbol para ver a Dios... Debemos hacer lo mismo si somos bajos, cuando tenemos el corazón estrecho y poca caridad: hay que subir sobre el árbol de la santa cruz, y allí veremos, tocaremos a Dios»[7].

Como sucedió aquel día en Jericó, también hoy Cristo nos mira, nos llama por nuestro nombre, y a cada uno nos hace su propuesta: «Conviene que hoy me quede en tu casa» (Lc 19,5). Ese «hoy» es un estímulo para nuestra generosidad. El «hoy» de Cristo ha de resonar con toda su fuerza, como una llamada a darnos sinceramente a las personas. «Él puede cambiarnos, puede convertir nuestro corazón de piedra en corazón de carne, puede liberarnos del egoísmo y hacer de nuestra vida un don de amor»[8]. María veía a Jesús desde niño y vivía en su misma casa: ella nos enseñará el camino para invitarlo a la nuestra y para dejar que nos transforme en generosos servidores de los demás.


18 de noviembre de 2024

DEDICACIO N BASILICA SAN PABLO Y SAN PEDRO


Evangelio (Mt 14, 22-33)


Y enseguida Jesús mandó a los discípulos que subieran a la barca y que se adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y, después de despedirla, subió al monte a orar a solas. Cuando se hizo de noche seguía él solo allí. Mientras tanto, la barca ya se había alejado de tierra muchos estadios, sacudida por las olas, porque el viento le era contrario. En la cuarta vigilia de la noche vino hacia ellos caminando sobre el mar. Cuando le vieron los discípulos andando sobre el mar, se asustaron y dijeron:


— ¡Es un fantasma! -y llenos de miedo empezaron a gritar.


Pero al instante Jesús les habló:


— Tened confianza, soy yo, no tengáis miedo.


Entonces Pedro le respondió:


— Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas.


—Ven, le dijo él.


Y Pedro se bajó de la barca y comenzó a andar sobre las aguas en dirección a Jesús. Pero al ver que el viento era muy fuerte se atemorizó y, al empezar a hundirse, se puso a gritar:


— ¡Señor, sálvame!


Al instante Jesús alargó la mano, lo sujetó y le dijo:


— Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?


Y cuando subieron a la barca se calmó el viento. Los que estaban en la barca le adoraron diciendo:


— Verdaderamente eres Hijo de Dios.



 PARA TU RATO DE ORACION 


LAS VIDAS DE san Pedro y san Pablo están entrelazadas por el amor a Jesucristo y por un mismo afán evangelizador. Aunque poseían un origen, un temperamento y una formación muy distintos, a partir de la llamada del Señor dedicaron sus mejores energías a dar testimonio por toda la tierra de la alegría que habían recibido, cada uno con su peculiar misión y estilo: Pedro como cabeza de la Iglesia, Pablo como apóstol de las gentes.


Se conocieron en Jerusalén, cuando Pablo visitó a los apóstoles tres años después de su conversión (cfr. Gal 1,15-18). Allí convivieron apenas unos pocos días. Es posible que posteriormente coincidieran en Roma, cuando Pablo fue encarcelado en la capital del Imperio. Sabemos que ambos dieron en esta ciudad su máximo testimonio de amor a Cristo en el martirio: Pedro fue crucificado; Pablo, decapitado. En la ciudad eterna reposan hoy sus reliquias en las basílicas dedicadas a ellos. Así se recoge hacia el año 200 en el testimonio del sacerdote romano Gayo: «Yo te puedo mostrar los restos de los apóstoles; pues, ya te dirijas al Vaticano, ya a la vía Ostiense, hallarás los trofeos de quienes fundaron aquella Iglesia»[1].


Hoy contemplamos lo que Dios puede hacer con quienes se abren generosamente a su acción. «¡Ánimo! Tú... puedes –escribía san Josemaría–. ¿Ves lo que hizo la gracia de Dios con aquel Pedro dormilón, negador y cobarde... con aquel Pablo perseguidor, odiador y pertinaz?»[2]. «La tradición cristiana siempre ha considerado inseparables a san Pedro y a san Pablo: juntos, en efecto, representan todo el Evangelio de Cristo»[3]. Ambos son fundamento de la Iglesia, símbolos de su unidad y columnas de la fe. Por este motivo, la Iglesia ha unido en un mismo día la Dedicación de las basílicas romanas de san Pedro y san Pablo, edificadas sobre sus tumbas.


DELANTE DE LA fachada de la basílica de San Pedro están colocadas dos grandes estatuas, fácilmente reconocibles por lo que llevan en sus manos: las llaves entre las de Pedro, y la espada entre las de Pablo.


El símbolo de las llaves –que Pedro recibe de Cristo– representa su autoridad. El Señor le promete que, como fiel administrador de su mensaje, a él le corresponderá abrir la puerta del reino de los cielos (cfr. Ap 3,7). La espada que Pablo porta en sus manos es el instrumento con el que fue asesinado. Sin embargo, leyendo sus cartas descubrimos que la imagen de la espada también evoca su misión evangelizadora. Cuando siente que se acerca su muerte, escribe a su discípulo Timoteo: «He luchado el noble combate» (2 Tm 4,7). Pablo ha sido denominado el decimotercer apóstol, pues, aunque no formaba parte del grupo de los doce, fue llamado por Cristo Resucitado en el camino de Damasco.


Humanamente eran muy distintos y probablemente no faltaron diferencias en su relación. Pero estas no fueron obstáculo para que uno y otro muestren «un modo nuevo de ser hermanos, vivido según el Evangelio, un modo auténtico hecho posible por la gracia del Evangelio de Cristo que actuaba en ellos»[4]. Así lo expresaba San Josemaría: «Querría –ayúdame con tu oración– que, en la Iglesia Santa, todos nos sintiéramos miembros de un solo cuerpo, como nos pide el Apóstol; y que viviéramos a fondo, sin indiferencias, las alegrías, las tribulaciones, la expansión de nuestra Madre, una, santa, católica, apostólica, romana. Querría que viviésemos la identidad de unos con otros, y de todos con Cristo»[5].


AL DEDICAR un templo al culto, ese edificio deja de ser un lugar corriente para transformarse en un espacio sagrado, que tendrá como fin dar gloria a Dios. La parte central del rito de dedicación es la consagración del altar que, estando totalmente desnudo, es ungido con el crisma en el centro y en sus cuatro ángulos. A continuación, se inciensa, y se viste con los manteles, las flores, los cirios y la cruz. El celebrante, con una vela encendida en la mano, invoca a la «luz de Cristo», de modo análogo a como se hace durante la Vigilia Pascual.


A imagen de un templo, todos los cristianos hemos sido consagrados a Dios en nuestro Bautismo, hemos sido ungidos en el pecho con el santo crisma. También a nosotros se nos ha entregado una vela, encendida a partir de la llama del cirio pascual, para que seamos fuentes de luz en el mundo. Podemos cooperar con entusiasmo a la edificación de la Iglesia porque somos «piedras vivas» (1 P 2,5) de este edificio sobrenatural. Estos dos testigos de la fe son admirables no tanto por poseer unas capacidades inigualables, sino más bien porque en el centro de su historia «está el encuentro con Cristo que cambió sus vidas. Experimentaron un amor que los sanó y los liberó y, por ello, se convirtieron en apóstoles y ministros de liberación para los demás»[6].


«Pedro conoció personalmente a María y, en diálogo con ella, especialmente en los días que precedieron Pentecostés (cf. Hch 1,14), pudo profundizar el conocimiento del misterio de Cristo. Pablo, al anunciar el cumplimiento del designio salvífico “en la plenitud del tiempo”, no dejó de recordar a la “mujer” de la que el Hijo de Dios había nacido en el tiempo (cfr. Gal 4,4)»[7]. Le pedimos a ella que, a ejemplo de san Pedro y san Pablo, abracemos en nuestra vida la aventura de edificar la Iglesia.

17 de noviembre de 2024

NADIE SABE NI EL DIA NI LA HORA


 Evangelio (Mc 13,24-32)


Pero en aquellos días, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potestades de los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del Hombre que viene sobre las nubes con gran poder y gloria. Y entonces enviará a los ángeles y reunirá a sus elegidos desde los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo.


