"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

30 de noviembre de 2024

SAN ADRES APOSTOL Ejemplo de virtud

 


Evangelio (Mt 4, 18-22)


En aquel tiempo, paseando Jesús junto al mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón el llamado Pedro y Andrés, que echaban la red al mar, pues eran pescadores. Y les dijo:


-Seguidme y os haré pescadores de hombres.


Ellos, al momento, dejaron las redes y le siguieron. Pasando adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y Juan, su hermano, que estaban en la barca con su padre Zebedeo remendando sus redes; y los llamó. Ellos, al momento, dejaron la barca y a su padre, y le siguieron.



PARA TU RATO DE ORACION 



A LAS PUERTAS del tiempo de Adviento, que siempre nos llena de esperanza, escuchamos un último mensaje de vigilancia. «Vigilaos a vosotros mismos –se recoge en el Evangelio de este sábado–, para que vuestros corazones no estén ofuscados por la crápula, la embriaguez y los afanes de esta vida» (Lc 21,34). Son consejos breves y concretos que escuchamos directamente de labios del Señor. La actitud de quien vigila puede entenderse de dos modos. Por un lado, como si fuera un encargado de controlar que todo transcurra en orden, dando la alerta si se rompe esa quietud. O, por otro lado, puede ser la de la persona que está en vigilia, en gozosa espera ante algo que está por llegar. En este segundo caso tiene que ver con la cercanía de un evento importante y es comprensible que la expectación pueda incluso robar horas al sueño. Lo que está por venir nos interesa tanto, que no queremos despistarnos. Por eso queremos evitar todo aquello que pueda hacernos perder la orientación de lo que verdaderamente ansiamos.


Los tres ejemplos que pone el Señor son claros. Lo que suele enredarnos está en relación con los excesos y con las cosas que nos agobian de manera desordenada. Se nos nubla la inteligencia cuando cedemos en la lucha por los buenos hábitos, cuando intentamos evadirnos de los aspectos a veces difíciles de lo cotidiano, o cuando sucumbimos a dar mil vueltas y vueltas a lo que nos preocupa. Por eso, si queremos cultivar la actitud de vigilia amable ante la llegada del Señor –sea ante su segunda venida al final de los tiempos, o ante el recuerdo de su primera venida en Navidad– queremos evitar esas posibles trabas. ¿Cómo hacerlo? Jesús mismo nos lo dice en el Evangelio: «Vigilad orando en todo tiempo, a fin de que podáis evitar todos estos males que van a suceder, y estar en pie delante del Hijo del Hombre» (Lc 21,36). Con palabras de san Josemaría, podríamos decir también que «para custodiar el Amor se precisa la prudencia, vigilar con cuidado y no dejarse dominar por el miedo»1.


ANHELAMOS PERMANECER despiertos para recibir al Señor. Su futura llegada nos devuelve las energías, sabernos fortalecidos por quien nos aguarda en la meta es lo que nos da esperanza. «La felicidad personal no depende de los éxitos que conseguimos sino del amor que recibimos y del amor que damos»2; nuestra alegría está en esa relación que cultivamos a la espera de un Dios que nos invita a compartirla con los demás.


En ese proceso de no enredarnos en lo que no nos lleva hacia Dios, resulta clave el empeño en vivir en vigilia a través de las virtudes. Con ellas aprendemos a recibir el amor de Dios para después regalarlo a quienes nos rodean. Las virtudes son un camino de libertad porque nos liberan de las diversas esclavitudes. ¿Qué hay más importante en la vida que ser libres para dejarse alcanzar por Cristo? En este recorrido en el que vamos aprendiendo a buscar lo que nos lleva a Jesús, las virtudes nos ayudan a gozar de una cierta «connaturalidad» con el verdadero bien, hacen que nos guste cada vez más escoger las cosas buenas que nos acercan a Dios3 y nos ayudan a sostener esa elección.