Aprended de la higuera esta parábola: cuando sus ramas están ya tiernas y brotan las hojas, sabéis que está cerca el verano. Así también vosotros, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que es inminente, que está a las puertas. En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todo esto se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Pero nadie sabe de ese día y de esa hora: ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre.



PARA TU RATO DE ORACION 


A LO LARGO del año litúrgico hemos vivido el misterio de Cristo, recorriendo su vida desde Belén hasta el dolor y la gloria en Jerusalén. En el penúltimo domingo del tiempo ordinario, la Iglesia nos invita a contemplar el último día: el final de los tiempos, del mundo y de la historia. «En aquellos días, después de aquella tribulación –dice Jesús, hablando sobre su propia venida–, el sol se oscurecerá y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potestades de los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del Hombre que viene sobre las nubes con gran poder y gloria» (Mc 13,24-26).


Los apóstoles llevaban tres intensos años compartiendo la vida con Cristo. Han sido testigos cercanos de su misericordia. Al terminar su vida terrena, Jesús les comunicó que él mismo vendrá a consumar definitivamente la historia humana. Los cristianos vivimos en esta continua y dulce espera. Entonces, «Dios pronunciará, en el Hijo, su juicio sobre la historia de los hombres»[1]. Cristo es el alfa y el omega, el principio y fin de todas las cosas, juez de la historia (cfr. Ap 21,6). Todo tiende hacia él. La creación entera y la misma historia humana corren hacia él.


Esta realidad no nos despega de nuestras tareas cotidianas, sino todo lo contrario. «Para un cristiano lo más importante es el encuentro continuo con el Señor. Y así, acostumbrados a estar con el Señor de la vida, nos preparamos al encuentro, a estar con el Señor en la eternidad. Y este encuentro definitivo vendrá al final del mundo. Pero el Señor viene cada día, para que, con su gracia, podamos cumplir el bien en nuestra vida y en la de los otros. Nuestro Dios es un Dios-que-viene: ¡él no decepciona nuestra espera!»[2].


«EL CIELO y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mc 13,31). El universo entero está destinado a pasar, toda la creación está marcada por la finitud. En un mundo en el que no hay nada definitivamente estable, las palabras de Jesús son, en cambio, semillas de eternidad. Dios no pasa y lo que de él proviene no tiene un plazo de caducidad. «En la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que unirse a él por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros»[3]. Para que se haga realidad esta unión fecunda con Cristo y no dejar infecunda la acción de la Palabra de Dios, el cristiano necesita cultivar el silencio interior y exterior. Así podremos tener un corazón atento a su voz. «El silencio tiene la capacidad de abrir en la profundidad de nuestro ser un espacio interior, para que Dios habite, para que permanezca su mensaje, y nuestro amor por él penetre la mente, el corazón, y aliente toda la existencia»[4].


Todas las palabras pronunciadas por los hombres, incluso las más importantes, sufren el paso del tiempo. Por el contrario, las palabras de Dios recogidas en el Evangelio nunca se desgastan, son vivas y dan vida abundante. Lo comprobamos con alegría cuando descubrimos que nos habla de modo nuevo un pasaje de la Escritura o que brilla otra vez cuando lo hacemos tema de nuestra oración. Esta lectura requiere tiempo y calma. «No es suficiente leer la Sagrada Escritura, es necesario escuchar a Jesús que habla en ella»[5]. De esta manera, con la inspiración del Espíritu Santo, las palabras divinas pasan a ser parte de nuestro ser. Jesús mismo es, también en esto, un modelo: en su vida pública le vemos con frecuencia que se aparta para orar, se detiene para hablar y escuchar a su Padre.


JESÚS NOS ANUNCIA el final de la historia porque desea que sus discípulos estemos atentos, en vigilia, que no nos distraigamos de lo importante y verdadero. Cuando sabemos que algo va a suceder en el futuro, pero no conocemos con exactitud el momento concreto, el corazón procura no despistarse. Por este motivo, Jesús a la vez que profetiza el final, no satisface la posible curiosidad sobre el momento exacto de ese último día: «Nadie sabe de ese día y de esa hora: ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre» (Mc 13,32). Jesús quiere que vivamos esperando su llegada porque sabe que vivir así nos hace más felices. La espera encenderá los deseos de nuestro corazón, lo dilatará y lo hará capaz de un amor más atento.


«Ya desde los primeros tiempos, la perspectiva del Juicio ha influido en los cristianos, también en su vida diaria, como criterio para ordenar la vida presente, como llamada a su conciencia y, al mismo tiempo, como esperanza en la justicia de Dios. La fe en Cristo nunca ha mirado solo hacia atrás ni solo hacia arriba, sino siempre adelante, hacia la hora de la justicia que el Señor había preanunciado repetidamente. Este mirar hacia adelante ha dado la importancia que tiene el presente para el cristianismo»[6]. Que María, Reina del cielo, nos ayude a acoger a Jesús como el centro de nuestras vidas, con nuestros pies en el presente y nuestra mirada en el futuro. Le pedimos al Señor con las palabras de la Colecta de la Misa de hoy: «Concédenos, Señor, Dios nuestro, alegrarnos siempre en tu servicio, porque en dedicarnos a ti, (...) consiste la felicidad completa y verdadera»[7].

16 de noviembre de 2024

Insiste, sin desanimarte

 




Evangelio (Lc 18,1-8)


Les proponía una parábola sobre la necesidad de orar siempre y no desfallecer, diciendo:


—Había en una ciudad un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. También había en aquella ciudad una viuda, que acudía a él diciendo: «Hazme justicia ante mi adversario». Y durante mucho tiempo no quiso. Sin embargo, al final se dijo a sí mismo: «Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda está molestándome, le haré justicia, para que no siga viniendo a importunarme».


Concluyó el Señor:


—Prestad atención a lo que dice el juez injusto. ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar? Os aseguro que les hará justicia sin tardanza. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?



PARA TU RATO DE ORACION 



AUNQUE MUCHAS VECES parezca difícil compaginar la idea de un Dios absolutamente perfecto, que conoce todo, con su disposición a dejarse conmover por nosotros, Jesús es claro en el Evangelio de hoy. Sí: Dios cuenta con nuestras oraciones. Cristo mismo relata «una parábola sobre la necesidad de orar siempre y no desfallecer, diciendo: Había en una ciudad un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. También había en aquella ciudad una viuda, que acudía a él diciendo: “Hazme justicia ante mi adversario”. Y durante mucho tiempo no quiso. Sin embargo, al final se dijo a sí mismo: “Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda está molestándome, le haré justicia, para que no siga viniendo a importunarme”. Concluyó el Señor: Prestad atención a lo que dice el juez injusto. ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar?» (Lc 18,1-7).


La parábola nos presenta, con vivos colores, a un juez desalmado y a una viuda perseverante. La conclusión se saca por contraste: si hasta un personaje como ese juez, aunque sea a regañadientes, cede ante la porfiada insistencia de la viuda, ¿cómo no será eficaz nuestra oración perseverante, si quien nos escucha es nuestro Padre Dios, que nos ama infinitamente y desea más que nosotros mismos nuestro bien?


Cuando se descubre el amor de Dios, «se comprende que toda necesidad puede convertirse en objeto de petición. Cristo, que ha asumido todo para rescatar todo, es glorificado por las peticiones que ofrecemos al Padre en su Nombre (cfr. Jn 14,13). Con esta seguridad, Santiago (cfr. St 1,5-8) y Pablo nos exhortan a orar en toda ocasión (cfr. Ef 5,20; Flp 4,6-7; Col 3,16-17; 1 Ts 5,17-18)»[1]. Con la oración reconocemos el poder, la bondad y la misericordia de Dios. Y el primer fruto de la oración es que nos une más al Señor, que nos ayuda a aceptar su voluntad hasta identificarnos con ella, aunque no siempre la comprendamos del todo.


LA VIDA DE san Josemaría, como la de otros muchos santos, es un ejemplo de perseverancia en la oración. «Yo soy muy tozudo, soy aragonés –decía en una ocasión con buen humor, recordando un rasgo que se suele atribuir a los de su tierra–: y eso, llevado a lo sobrenatural, no tiene importancia; al contrario, es bueno, porque hay que insistir en la vida interior»[2]. Y con gran frecuencia, ante las necesidades y urgencias que aparecían continuamente en la vida de la Iglesia y de la Obra, animaba a sus hijas e hijos a rezar con fe y sin desanimarse: «¡No hay más remedio que perseverar! ¡Pedid, pedid, pedid! ¿No veis lo que hago yo? Trato de practicar este espíritu. Y cuando quiero una cosa, hago rezar a todos mis hijos, y les digo que ofrezcan la Comunión, y el Rosario, y tantas mortificaciones y tantas jaculatorias, ¡miles! Y Dios nuestro Señor, si perseveramos con perseverancia personal, nos dará todos los medios necesarios para ser más eficaces y extender su Reino en el mundo»[3].


«La súplica es expresión del corazón que confía en Dios, que sabe que solo no puede. En la vida del pueblo fiel de Dios encontramos mucha súplica llena de ternura creyente y de profunda confianza. No quitemos valor a la oración de petición, que tantas veces nos serena el corazón y nos ayuda a seguir luchando con esperanza. La súplica de intercesión tiene un valor particular, porque es un acto de confianza en Dios y al mismo tiempo una expresión de amor al prójimo. Algunos, por prejuicios espiritualistas, creen que la oración debería ser una pura contemplación de Dios, sin distracciones, como si los nombres y los rostros de los hermanos fueran una perturbación a evitar. Al contrario, la realidad es que la oración será más agradable a Dios y más santificadora si en ella, por la intercesión, intentamos vivir el doble mandamiento que nos dejó Jesús. La intercesión expresa el compromiso fraterno con los otros cuando en ella somos capaces de incorporar la vida de los demás, sus angustias y sus sueños. De quien se entrega generosamente a interceder puede decirse con las palabras bíblicas: «Este es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por el pueblo» (2 M 15,14)»[4].


«CUANDO VENGA el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?» (Lc 18,8). El colofón que Jesús da al relato de la parábola sobre la necesidad de orar siempre, pone de manifiesto el estrecho vínculo que existe entre fe y oración. «Creamos, pues, para poder orar –decía san Agustín– y oremos para que la fe, que es el principio de la oración, no nos falte. La fe difunde la oración, y la oración, al difundirse obtiene, a su vez, la firmeza de la fe»[5].


Tanto en nuestra vida personal como en el caminar de la Iglesia por la historia humana, podemos tener la seguridad de que «la lámpara de la fe estará siempre encendida sobre la tierra mientras esté el aceite de la oración»[6]. Los aparentes éxitos o fracasos individuales o colectivos tienen una importancia muy relativa porque la esencia del Evangelio es otra: «El Evangelio no es la promesa de éxitos fáciles. No promete a nadie una vida cómoda. Es exigente. Y al mismo tiempo es una Gran Promesa: la promesa de la vida eterna para el hombre, sometido a la ley de la muerte; la promesa de la victoria, por medio de la fe, a ese hombre atemorizado por tantas derrotas»[7].


Hemos de rezar siempre, dirigirnos al Señor «como se habla con un hermano, con un amigo, con un padre: lleno de confianza. Dile: ¡Señor, que eres toda la Grandeza, toda la Bondad, toda la Misericordia, sé que Tú me escuchas! Por eso me enamoro de Ti, con la tosquedad de mis maneras, de mis pobres manos ajadas por el polvo del camino»[8]. María es maestra de oración porque tenía siempre en mente a su hijo. «Mira cómo pide a su Hijo, en Caná. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. Y cómo logra»[9].


15 de noviembre de 2024

UNA VISION QUE TE HARA CAMBIAR DE VIDA

 



Evangelio (Lc 17,26-37)


Y como ocurrió en los días de Noé, así será también en los días del Hijo del Hombre. Comían y bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que Noé entró en el arca, y vino el diluvio e hizo perecer a todos. Lo mismo sucedió en los días de Lot: comían y bebían, compraban y vendían, plantaban y edificaban; pero el día en que salió Lot de Sodoma, llovió del cielo fuego y azufre y los hizo perecer a todos. Del mismo modo sucederá el día en que se manifieste el Hijo del Hombre. Ese día, quien esté en el terrado y tenga sus cosas en la casa, que no baje por ellas; y lo mismo quien esté en el campo, que no vuelva atrás. Acordaos de la mujer de Lot. Quien pretenda guardar su vida la perderá; y quien la pierda la conservará viva. Yo os digo que esa noche estarán dos en el mismo lecho: uno será tomado y el otro dejado. Estarán dos moliendo juntas: una será tomada y la otra dejada.


Y a esto le dijeron:


—¿Dónde, Señor?


Él les respondió:


—Dondequiera que esté el cuerpo, allí se reunirán los buitres.



PARA TU RATO DE ORACION 



ALGUNAS VECES escuchamos a Jesús utilizar un lenguaje profético, lleno de símbolos y comparaciones. Lo hace hoy, por ejemplo, al hablarnos de su última venida y animarnos a vivir en consecuencia. Nos recuerda, primero, dos episodios del Antiguo Testamento: el diluvio universal en tiempos de Noé y el castigo a Sodoma tras la huida apresurada de Lot. El mensaje que quiere transmitir Jesús es claro: Dios llegará de forma repentina. Y nos dice que, tristemente, encontrará a muchos desprevenidos, ocupados o distraídos en los asuntos terrenos, sin mirar también a los eternos.


Al hacernos pensar en el fin de los tiempos, que quizá percibimos como un evento lejano, Jesús nos invita a reflexionar sobre el presente: también nosotros, quizás, estamos ocupados en mil cosas cada día; tal vez nuestras jornadas se repiten con cierta monotonía, sin dejarnos espacio para mirar hacia el cielo. Por eso, nos viene muy bien este recordatorio que el Evangelio presenta sin medias tintas: acuérdate de que eres mortal, y de que la muerte es cierta pero también incierta, imprevisible; aprovecha los días para hacer el bien, recordando que después llegará la verdadera vida, la eternidad.


Mirar el cielo nos ayuda a sintonizar nuestra vida con el proyecto de Dios, con la verdad más profunda de nuestra condición humana. Saber que la vida no termina con la muerte nos llena de esperanza. El mismo Dios que se ha hecho cercano en la tierra, nos espera también ardientemente en el cielo, nos ha preparado una morada. Allí nos aguarda –utilizando palabras de san Josemaría– «todo el amor, toda la belleza, toda la grandeza, toda la ciencia… Y sin empalago: te saciará sin saciar»[1].


«¡VISIÓN SOBRENATURAL! ¡Calma! ¡Paz! Mira así las cosas, las personas y los sucesos... con ojos de eternidad.Entonces, cualquier muro que te cierre el paso –aunque, humanamente hablando, sea imponente–, en cuanto alces los ojos de veras al cielo, ¡qué poca cosa es!»[2]. Tener visión sobrenatural significa poner en la ecuación de nuestra vida el factor de la vida eterna, el cielo que Dios ha preparado para nosotros cuando concluirán nuestros días en la tierra. Esta perspectiva de fe, amplia y profunda, redimensiona los problemas a los que nos enfrentamos en nuestra familia, en la Iglesia, en el mundo…


Considerar la realidad con visión sobrenatural –que significa verla más con los ojos de Dios, es decir, como realmente es– nos introduce en la sabiduría de Dios y por tanto nos ayuda a descubrir el sentido positivo de las renuncias que a veces hemos de hacer. «El que pretenda guardar su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará» (Lc 17,33), dice el Señor en el Evangelio. En la vida cristiana, con frecuencia es necesario perder para ganar, morir para dar fruto, desprenderse de lo que impide seguir de cerca a Cristo para purificarse y que el alma pueda volar cada vez más alto. Mirando a Jesús nos damos cuenta de que vale la pena luchar con alegría y con esfuerzo, sabiéndonos poca cosa, pero conscientes también de que «todo es bueno para los que aman a Dios: en esta tierra se puede arreglar todo menos la muerte: y para nosotros la muerte es Vida»[3].