Las virtudes humanas nos permiten estar –como nos señala hoy el Evangelio en esta fiesta de San Andrés apostol– «de pie ante el Hijo del Hombre» (Lc 21,36), nos permiten superar los agobios de cada día con un señorío particular; son parte de ese «cuidado» que nos pide el Señor. En algún momento pueden parecer un peso pero, vivificadas por la caridad, nos llevan a reflejar una imagen cada vez más clara de Jesús. «Cualquier otra carga te oprime y abruma –señala san Agustín–, mas la carga de Cristo te alivia el peso. Cualquier otra carga tiene peso, pero la de Cristo tiene alas. Si a un pájaro le quitas las alas, parece que le alivias del peso, pero cuanto más le quites ese peso, tanto más le atas a la tierra. Ves en el suelo al que quisiste aliviar de un peso; restitúyele el peso de sus alas y verás como vuela»4.


LAS VIRTUDES SON CAMINO para amar y gustar las cosas buenas. «Pondus meum amor meus: mi amor es mi peso, decía san Agustín (Confesiones, XIII, 9,10), refiriéndose, no al hecho evidente de que a veces amar sea costoso, sino a que el amor que llevamos en el corazón es lo que nos mueve, lo que nos lleva a todas partes»5.


Las virtudes nunca nos aíslan, sino que necesariamente nos unen a los demás. «Hemos de considerar –decía san Josemaría– que la decisión y la responsabilidad están en la libertad personal de cada uno, y por eso las virtudes son radicalmente personales. Sin embargo –continuaba–, en esa batalla de amor nadie pelea solo, ninguno es un verso suelto, suelo repetir: de alguna manera, nos ayudamos o nos perjudicamos. Todos somos eslabones de una misma cadena. Pide ahora conmigo, a Dios Señor Nuestro, que esa cadena nos ancle en su corazón, hasta que llegue el día de contemplarle cara a cara en el cielo para siempre»6. En la medida en que luchamos por ser mejores, ayudamos también a los demás. Todo ese comenzar y recomenzar, llenos de alegría, nos empuja a la contemplación del Señor, también en quienes nos rodean.


Es verdad que las virtudes humanas nos permiten dar lo mejor de cada uno, pero sobre todo nos disponen a recibir las sobrenaturales, que vienen de Dios: la fe, la esperanza y la caridad. En el fondo, nos disponen para abrirnos al amor de Dios. Al final del año litúrgico cultivamos en el corazón esa íntima aspiración: que nuestra existencia entera sea para el Señor… Desde las acciones más habituales hasta las decisiones más meditadas e importantes. En este camino nos ayuda santa María, con las manos delicadas que hicieron crecer a Jesús y que contemplaremos frecuentemente este tiempo de Adviento que se avecina.



29 de noviembre de 2024

¡La voluntad de Dios! está en las Sagradas Escritura


 

Evangelio (Lc 21, 29-33)

Y les dijo una parábola:

- Observad la higuera y todos los árboles: cuando ya echan brotes, al verlos, sabéis por ellos que ya está cerca el verano. Así también vosotros, cuando veáis que sucedan estas cosas, sabed que está cerca el reino de Dios. En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.


PARA TU RATO DE ORACION


EN ESTE VIERNES, último del tiempo ordinario, dice Jesús en el Evangelio: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Lc 21,33). Aunque en aquel momento hablaba concretamente de la profecía sobre la ruina de Jerusalén, la palabra de Dios incide cada vez que la escuchamos en la oración, en la liturgia, en la lectura de la Sagrada Escritura… Si no ofrecemos resistencia, nos transforman poco a poco por dentro, no pasan sin cambiar las cosas. «El Señor dijo “hágase la luz”, y se hizo» (Gén 1,3), dicen los primeros versículos del Génesis.

San Josemaría, al repasar con atención la vida de Cristo, afirmaba que «para todos tiene una palabra, para todos abre sus labios dulcísimos; y les enseña, les adoctrina, les lleva nuevas de alegría y de esperanza, con ese hecho maravilloso, único, de un Dios que convive con los hombres. Unas veces les habla desde la barca, mientras están sentados en la orilla; otras, en el monte, para que toda la muchedumbre oiga bien; otras veces, entre el ruido de un banquete, en la quietud del hogar, caminando entre los sembrados, sentados bajo los olivos. Se dirige a cada uno, según lo que cada uno puede entender: y pone ejemplos de redes y de peces, para la gente marinera; de semillas y de viñas, para los que trabajan la tierra; al ama de casa, le hablará de la dracma perdida; a la samaritana, tomando ocasión del agua que la mujer va a buscar al pozo de Jacob»1.