LA FE EN LA VIDA eterna nos revela el auténtico valor del tiempo presente. El Señor, en su amor, nos puso en la tierra, y al final volveremos a él. Nuestros años están contados: son un don de Dios en el cual también nos ha regalado la libertad para utilizarlos como nos parezca mejor. Por eso el tiempo es un valioso tesoro que Dios deja en nuestras manos. Podemos malgastarlo o, por el contrario, hacer un buen uso de él, y vivir «cada instante con vibración de eternidad»[4].


Podemos concentrar el uso del tiempo en nosotros mismos: salud, prestigio, trabajo, bienestar, estatus… O podemos buscar frutos de eternidad a través del servicio. El afán de servir lleva a poner nuestro tiempo a disposición del Señor, a no preocuparnos con ansia por el futuro, a sentirnos colaboradores de Dios para edificar su reino en los corazones. Por medio del servicio, nuestro tiempo supera sus límites y se transforma en el «para siempre» de la eternidad.


«Entiendo muy bien aquella exclamación que san Pablo escribe a los de Corinto –dice san Josemaría–: tempus breve est! ¡Qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! (...). Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar»[5]. En María, que tiene el tesoro más grande en el cielo, podemos mirar el mejor ejemplo de servicio a Jesús y a todas las personas que se cruzan en nuestro camino.




14 de noviembre de 2024

EL REINO DE DIOS

 



Evangelio (Lc 17,20-25)


En aquel tiempo, interrogado por los fariseos sobre cuándo llegaría el Reino de Dios, él les respondió: — El Reino de Dios no viene con espectáculo; ni se podrá decir: «Mirad, está aquí», o «está allí»; porque daos cuenta de que el Reino de Dios está ya en medio de vosotros. Y les dijo a los discípulos: — Vendrá un tiempo en que desearéis ver uno solo de los días del Hijo del Hombre, y no lo veréis. Entonces os dirá: «Mirad, está aquí», o «Mirad, está allí». No vayáis ni corráis detrás. Porque, como el relámpago fulgurante brilla de un extremo a otro del cielo, así será en su día el Hijo del Hombre. Pero es necesario que antes padezca mucho y sea reprobado por esta generación.



PARA TU RATO DE ORACION 



EN EL EVANGELIO de la Misa de hoy, algunos fariseos preguntan a Jesús cuándo llegará el reino de Dios. Tienen la idea de que la llegada del Mesías estaría acompañada de manifestaciones prodigiosas y de un castigo para quienes se le oponen. La respuesta de Cristo, sin duda, los desconcertó por completo: «El Reino de Dios no viene con espectáculo; ni se podrá decir: “Mirad, está aquí”, o “está allí”; porque daos cuenta de que el Reino de Dios está ya en medio de vosotros» (Lc 17,20-21).


El Señor, que nació en el silencio de Belén y vivió durante treinta años como un habitante más de Palestina, instaura su reino en la tierra con la misma discreción que caracterizó su existencia terrena. «Lo que define al cristiano no son tanto las condiciones exteriores de su existencia, cuanto la actitud de su corazón»[1], dice san Josemaría; es allí donde la apertura a Dios instaura un nuevo orden, una nueva paz.


Pensar en el reino de Dios es, en primer lugar, considerar cómo sabemos encontrar al Señor en nuestra vida ordinaria: en la familia, el trabajo, las pequeñas cosas de cada día; cómo entendemos que la redención nos alcanza no por estrategias humanas externas, sino en lo más íntimo de nuestra vida. «Cuando Cristo inicia su predicación en la tierra –sigue san Josemaría–, no ofrece un programa político, sino que dice: “ haced penitencia, porque está cerca el reino de los cielos”; encarga a sus discípulos que anuncien esa buena nueva, y enseña que se pida en la oración el advenimiento del reino. Esto es el reino de Dios y su justicia, una vida santa: lo que hemos de buscar primero, lo único verdaderamente necesario»[2].


«YO SOY LA VID, vosotros los sarmientos –dice el Señor–; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante» (Jn 15,5). Estas palabras que hoy recita la Iglesia antes del Evangelio nos sirven para seguir meditando en la instauración del Reino de Dios en nuestra alma y, desde ella, en el mundo que nos rodea. Permanecer unidos a la vid, que es Cristo, en todo momento y en toda ocasión, cada día, cada hora, cuando es fácil y cuando es más arduo: tenemos aquí un ideal apasionante y fecundo.


¿Cómo reina el Señor en mi trabajo?, podemos preguntarnos, examinando la actividad que ocupa la mayor parte de nuestro tiempo; la actividad que transforma el mundo y que, como enseñaba san Josemaría, es la materia de nuestra santidad. Y quizá nos damos cuenta de tantas cosas que podemos mejorar en la realización del propio trabajo: concentración, buen humor, pensar en los demás… También puede suceder que trabajemos mucho y bien, pero no por amor a Dios y como expresión de servicio a las otras personas, sino pensando casi exclusivamente en nosotros mismos.


Un modo concreto de saber hasta qué punto reina el Señor en nosotros es examinar cómo cuidamos nuestro plan de vida espiritual, el tiempo que dedicamos a la Santa Misa, la oración mental o vocal, la lectura de la Biblia y de algún libro espiritual… Si lo primero en nuestra existencia cotidiana es el Señor y los deseos de colaborar en la redención del mundo, estos tiempos gozarán de una real y efectiva prioridad, pues nos ayudarán a ser levadura en medio de la masa, sal en el mundo. Como es obvio, a veces podrán surgir imprevistos, y no habrá otro remedio que cambiar de planes; pero nuestras prácticas de piedad no quedarán habitualmente en el olvido a la mínima que se presenten contratiempos. El Reino de Dios llega a nosotros y a quienes nos rodean solo si estamos habitualmente unidos a la verdadera vid.


OTRO ÁMBITO en donde el Reino de Dios se construye sin espectáculo es el de la relación con los demás y, especialmente, en la propia familia. En el hogar, podemos practicar continuamente las virtudes de la convivencia: buen humor, no darse demasiada importancia a uno mismo, cordialidad, empatía, escucha; paciencia, mansedumbre, delicadeza… Si buscamos decididamente la santidad de la vida cotidiana en el hogar, pidiendo al Espíritu Santo que nos ayude a permanecer en su amor, sabremos llevar después esa caridad cristiana a nuestras relaciones profesionales y sociales; también a aquellas personas que se hallen en especial necesidad: solas, abandonadas, descartadas u obligadas a dejar su tierra.


En efecto, el modo en que Dios ha deseado concedernos sus dones se lleva a cabo de un modo sorprendentemente humano: a través de las relaciones de unos con otros. En cierto sentido, este es el motivo por el que vivimos juntos y por el que deseamos servirnos mutuamente. San Josemaría nos animaba a dejar que Cristo reine en nuestra alma para, de esa manera, como él y con él, ser servidores de todos: «Servicio. ¡Cómo me gusta esta palabra! Servir a mi Rey y, por él, a todos los que han sido redimidos con su sangre. ¡Si los cristianos supiésemos servir! Vamos a confiar al Señor nuestra decisión de aprender a realizar esta tarea de servicio, porque sólo sirviendo podremos conocer y amar a Cristo, y darlo a conocer y lograr que otros más lo amen»[3].


Pidamos a nuestra Madre del cielo que sepamos ser dóciles al Espíritu Santo, para que instaure el Reino de Dios en nuestro corazón y nos convierta en servidores de todos los hombres.

13 de noviembre de 2024

DAR GRACIAS EN TODA OCASION

 


Evangelio (Lc 17, 11-19)


Al ir de camino a Jerusalén, atravesaba los fines de Samaría y Galilea; y, cuando iba a entrar en un pueblo, le salieron al paso diez leprosos, que se detuvieron a distancia y le dijeron gritando:


–¡Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros!