Las palabras del Señor no pasarán porque siempre encuentran un camino concreto para llegar hasta lo más profundo de cada uno de nosotros. «Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios, nada hay más verdadero que esta palabra de verdad», repetimos en el himno Adoro Te devote, porque Cristo mismo es la verdad.


DIOS HA QUERIDO quedarse cerca de nosotros de muchas maneras, y una de ellas es en la Sagrada Escritura. «La Palabra de Dios nos permite constatar esta cercanía, porque –dice el Deuteronomio– no está lejos de nosotros, sino que está cerca de nuestro corazón (cfr. Dt 30,14). Es antídoto contra el miedo de quedarnos solos ante la vida (...). La Palabra de Dios infunde esta paz, pero no deja “en paz”. Es una Palabra de consolación, pero también de conversión. “Conviértanse”, dijo Jesús justo después de haber proclamado la cercanía de Dios. Porque con su cercanía terminó el tiempo en el que se toman las distancias de Dios y de los otros, terminó el tiempo en el que cada uno piensa solo en sí mismo y sigue adelante por su cuenta. Esto no es cristiano, porque quien experimenta la cercanía de Dios no puede distanciarse del prójimo, no puede alejarlo con indiferencia. En este sentido, quien es asiduo a la Palabra de Dios recibe saludables cambios existenciales: descubre que la vida no es el tiempo para esconderse de los otros y protegerse a sí mismo, sino la ocasión para ir al encuentro de los demás en el nombre del Dios cercano»2.

La lectura de la Sagrada Escritura es, a la vez, cercanía con Dios y cercanía con los demás; es una lectura que nos transforma y nos acerca a quienes nos rodean. «Al abrir el santo Evangelio –aconsejaba san Josemaría–, piensa que lo que allí se narra, obras y dichos de Cristo, no solo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia. El Señor nos ha llamado a los católicos para que le sigamos de cerca y, en ese texto santo, encuentras la vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida. Aprenderás a preguntar tú también, como el Apóstol, lleno de amor: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” ¡La voluntad de Dios!, oyes en tu alma de modo terminante. Pues, toma el Evangelio a diario, y léelo y vívelo como norma concreta. Así han procedido los santos»3.


«AFIRMABA SAN IRENEO: “Cristo, en su venida, ha traído consigo toda novedad”. Él siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestra comunidad (...), la propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo también puede romper los esquemas en los cuales pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina. Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre “nueva”»4.

En la Sagrada Escritura habla el Espíritu Santo, el mismo Consolador que Jesús prometió que nos enviaría hasta el final de los tiempos (cfr. Jn 15,26). Por eso, allí se nos revelan las mismas verdades que Dios suscita en nuestro interior. «La Palabra de Dios, en efecto, no se contrapone al hombre, ni acalla sus deseos auténticos, sino que más bien los ilumina, purificándolos y perfeccionándolos. Qué importante es descubrir en la actualidad que solo Dios responde a la sed que hay en el corazón de todo ser humano»5.

La lectura del Evangelio nos impulsa por caminos nuevos y nos adentra, junto a Jesús, en el conocimiento sobre quién somos verdaderamente: hijos de un mismo Padre. En este camino nos acompaña María. Aunque, como dice san Juan Pablo II, «hubiéramos deseado indicaciones más abundantes que nos permitieran conocer mejor a la Madre de Jesús», tenemos varios relatos de la infancia de Cristo y pasajes que nos indican cuál era el lugar de María en la comunidad cristiana. Dejémonos acompañar por ella en nuestra lectura de la Sagrada Escritura6.

28 de noviembre de 2024

LA BREVEDAD DE NUESTRA VIDA

 



Evangelio (Lc 21, 20-28)

Cuando veáis a Jerusalén cercada por ejércitos, sabed que ya se acerca su desolación. Entonces los que estén en Judea huyan a los montes, y quiénes estén dentro de la ciudad que se marchen, y quiénes estén en los campos que no entren en ella: estos son días de castigo para que se cumpla todo lo escrito. ¡Ay de las que estén en cinta y las que están criando esos días! Porque habrá una gran calamidad sobre la tierra y habrá ira contra este pueblo. Caerán al filo de la espada y serán llevados cautivos a todas las naciones; y Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que se cumpla el tiempo de los gentiles.

Habrá señales en el sol en la Luna y en las estrellas, y sobre la tierra angustia de las gentes, consternadas por el estruendo del mar y de las olas: y los hombres perderán el aliento a causa del terror y de la ansiedad que sobrevendrán al mundo. Porque las potestades de los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del hombre que viene sobre una nube con gran poder y gloria.

Cuando comiencen a suceder estas cosas, erguíos y levantad la cabeza porque se aproxima vuestra redención.


PARA TU RATO DE ORACION 


Recordarles que hoy es un día de ACCION DE GRACIAS ya que 28 de noviembre de 1982, Juan Pablo II erigió el Opus Dei como Prelatura personal de ámbito universal, dotada de estatutos propios. Que es la solución jurídica que el Fundador del Opus Dei había visto el 2 de octubre cuando fundó la Obra


PENSAR EN LA BREVEDAD de la vida y considerar que nuestro paso por la tierra tiene un final puede producirnos temor. «Cuando veáis a Jerusalén cercada por ejércitos, sabed que ya se acerca su desolación (...). Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, consternadas por el estruendo del mar y de las olas» (Lc 21,20-25), dice hoy Jesús en el discurso escatológico que la Iglesia nos presenta en la liturgia. De hecho, pocos años después, al ver que los ejércitos rodeaban la ciudad, algunos cristianos que recordaban las palabras del Señor efectivamente huyeron a Transjordania1.


Sin embargo, los apóstoles habían vivido una ocasión parecida a la que describe Jesús, con un mar agitado y grandes olas. Lo tenían bien guardado en su memoria. Aquella vez estuvieron sobre una barca y todo parecía indicar que morirían ahogados en la tempestad. Entonces, el Señor se había levantado, había calmado las aguas y serenado sus ánimos. «“¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes, solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros necesitaban las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con él a bordo, no se naufraga. Esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere»2.


San Josemaría miraba con mucha seguridad las realidades últimas que la Iglesia nos propone considerar estos días. A algunas personas «la muerte les para y sobrecoge. A nosotros, la muerte –la Vida– nos anima y nos impulsa. Para ellos es el fin: para nosotros, el principio»3.


EN MUCHOS SARCÓFAGOS antiguos se representa la figura de Cristo mediante la imagen del buen pastor. En el arte romano, «el pastor expresaba generalmente el sueño de una vida serena y sencilla, de la cual tenía nostalgia la gente inmersa en la confusión de la ciudad. Pero ahora la imagen era contemplada en un nuevo escenario que le daba un contenido más profundo: “El Señor es mi pastor, nada me falta... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo”. El verdadero pastor es aquel que conoce también el camino que pasa por el valle de la muerte; aquel que incluso por el camino de la última soledad, en el que nadie me puede acompañar, va conmigo guiándome para atravesarlo: él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido, y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con él, se encuentra siempre un paso abierto. Saber que existe aquel que me acompaña incluso en la muerte y que con su “vara y su cayado me sosiega”, de modo que “nada temo”, era la nueva esperanza que brotaba en la vida de los creyentes»4.