Al verlos, les dijo:


–Id y presentaos a los sacerdotes.


Y mientras iban quedaron limpios. Uno de ellos, al verse curado, se volvió glorificando a Dios a gritos, y fue a postrarse a sus pies dándole gracias. Y este era samaritano. Ante lo cual dijo Jesús:


–¿No son diez los que han quedado limpios? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?


Y le dijo:


–Levántate y vete; tu fe te ha salvado



PARA TU RATO DE ORACION 



«¡JESÚS, MAESTRO, ten piedad de nosotros!». Es el grito de unos leprosos que, quizá habiendo superado varios obstáculos, consiguen llegar hasta el Señor. En la antigüedad era una gran desventura ser leproso. Primero, sufrían mucho físicamente; tanto, que el nombre que los judíos daban a esta enfermedad significa literalmente «golpe de látigo». Pero, por si eso fuera poco, a los padecimientos corporales se añadía el dolor moral: esta enfermedad suscitaba terror, pues se pensaba que era muy contagiosa, y por eso había una minuciosa reglamentación para diagnosticarla y apartar de la sociedad a quien la hubiese contraído. También estaban previstas una serie de condiciones para certificar la curación, trámite que correspondía a los sacerdotes. Además, se achacaba la enfermedad a los pecados que habría cometido quien la padecía.


Así podremos comprender mejor hasta qué punto sufrían y estaban desconsolados los diez leprosos que Jesús encontró por el camino. Vivían en las afueras de un pueblo. Parientes, amigos, y otras personas compasivas les llevarían a diario alimentos. Probablemente a través de ellos habían oído hablar de Jesús: un rabino –maestro– que predicaba con autoridad y que hacía milagros. Cuando el Señor se acercaba al pueblo, alguien les avisaría de su presencia y acudieron a saludarlo a distancia, con la esperanza de que pudiera curarlos. «A lo lejos se pararon –comenta un santo medieval–, porque en aquellas condiciones no osaban acercarse. Igual nos pasa a nosotros: nos mantenemos a distancia cuando nos obstinamos en el pecado. Para sanar, para ser curados de la lepra de nuestros pecados, gritemos a voz en cuello y digamos: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Pero gritemos no con la boca, sino con el corazón. El grito del corazón es más agudo. El clamor del corazón penetra los cielos y se eleva más sublime ante el trono de Dios»[1].


LOS LEPROSOS CLAMAN para que Jesús los cure. El Señor les dice que vayan a presentarse a los sacerdotes, que eran los indicados por la ley para constatar una posible curación. Así, cuando se ponen en marcha, obedeciendo al Maestro, están dando una prueba de fe. Y, mientras van de camino, se dan cuenta de que efectivamente están sanos. Sin embargo, solo uno de ellos, un samaritano, regresa buscando a Jesús: «Al verse curado, se volvió glorificando a Dios a gritos, y fue a prostrarse a sus pies dándole gracias» (Lc 17,15-16). El Señor se lamenta de que los otros nueve no hayan regresado a dar gloria a Dios, de que no hayan querido agradecer su curación. Dice al samaritano: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado» (Lc 17,19).


Contemplando el Evangelio de hoy, podemos distinguir «dos grados de curación: uno, más superficial, concierne al cuerpo; el otro, más profundo, afecta a lo más íntimo de la persona, a lo que la Biblia llama el “corazón”, y desde allí se irradia a toda la existencia. La curación completa y radical es la “salvación”. Incluso el lenguaje común, distinguiendo entre “salud” y “salvación”, nos ayuda a comprender que la salvación es mucho más que la salud; en efecto, es una vida nueva, plena, definitiva. Además, aquí, como en otras circunstancias, Jesús pronuncia la expresión: “Tu fe te ha salvado”. Es la fe la que salva al hombre, restableciendo su relación profunda con Dios, consigo mismo y con los demás; y la fe se manifiesta en el agradecimiento»[2]. No sabemos qué pasó con los demás leprosos. Sabemos, ciertamente, que quedaron curados de su enfermedad física. Pero el Evangelio nos muestra a Jesús constatando la curación espiritual solamente del samaritano, quien aparentemente estaba más alejado de la fe del pueblo elegido.


«Quien sabe agradecer, como el samaritano curado, demuestra que no considera todo como algo debido, sino como un don que, incluso cuando llega a través de los hombres o de la naturaleza, proviene en definitiva de Dios. Así pues, la fe requiere que el hombre se abra a la gracia del Señor; que reconozca que todo es don, todo es gracia. ¡Qué tesoro se esconde en una pequeña palabra: “gracias”!»[3].


«DAD GRACIAS en toda ocasión: esta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros» (Ts 5,18). La antífona de la misa de hoy, tomada de las enseñanzas de san Pablo, nos invita a manifestar frecuentemente nuestra gratitud al Señor. Ciertamente, cada día, cuando nos despertamos, podemos agradecer incluso las cosas que nos parecen más descontadas, pero que echaríamos tanto de menos si se nos privase de ellas: respirar, sentir, ver, caminar; la belleza de la naturaleza, la luz y el calor del sol, tener una familia, poder amar y ser amados… Los cristianos, además, agradecemos al Señor las maravillas de su gracia, todo lo que inmerecidamente hemos recibido y seguimos recibiendo cada día para avanzar por el camino de la santidad.


«Sea cual sea tu edad –escribía san Francisco de Sales–, no hace mucho que estás en el mundo. Dios te ha sacado de la nada, te ha hecho nacer y eres lo que eres por pura bondad suya. Te ha hecho el ser más principal del mundo visible, llamado a compartir su eternidad y capaz de unirse a él. No te ha traído al mundo porque tuviese necesidad de ti, sino únicamente para manifestar su bondad. Nos ha dado inteligencia para que podamos conocerle, memoria para que nos acordemos de él, y voluntad para amarle. La imaginación para que nos representemos sus beneficios, los ojos para admirar las maravillas de la creación, la lengua para alabarle… Te ha hecho a imagen suya (…). Piensa en todo lo que Dios te ha dado en el ámbito del espíritu, del cuerpo, del alma: te ha dado la salud, el bienestar, los buenos amigos… Te alimenta con sus Sacramentos, te ilumina con sus luces, te ha perdonado tantas veces»[4].


«¡Qué bonito es lo que decimos cada día en las Preces! –decía san Josemaría–. Podéis emplearlo como jaculatoria: gratias tibi, Deus, gratias tibi! Porque, si damos las gracias, Dios nos entregará más; pero si nuestra soberbia se apropia de lo que no es nuestro, nos cerraremos para recibir la ayuda del Señor»[5]. Acudamos a María quien, justamente por su humildad, por agradecer todo como don de Dios, recibió regalos que no podía siquiera imaginar.




12 de noviembre de 2024

DESCANSAR



 Evangelio (Lc 17, 7-10)


Si uno de vosotros tiene un siervo en la labranza o con el ganado y regresa del campo, ¿acaso le dice: «Entra enseguida y siéntate a la mesa»? Por el contrario, ¿no le dirá más bien: «Prepárame la cena y disponte a servirme mientras como y bebo, que después comerás y beberás tú»? ¿Es que tiene que agradecerle al siervo el que haya hecho lo que se le había mandado? Pues igual vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: «Somos unos siervos inútiles; no hemos hecho más que lo que teníamos que hacer».



PARA TU RATO DE ORACION 



ALGUNAS de las imágenes que emplea Jesús pueden llamar la atención. Por ejemplo, cuando habla de un criado que vuelve de trabajar en el campo y, en lugar de defender su derecho a descansar, afirma que su amo tiene razón cuando le dice: «Prepárame la cena y disponte a servirme mientras como y bebo, que después comerás y beberás tú» (Lc 17,8). Podría parecer que está reforzando la postura tiránica de aquel señor. Sin embargo, lo que Cristo pretende mostrar a sus discípulos con esta parábola es la actitud con la que han de cumplir con sus obligaciones, ya sean con Dios o con los demás: no han de buscar el premio o el reconocimiento, sino redescubrir el valor del servicio humilde y corriente. «Igual vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: “Somos unos siervos inútiles; no hemos hecho más que lo que teníamos que hacer”» (Lc 17,10).