Llegará el momento, cuando Dios quiera y como Dios quiera, en el que el Señor nos llamará a su presencia. La Iglesia pone en labios del sacerdote que asiste a un moribundo unas palabras especiales para esos instantes: «Entra en el lugar de la paz y que tu morada esté junto a Dios (…), con Santa María Virgen, Madre de Dios, con san José y todos los ángeles y santos (…). Te entrego a Dios, y, como criatura suya, te pongo en sus manos, pues es tu Hacedor, que te formó del polvo de la tierra»5. Considerar que saldremos de este mundo sin nada, nos puede ayudar a vivir con mayor ligereza para movernos al ritmo de Dios. ¿Qué es realmente lo importante? ¿Qué he de custodiar en el corazón para que, cuando llegue el momento, atraviese el umbral de la vida terrena hacia la eternidad sin congojas? Sabemos bien que solo el amor está destinado a durar para siempre. Nos hacemos eternos al entregarnos cada día, en cada cosa que hacemos.


SABER QUE NUESTRO TIEMPO es limitado aviva el sentido de misión que tiene nuestra vida de bautizados. Nos impulsa a aprovechar cada día como si fuese el último. ¿Qué aspiración es más grande que llevar la felicidad eterna a quienes nos rodean? Lo haremos gradualmente, uno a uno, pensando en las circunstancias de cada persona concreta, tratando de discernir qué pasos quiere dar Dios en sus corazones… pero con esa prisa de saber que cada momento es único, que el tiempo se nos escapa de entre las manos. «Si el Señor te ha llamado “amigo”, has de responder a la llamada, has de caminar a paso rápido, con la urgencia necesaria, ¡al paso de Dios!»6.


«La amistad multiplica las alegrías y ofrece consuelo en las penas; la amistad del cristiano desea la felicidad más grande –la relación con Jesucristo– para quienes tiene cerca. Pidamos, como hacía san Josemaría: “¡Danos, Jesús, un corazón a la medida del tuyo!”. Ese es el camino. Solo identificándonos con los sentimientos de Cristo –tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús (Fil 2,5)– podremos llevar esa alegría plena a nuestra casa, a nuestro trabajo y a todos los lugares en los que nos encontremos, a través de nuestra amistad»7.


Identificarse con los sentimientos del Señor, sin miedo a la muerte porque nos lleva al cielo, y con la inquietud de llevar hacia esa felicidad a las personas que queremos, podría ser un buen resumen de la vida cristiana en esta tierra. Queremos llegar a la presencia de Dios rodeados de nuestros familiares y amigos, para compartir la vida con Jesús y María durante toda la eternidad.


27 de noviembre de 2024

TESTIMONIO HUMILDE Y ESCONDIDO

 


Evangelio (Lc 21,12-19)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


— Pero antes de todas estas cosas os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, llevándoos ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre: esto os sucederá para dar testimonio. Así pues, convenceos de que no debéis tener preparado de antemano cómo os vais a defender; porque yo os daré palabras y sabiduría que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios. Seréis entregados incluso por padres y hermanos, parientes y amigos, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán a causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.


PARA TU RATO DE ORACION 


JESÚS HABÍA RESPONDIDO varias preguntas de sus oyentes cuando, casi al final, uno de ellos comienza a elogiar la belleza del Templo de Jerusalén. El Señor toma pie del comentario para, sorprendentemente, hablar de su futura destrucción y, con mayor misterio todavía, para decir algunas cosas sobre el fin de los tiempos. Este discurso escatológico de Cristo –es decir, sobre lo que sucederá al final– no pasó desapercibido a ninguno de los evangelistas, pues lo encontramos en los tres evangelios sinópticos; y es lo que la liturgia de la Iglesia nos propone reflexionar esta semana, en los últimos días del tiempo ordinario.


No sabremos cuándo llegará el final, Dios mismo no ha querido revelarlo. Pero el Evangelio de hoy nos impulsa a «dar testimonio» en todo tiempo y en cualquier circunstancia, permaneciendo siempre en actitud de espera. El martirio es el mayor testimonio de fe en Jesucristo. De hecho, la palabra mártir proviene del griego y significa «testimonio». Jesús no es ajeno a que, desde los inicios del cristianismo hasta nuestros días, algunos hermanos nuestros sufrirán esta persecución: «Os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, llevándoos ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre: esto os sucederá para dar testimonio» (Lc 21,12-13).


«Los mártires son los que sacan adelante la Iglesia, los que han sostenido la Iglesia y la sostienen hoy (...). Muchos cristianos en el mundo hoy son bienaventurados porque son perseguidos, insultados, encarcelados. Hay tantos en la cárcel solo por llevar una cruz o por confesar a Jesucristo. Esa es la gloria de la Iglesia, nuestro apoyo y también nuestra humillación (...). En los primeros siglos de la Iglesia un antiguo escritor decía: “La sangre de los mártires es semilla de los cristianos”. Ellos con su martirio, con su testimonio, con su sufrimiento, también dando la vida, ofreciendo la vida, siembran cristianos para el futuro»1.


«ESTE MUNDO en que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, pone alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une a las generaciones»2. El resplandor de una vida cristiana humilde y alegre es fuente de esperanza para nuestro mundo. Cada esfuerzo que, unidos a Dios, llevamos a cabo en nuestra jornada, es ocasión para dar testimonio; en las cosas del día a día podemos permanecer cerca de todos los cristianos, especialmente de quienes sufren dificultades y nos necesitan.


San Josemaría recordaba que «el modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano. El testimonio de vida cristiana, la palabra que ilumina en nombre de Dios, y la acción responsable, para servir a los demás contribuyendo a la resolución de los problemas comunes, son otras tantas manifestaciones de esa presencia con la que el cristiano corriente cumple su misión divina»3.


Es probable que la llamada de Dios a cada uno de nosotros sea la de vivir coherentemente la fe en cualquier circunstancia: en nuestro trabajo, en nuestra familia, con nuestros amigos; quizá el martirio al que estamos llamados será constante, en las cosas ordinarias hechas con cariño, mientras procuramos hacer felices a los demás. «Quieres ser mártir. Yo te pondré un martirio al alcance de la mano: ser apóstol y no llamarte apóstol, ser misionero –con misión– y no llamarte misionero, ser hombre de Dios y parecer hombre de mundo: ¡pasar oculto!»4.


QUÉ SORPRESAS nos deparará el final de nuestra vida, cuando descubramos el inmenso bien que hemos hecho durante los años que Dios nos ha regalado aquí en la tierra. Descubriremos con asombro los frutos de nuestro testimonio cristiano, que muchas veces pensamos que pasa desapercibido o incluso nos engañamos pensando que no es fecundo. Al final veremos que nuestro apostolado ha sido mucho más eficaz de lo que nos parece.


San Pedro, en una de sus cartas, aseguraba a los primeros cristianos: «¿Quién podrá haceros daño, si sois celosos del bien? De todos modos, si tuvierais que padecer por causa de la justicia, bienaventurados vosotros: No temáis ante sus intimidaciones, ni os inquietéis, sino glorificad a Cristo Señor en vuestros corazones» (1 P 3,13-15). La lealtad que Dios espera implica, de una parte, la convicción de que estamos muy protegidos siempre por él; y, de otra, el deseo de perseverar en nuestro testimonio humilde y escondido.


No vale la pena detenerse en los obstáculos del camino. «El desaliento es enemigo de tu perseverancia –escribe san Josemaría–. Si no luchas contra el desaliento, llegarás al pesimismo, primero, y a la tibieza, después. Sé optimista»5. No sabemos cuándo llegará el final, pero en la tierra podemos estar siempre alegres porque, incluso en las dificultades, sabemos que Dios es el Señor de la historia. Y queremos que el mundo sea más de Dios con la esperanza de ver, al final de los tiempos, a nuestra Madre, María, que nos espera.




26 de noviembre de 2024

CRISTO EN LA EUCARISTIA

 



Evangelio (Lc 21,5-11)


En aquel tiempo, como algunos le hablaban del Templo, que estaba adornado con bellas piedras y ofrendas votivas, dijo:


— Vendrán días en los que de esto que veis no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida.


Le preguntaron:


— Maestro, ¿cuándo ocurrirán estas cosas y cuál será la señal de que están a punto de suceder?