Algunas personas de aquella época construían su relación con Dios a partir de una lógica de la retribución. Si uno tenía una vida próspera, se consideraba que era dichoso a los ojos del Señor, que le habría brindado esa riqueza en reconocimiento de sus buenas obras. Por eso, a veces el principal motivo por el que se cumplía la Ley era precisamente para ganarse el favor divino y recibir algún beneficio. «Ante Dios no debemos presentarnos nunca como quien cree haber prestado un servicio y por ello merece una gran recompensa. Esta es una falsa concepción que puede nacer en todos, incluso en las personas que trabajan mucho al servicio del Señor, en la Iglesia. En cambio, debemos ser conscientes de que, en realidad, no hacemos nunca bastante por Dios»[1]. Jesús, con la imagen del criado, nos invita a no olvidar quiénes somos y cuál es el verdadero motivo por el que vale la pena trabajar: para dar la vida por el Señor y por los demás. «Olvídate de ti mismo… –escribía san Josemaría– Que tu ambición sea la de no vivir más que para tus hermanos, para las almas, para la Iglesia; en una palabra, para Dios»[2].


PROBABLEMENTE en más de una ocasión nos hayamos visto reflejados en el siervo de esta parábola. Después de una intensa jornada laboral, nos acercamos a casa con el deseo de encontrar un poco de paz. Sin embargo, nada más llegar comprobamos que hay otro tipo de trabajos que requieren nuestro esfuerzo y nuestra atención: cuidar de los hijos, realizar algunas tareas domésticas, ayudar a un pariente que nos busca… Y como además tenemos todo el peso del día, quizá nos resulte más difícil acoger con alegría esas ocasiones de servir a las personas que nos rodean.


El ejemplo de Jesús nos puede ayudar a ver nuestra vida como un acto de servicio constante a los demás. Él Evangelio nos muestra muchos momentos en los que el Señor retrasa su esperado descanso para atender a las personas que le buscaban. Y uno de los últimos gestos que realizó antes de su Pasión fue el de lavar los pies a quienes más amó durante su paso por la tierra. Este fue el testamento que les dejó antes de su muerte: una acción más propia de un esclavo que de un Maestro.


Cuando abrazamos esas oportunidades de servir, en lugar de rechazarlas o afrontarlas con resignación, podemos experimentar la alegría de vivir como Jesús. «Nuestra fidelidad al Señor depende de nuestra disponibilidad a servir. Y esto cuesta, lo sabemos, porque “sabe a cruz”. Pero a medida que crecemos en el cuidado y la disponibilidad hacia los demás, nos volvemos más libres por dentro, más parecidos a Jesús. Cuanto más servimos, más sentimos la presencia de Dios. Sobre todo cuando servimos a los que no tienen nada que devolvernos, los pobres, abrazando sus dificultades y necesidades con la tierna compasión: y ahí descubrimos que a su vez somos amados y abrazados por Dios»[3].


ADEMÁS de ofrecer muchas ocasiones de servir, cada jornada nos presenta diferentes modos de descansar. A veces quizá podemos pensar que solo ciertas situaciones extraordinarias nos ayudarán a recuperar las fuerzas: un plan de varios días con la familia o los amigos, el final de un tiempo de intenso trabajo, el periodo de vacaciones… Aunque es verdad que todas esas circunstancias son importantes y necesarias, también es cierto que necesitamos de momentos más cotidianos para desconectar en el día a día. De lo contrario, podemos correr el peligro de apreciar poco la vida corriente y poner nuestra ilusión solamente en experiencias muy emocionantes o intensas.


Uno puede cansarse innecesariamente a fuerza de no detenerse, de querer resolver todo de inmediato, de agobiarse con las tareas pendientes. Saber buscar el descanso en lo ordinario, en el día a día, nos lleva a vivir esas ocupaciones con serenidad: no es un modo de evasión, sino una ayuda para reenfocar la realidad. De este modo, un conflicto que quizá nos superaba –ya sea laboral, familiar o espiritual– adquiere otra perspectiva cuando hemos practicado una afición que nos gusta, dormido las horas que necesitábamos o pasado un rato divertido con familiares o amigos.


San Josemaría también animaba a recuperar las fuerzas paladeando una de las realidades más consoladoras de la vida cristiana: «Descansa en la filiación divina. Dios es un Padre –¡tu Padre!– lleno de ternura, de infinito amor. –Llámale Padre muchas veces, y dile –a solas– que le quieres, ¡que le quieres muchísimo!: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo»[4]. Al igual que a veces nos basta contemplar el mar o un bonito paisaje para volver renovados, en la conversación íntima con el Señor encontramos un reposo que nos ayuda a dar sentido a lo que hacemos. Es posible que la Virgen María descansara así con frecuencia: simplemente mirando a su Hijo durmiendo o jugando con otros niños. Ella nos podrá ayudar a vivir un descanso que nos haga redescubrir la alegría de servir a Dios y nuestros hermanos.

11 de noviembre de 2024

PERDON SIN BARRERAS

 



Evangelio (Lc 17,1-6)


Les dijo a sus discípulos:


—Es imposible que no vengan los escándalos; pero, ¡ay de aquel por quien vienen! Más le valdría que le ajustaran al cuello una piedra de molino y que le arrojaran al mar, que escandalizar a uno de esos pequeños: andaos con cuidado.


Si tu hermano peca, repréndele; y, si se arrepiente, perdónale. Y si peca siete veces al día contra ti, y siete veces vuelve a ti, diciendo: «Me arrepiento», le perdonarás.


Los apóstoles le dijeron al Señor:


—Auméntanos la fe.


Respondió el Señor:


—Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esta morera: arráncate y plántate en el mar, y os obedecería.



PARA TU RATO DE ORACION 



MUCHOS PENSADORES clásicos reconocen que equivocarse es inevitable para el ser humano en esta tierra. También san Pablo nos dejó por escrito su experiencia personal cuando dijo a los cristianos de Roma: «No hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco» (Rm 7,19). Constataba así la antigua sabiduría del pueblo de Israel: «El justo cae siete veces y otras tantas se levanta» (Pr 24,17). Junto a la experiencia del pecado, tenemos también la seguridad del perdón de Jesús. Cuando Pedro pregunta al Maestro cuántas veces debía perdonar, el Señor responde: «No siete sino setenta veces siete» (Mt 18,22). Sin embargo, esta actitud de misericordia puede contrastar con las palabras que Jesús pronuncia en otra ocasión: «Es imposible que no haya escándalos; pero ¡ay de quien los provoca!» (Lc 17,1).


En el lenguaje evangélico, la persona que escandaliza es aquella que, con su pecado, aparta del bien e inclina hacia el mal a los demás. Es lo que el Señor señala en varias ocasiones al hablar de algunos fariseos: «No obréis como ellos, pues dicen pero no hacen» (Mt 23,3). Eran hombres llamados a encarnar la Ley de Moisés, pero su estilo de vida era contrario a lo que predicaban. Esa incoherencia «es una de las armas más fáciles que tiene el diablo para debilitar al pueblo de Dios y para alejar al pueblo de Dios del Señor. Decir una cosa y hacer otra. Esa es la incoherencia que escandaliza, y debemos preguntarnos hoy: ¿cómo es mi coherencia de vida, mi coherencia con el Evangelio, mi coherencia con el Señor?»[1].


Al contrario, si Jesús denuncia públicamente la gravedad del pecado de escándalo, también elogia públicamente la coherencia de vida: «Aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez» (Jn 1,47). El testimonio humilde de quien se deja amar por Dios es luz capaz de traer nuevo brillo a nuestro mundo y facilita que los demás puedan descubrir su rostro.


«AL QUE escandaliza a uno de estos pequeños, más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar» (Lc 17,2). Esta dura afirmación de Jesús evidencia el daño que se puede causar a quien está desvalido por su edad o por su situación de debilidad. No son pocas las ocasiones que vemos en el Evangelio la predilección que tenía el Señor por los más pequeños.