Él dijo:


— Mirad, no os dejéis engañar; porque vendrán en mi nombre muchos diciendo: «Yo soy», y «el momento está próximo». No les sigáis. Cuando oigáis hablar de guerras y de revoluciones, no os aterréis, porque es necesario que sucedan primero estas cosas. Pero el fin no es inmediato. Entonces les decía:


— Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino; habrá grandes terremotos y hambre y peste en diversos lugares; habrá cosas aterradoras y grandes señales en el cielo.


PARA TU RATO DE ORACION


LA BELLEZA DEL TEMPLO de Jerusalén era admirada por las civilizaciones de la época. Después de su destrucción por Nabucodonosor y de la deportación a Babilonia, el Templo fue reconstruido con gran esfuerzo gracias a la fe del pueblo hebreo. Este nuevo templo data del 536 a.C. El libro de los Macabeos cuenta cómo se retomó para el culto del Señor tras las profanaciones. Y, ya en tiempos de Jesús, el rey Herodes había reformado y ampliado el conjunto. Para los judíos, a pesar de todas las vicisitudes históricas, seguía suponiendo un motivo de orgullo y de fidelidad a la alianza con Dios.


Por todo esto, el temor y la sorpresa se apoderan de los oyentes cuando Jesús revela que en unos años el Templo será arrasado de nuevo. Se trataba de un peligro evidente y, como venía de labios del Señor, tenían más razón para sentirse inquietos. «¡Podemos imaginar el efecto de estas palabras sobre los discípulos de Jesús! Pero él no quiere ofender al templo, sino hacerles entender, a ellos y también a nosotros hoy, que las construcciones humanas, incluso las más sagradas, son pasajeras y no hay que depositar nuestra seguridad en ellas. En nuestra vida, ¡cuántas presuntas certezas pensábamos que eran definitivas y después se revelaron efímeras!».


«Habitar bajo la protección de Dios, vivir con Dios: ésta es la arriesgada seguridad del cristiano –decía san Josemaría–. Hay que estar persuadidos de que Dios nos oye, de que está pendiente de nosotros: así se llenará de paz nuestro corazón. Pero vivir con Dios es indudablemente correr un riesgo, porque el Señor no se contenta compartiendo: lo quiere todo. Y, acercarse un poco más a él, quiere decir estar dispuesto a una nueva conversión, a una nueva rectificación, a escuchar más atentamente sus inspiraciones, los santos deseos que hace brotar en nuestra alma».


CON LA INSTITUCIÓN de la Iglesia, el templo al que se acudía para adorar a Dios pasó a ser el mismo cuerpo de Cristo y, de manera especial, su presencia eucarística. La sagrada comunión es el «lugar» en el que nos espera. «Ese pan que veis en el altar –dirá san Agustín–, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo; ese cáliz, o más bien, lo que contiene ese cáliz, santificado por la palabra de Dios, es la sangre de Cristo. En esta forma quiso nuestro Señor Jesucristo dejarnos su cuerpo y dejarnos su sangre, que derramó por nosotros en remisión de nuestros pecados. Si lo recibís bien, seréis vosotros lo mismo que recibís».


«La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Esta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única».


De hecho, los hombres experimentamos su presencia sacramental como una antesala de la eternidad. Mucho más en este mes de los difuntos en el que hemos soñado con el cielo, donde nos espera Dios, la Santísima Virgen, los santos, las santas y tantas personas queridas. Recibir la comunión y los momentos de acción de gracias después de comulgar pueden ser una pregustación de ese gozo. La iluminación de las ciudades por las noches, vista desde el cielo, es similar a esos otros puntos de luz que no se apagan nunca, donde está escondido el Señor: cada Sagrario es claridad infinita.


EN EL CORAZÓN DEL CRISTIANO habita el Señor. Sabemos que somos también templo del Espíritu Santo y, por eso, de cierta manera, no necesitamos ir a ningún lugar para dirigirnos a Dios. Nada puede darnos miedo. Y si quizás nos entristece la posibilidad de ofenderle, tampoco eso nos lleva a vivir con temor porque tenemos siempre la posibilidad de ser perdonados. El amor de Dios es tan grande que le lleva incluso a olvidar voluntariamente nuestras ofensas y a perdonarnos.