Y hoy Dios sigue ofreciendo a los niños ese mismo cariño a través de sus padres y de las personas que los cuidan. «Los niños, apenas nacidos, comienzan a recibir como don, junto a la comida y los cuidados, la confirmación de las cualidades espirituales del amor. Los actos de amor pasan a través del don del nombre personal, el lenguaje compartido, las intenciones de las miradas, las iluminaciones de las sonrisas. Aprenden así que la belleza del vínculo entre los seres humanos apunta a nuestra alma, busca nuestra libertad, acepta la diversidad del otro, lo reconoce y lo respeta como interlocutor (...). Y esto es amor, que trae una chispa del amor de Dios»[2].


Ese amor de Dios hacia los más débiles solo puede ser acogido con la sencillez de quien se sabe niño. San Josemaría decía que «todo lo enmarañado, lo complicado, las vueltas y revueltas en torno a uno mismo, construyen un muro que impide con frecuencia oír la voz del Señor»[3]: es el muro de la autosuficiencia. En cambio, la sencillez permite experimentar el amor. Podemos pedir a Dios esa infancia espiritual para sabernos mirados como esos niños a los que Jesús quería; también podemos rezar por las personas más débiles, que no cuentan con quien los proteja en su situación de vulnerabilidad.


«SI TU hermano te ofende, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo; si te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: “Me arrepiento”, lo perdonarás» (Lc 17, 3). Jesús muestra sus entrañas de amor, de misericordia, y quiere, por nuestra propia felicidad, que nosotros también vivamos así. Sin embargo, sabemos por experiencia que no siempre es sencillo perdonar. Tal vez por eso, después de que Jesús hablara de la necesidad de perdonar y de evitar el escándalo, los apóstoles le dijeron al Señor: «Auméntanos la fe» (Lc 17,5). Es necesaria a veces la fe, la confianza en Dios, para aceptar que entre nosotros siempre necesitamos el perdón.


Cuando perdonamos a alguien no negamos el error que haya podido cometer. De algún modo estamos participando «en la curación y el amor transformador de Dios que reconcilia»[4]; es decir, estamos imitando la actitud del Señor y colaborando con él en la salvación nuestra y de esa persona. Saber que Jesús siempre perdona nos llevará a vivir sin rencor y a no poner barreras a entregar nuestro perdón. «Dios a nadie aborrece y rechaza tanto como al hombre que se acuerda de la injuria, al corazón endurecido, al ánimo que conserva el enojo»[5], escribe san Juan Crisóstomo.


Cuando recibimos el perdón de Dios percibimos la bondad y la belleza del amor divino. Adquirimos un nuevo conocimiento, que amplía el campo de nuestra razón, nos libera del engreimiento y nos ayuda a ver el mundo con los ojos del Señor. Podemos pedir a María, modelo de fe, que nos alcance esa manera de mirarnos a nosotros mismos y a nuestros hermanos.



10 de noviembre de 2024

LO ENTREGAS TODO Y RECIBES MAS

 



Evangelio (Mc 12, 38-44)


Y en su enseñanza, decía:


—Cuidado con los escribas, a los que les gusta pasear vestidos con largas túnicas y que los saluden en las plazas; los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes. Devoran las casas de las viudas y fingen largas oraciones. Éstos recibirán una condena más severa.


Sentado Jesús frente al gazofilacio, miraba cómo la gente echaba en él monedas de cobre, y bastantes ricos echaban mucho. Y al llegar una viuda pobre, echó dos monedas pequeñas, que hacen la cuarta parte del as. Llamando a sus discípulos, les dijo:


—En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos los que han echado en el gazofilacio, pues todos han echado algo de lo que les sobra; ella, en cambio, en su necesidad, ha echado todo lo que tenía, todo su sustento.


PARA TU RATO DE ORACION


EN EL EVANGELIO de hoy vemos a Jesús en el gazofilacio del Templo de Jerusalén. En aquella zona se guardaban objetos de valor, donativos en moneda que los fieles ofrecían, y era denominado con una palabra griega que significa «custodia del tesoro». Para depositar las limosnas había trece arcas con boca en forma de trompa, situadas en el amplio espacio por el que pasaban los peregrinos al entrar.


Jesús se encuentra allí y observa a la gente que va echando dinero. «Bastantes ricos echaban mucho» (Mc 12,41), señala san Marcos. Pero al Señor no le llaman la atención esas abultadas limosnas, sino las dos monedillas que ofrece una viuda pobre. A los ojos humanos, su donativo tal vez es irrelevante, pero no a los ojos del Señor. Al ver aquella escena, Jesús enseguida llama a sus discípulos y les enseña: «En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir» (Mc 12,43-44).


Contemplamos una vez más la predilección del Señor, presente muchas veces en la Sagrada Escritura, por los pobres y los vulnerables: viudas, huérfanos, extranjeros... También recordamos que para agradar a Dios, más que realizar grandes hazañas, es importante ser humildes y generosos. La viuda, «debido a su extrema pobreza, hubiera podido ofrecer una sola moneda para el templo y quedarse con la otra. Pero ella no quiere ir a la mitad con Dios: se priva de todo. En su pobreza ha comprendido que, teniendo a Dios, lo tiene todo; se siente amada totalmente por él y, a su vez, lo ama totalmente»[1], regalándole discretamente lo poco que tiene.


LO QUE LA VIUDA ofreció en el Templo era «todo lo que tenía para vivir» (Mc 12,44). No sabemos la historia de esta mujer: cómo enviudó, desde hacía cuánto tiempo, qué hacía para intentar salir adelante… Quizá había acudido al Templo en peregrinación y, durante el camino, había consumido casi por completo sus escasos recursos. Pero una vez allí, no quiso recortar su ofrenda y entregó lo que tenía poniéndose en las manos de Dios. Es esto lo que, pudiendo leer en su corazón, valora Jesús: que más allá de dar algo, se da a sí misma, se fía de lo que el Señor hará con su vida.


En contraste con la viuda, el evangelista nos dice que «bastantes ricos echaban mucho» (Mc 12,41). Estas palabras permiten imaginar una cierta ostentación vanidosa que quizá había en ese modo de dar limosna. Pero este pasaje no habla directamente de eso. La diferencia más importante con la viuda radica en un nivel más profundo, en el interior del alma, en lo que la Biblia llama el corazón: ese centro escondido de la persona, lugar de la decisión y de la verdad, que solo el Espíritu de Dios puede sondear[2].


En su corazón, la pobre viuda vive una entrega total a Dios. El suyo es un culto espiritual; donando sus dos monedillas, se ofrece ella misma «como una hostia viva, santa, agradable a Dios» (Rm 12,1). En cambio, los ricos que no viven con esa actitud se conforman con dar al Señor solo una parte de lo que son o de lo que tienen: en este caso, dinero; pero también podría ser tiempo en actividades buenas, cumplimiento minucioso de preceptos, incluso oraciones y sacrificios… Pero lo que Jesús quiere es lo que entregó aquella mujer: «Todo lo que tenía para vivir» (Mc 12,44). Jesús sabe que nuestra felicidad plena no está en reservarnos algunas monedas, sino en dar todo a Dios para, a la vez, recibirlo todo de él.


EN LA SAGRADA ESCRITURA leemos la historia de otra viuda, sucedida casi nueve siglos antes, en Sarepta, una ciudad del Líbano que se encontraba entre Tiro y Sidón. Eran tiempos de sequía y hambruna cuando el profeta Elías llegó hasta esa ciudad. Venía desde el desierto, pero Dios le había asegurado que una mujer viuda le suministraría alimento. Elías obedece y, cuando llega, se encuentra lo que cabía esperar: en un momento difícil para todos, la viuda, con un hijo huérfano de padre, ha sido la primera en quedarse sin casi nada. Solo conserva algo de harina y aceite, con los que desea preparar un poco de pan para ella y su hijo, aunque sabe que esto solo podrá retrasar brevemente el momento de su muerte. Elías, entonces, le pide algo inaudito: que comparta con él sus escasos víveres; y le promete, en nombre del Señor, que «la orza de harina no se vaciará y la alcuza de aceite no se agotará» (1R 17,14). Ella reconoce que es un hombre de Dios y se fía de su palabra.


Esta historia del Antiguo Testamento nos habla de fe y de solidaridad generosa: nos ayuda a mirar dónde radica la posibilidad de compartir nuestra vida con los demás, sin cálculos y con fecundidad. «Quizá ayer eras una de esas personas amargadas en sus ilusiones, defraudadas en sus ambiciones humanas. Hoy, desde que él se metió en tu vida –¡gracias, Dios mío!–, ríes y cantas, y llevas la sonrisa, el amor y la felicidad dondequiera que vas»[3].


Podemos pedir a María que nos ayude a fiarnos cada vez más de Dios en las distintas circunstancias de nuestra vida, también cuando notamos el requerimiento divino a dar un nuevo paso adelante en nuestra entrega a él, que muchas veces se concretará en darnos más decididamente a los demás. «Hemos de vivir con entrega, del todo –decía san Josemaría–, amando al Señor con todas nuestras fuerzas y sabiendo que no faltarán sacrificios y dificultades en nuestra tarea. Pero os aseguro que si vivimos así, seremos muy felices: felices de vivir de Dios y para Dios»[4].


9 de noviembre de 2024

DEDICACIÓN de la Basílica de San Juan de Letrán / CUIDAR EL CULTO

 



Evangelio (Jn 2,13-22)


Pronto iba a ser la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus puestos. Con unas cuerdas hizo un látigo y arrojó a todos del Templo, con las ovejas y los bueyes; tiró las monedas de los cambistas y volcó las mesas. Y les dijo a los que vendían palomas:


—Quitad esto de aquí: no hagáis de la casa de mi Padre un mercado.


Recordaron sus discípulos que está escrito: El celo de tu casa me consume.


Entonces los judíos replicaron:


—¿Qué signo nos das para hacer esto?


Jesús respondió:


—Destruid este Templo y en tres días lo levantaré.


Los judíos contestaron:


—¿En cuarenta y seis años ha sido construido este Templo, y tú lo vas a levantar en tres días?


Pero él se refería al Templo de su cuerpo. Cuando resucitó de entre los muertos, recordaron sus discípulos que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había pronunciado Jesús.


PARA TU RATO DE ORACION 


EN LOS COMIENZOS del cristianismo, la celebración de la Eucaristía tenía lugar en casas privadas que algunas familias cristianas –habitualmente las que contaban con mayores medios económicos y, por tanto, con viviendas más amplias– ponían a disposición de la comunidad. Eran las primitivas iglesias domésticas o domus ecclesiae. En Roma, el primer templo cristiano que se edificó fue la basílica Lateranense, en los terrenos hasta entonces ocupados por un cuartel de la guardia privada del emperador. El Papa Silvestre la consagró en el año 318. Al principio, recibió el nombre de Basílica del Salvador, pero en época medieval se dedicó también a san Juan Bautista y san Juan Evangelista. Durante bastantes siglos, hasta el periodo de Aviñón, allí estuvo la cátedra papal, por lo que esta basílica mereció el título de cunctarum mater et caput ecclesiarum, madre y cabeza de todas las iglesias, que aún puede leerse en una inscripción junto a la entrada.


Hoy conmemoramos la dedicación de esta basílica. Es una ocasión para reforzar nuestra comunión con la sede de Pedro y también para profundizar en el significado que tienen en la vida cristiana los edificios sagrados, los espacios dedicados exclusivamente al culto. Uno de los prefacios que pueden rezarse en la Misa de hoy resume el sentido de esta celebración cuando da gracias a Dios con estas palabras: «Porque generosamente te dignas habitar en toda casa consagrada a la oración, para hacer de nosotros, con la ayuda constante de tu gracia, templo del Espíritu Santo, resplandeciente por la santidad de vida. Con tu acción constante, santificas a la Iglesia, esposa de Cristo, representada en edificios visibles, para colocarla en el cielo para gloria tuya, como madre gozosa por la multitud de tus hijos»[1]. Las iglesias visibles son símbolo de la Iglesia invisible, formada por todos los bautizados como «piedras vivas y elegidas»[2]. Por eso, en una fiesta como la de hoy, pedimos al Señor que, con su ayuda, sepamos edificar la Iglesia y así alcancemos la morada definitiva en la Jerusalén del cielo[3].


«LOS VERDADEROS ADORADORES adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,23), respondió Jesús a la mujer samaritana que planteaba cuál era el lugar adecuado para el culto divino. Cristo señala que, más allá del lugar material, lo más importante es que Dios vive en el corazón de cada hombre (cfr. Jn 14,23), y también asegura su presencia cada vez que dos o tres se reúnan en su nombre (cfr. Mt 18,20). Como después enseñará san Pablo en el Areópago, «el Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos fabricados por hombre, ni es servido por manos humanas como si necesitara de algo el que da a todos la vida, el aliento y todas las cosas» (Hch 17,24-25).


Poner en primer lugar la trascendencia de Dios y la importancia de la interioridad en nuestro trato con él, no contradice, sin embargo, el hecho de que los hombres necesitemos lugares donde la cercanía del Señor hacia nosotros se manifieste de modo más patente. Y a esto se añade la realidad de que no nos salvamos individualmente, sino como Iglesia, como pueblo de Dios. No por casualidad, la palabra iglesia, en su origen griego, significa asamblea o reunión. Efectivamente, en la iglesia, grande o pequeña, nos reunimos con otros fieles cristianos y Cristo se hace presente entre nosotros, especialmente en la Eucaristía. «Mi casa será llamada casa de oración» (Mt 21,13). Hemos leído estás palabras de Jesús en el evangelio de la Misa. Nos pueden servir para considerar cómo es nuestra actitud cuando entramos en una iglesia, capilla u oratorio. ¿Nos sentimos realmente en la casa de Dios y dirigimos enseguida nuestra mirada al sagrario, donde se custodia la Eucaristía? ¿Somos capaces de instaurar un silencio interior que nos permita orar? ¿Buscamos adorarle y agradecerle su cercanía, su paciencia, haber querido mantener una familiaridad a la vez tan humana como asombrosa?


SAN FRANCISCO DE ASÍS rogaba encarecidamente a los custodios de su orden –quienes guiaban la comunidad de cada lugar– que suplicasen con toda humildad a los clérigos «que veneren sobre todas las cosas el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo (…). Los cálices, los corporales, los ornamentos del altar y todo lo que concierne al sacrificio, deben tenerlos preciosos»[4]. El cuidado de los edificios y de los objetos relacionados con el culto surge de la fe, del amor y de la gratitud hacia un Dios que se ha hecho tan cercano. Junto con la razón, también nuestros sentidos y nuestros sentimientos nos ayudan a llegar a Dios.


El fundador del Opus Dei explicaba, con un ejemplo gráfico, que el amor humano era la explicación para ofrecer al culto los objetos más hermosos al alcance de la mano: «Cuando un hombre a la mujer amada le regale, como muestra de afecto, un saco de cemento y tres barras de hierro –os tengo dicho–, haremos nosotros lo mismo con el Señor Nuestro, que está en los cielos y en nuestros Tabernáculos»[5]. También solía comentar que comprendía con facilidad cualquier clase de falta debida a la flaqueza, pero que le era más difícil entender el descuido negligente: «Pienso –decía– que a las personas que ponen amor en todo lo que se refiere al culto, que hacen que las iglesias estén digna y decorosamente conservadas y limpias, los altares resplandecientes, los ornamentos sagrados pulcros y cuidados, Dios las mirará con especial cariño, y les pasará más fácilmente por alto sus flaquezas, porque demuestran en esos detalles que creen y aman»[6].


Seguramente María llenó de delicadezas y atenciones a Jesús en Belén, en Nazaret, y a lo largo de toda su vida. Hoy, día de la dedicación de la basílica de San Juan de Letrán, podemos pedir a nuestra madre un poco de ese amor suyo.