En continua alegría por todos los «lugares» de la presencia de Dios, nada nos quitará la paz a pesar de que las dificultades puedan llegar a ser muy grandes y verdaderamente dolorosas. «Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rm 8,31). La serenidad interior, la fortaleza en medio de las adversidades, son un don que brota de experimentar la continua cercanía del Señor. Lo que sucede a nuestro alrededor es también ocasión permanente para llevar todo al Señor.


«Somos almas contemplativas –dice san Josemaría–, con un diálogo constante, tratando al Señor a todas horas: desde el primer pensamiento del día al último pensamiento de la noche: porque somos enamorados y vivimos de amor, traemos puesto de continuo nuestro corazón en Jesucristo Señor Nuestro, llegando a él por su madre santa María y, por él, al Padre y al Espíritu Santo».


25 de noviembre de 2024

SER FELICES




EVANGELIO Lc 21,1-4


En aquel tiempo, levantando los ojos, Jesús vio a unos ricos que echaban sus donativos en las alcancías del templo. Vio también a una viuda pobre, que echaba allí dos moneditas, y dijo: “Yo les aseguro que esa pobre viuda ha dado más que todos. Porque éstos dan a Dios de lo que les sobra; pero ella, en su pobreza, ha dado todo lo que tenía para vivir”.  



PARA TU RATO DE ORACION 



LA ÚLTIMA SEMANA del tiempo ordinario nos recuerda que la vida es breve en comparación con lo que viviremos después, así que nos anima a aprovechar cada oportunidad para encontrar al Señor. San Agustín decía que le causaba temor pensar que Jesús estuviera pasando cerca de su vida y no darse cuenta. Se trata de la incertidumbre, normal en esta tierra, de no saber si seremos capaces de acoger habitualmente la presencia de Dios, luz para nuestro camino.


«La confesión cristiana de Jesús como único salvador sostiene que toda la luz de Dios se ha concentrado en él, en su “vida luminosa”, en la que se desvela el origen y la consumación de la historia. No hay ninguna experiencia humana, ningún itinerario del hombre hacia Dios, que no pueda ser integrado, iluminado y purificado por esta luz»1. La luz de la fe confiere paz y confianza al alma del cristiano. Cristo, luz de luz, Dios verdadero, es quien da pleno sentido a todo lo que hacemos. Por eso nos interesa buscar su rostro, sin descanso y sin desmayo, presente en nuestras acciones, en nuestros amores, en nuestras ilusiones.


Queremos comenzar esta última semana del año litúrgico con los ojos fijos en Jesús, quien ya resucitado dijo: «Mirad mis manos y mis pies» (Lc 24,39). «Mirar no es solo ver, es más, también implica intención, voluntad. Por eso es uno de los verbos del amor. La madre y el padre miran a su hijo, los enamorados se miran recíprocamente; el buen médico mira atentamente al paciente... Mirar es un primer paso contra la indiferencia, contra la tentación de volver la cara hacia otro lado ante las dificultades y sufrimientos ajenos. Mirar. Y yo, ¿veo o miro a Jesús?»2.


ANTES DEL DISCURSO en que Cristo anuncia, de modo profético, el fin de Jerusalén y del mundo, tiene lugar una escena escondida, discreta, en medio de la actividad del Templo. Una mujer sin demasiados recursos entrega todo lo que tiene ante el Altísimo. Aunque nadie se dio cuenta, Jesús sí lo advierte. «Ella ha echado más que nadie» (Lc 21,3), refiere el Evangelio de hoy, dirigiéndose a quienes le rodeaban. La actitud de la viuda ha quedado como un retrato, hecho por el mismo Cristo, de la relación de los hombres con Dios: «El Señor no mira la cantidad que se le ofrece, sino el afecto con que se le ofrece. No está la limosna en dar poco de lo mucho que se tiene, sino en hacer lo que aquella viuda, que dio todo lo que tenía»3.


La relación de amistad con Dios, propia de la llamada cristiana, ansía una respuesta que involucra la existencia entera. No nos quedamos indiferentes después de haberlo encontrado. «El Señor sabe que dar es propio de enamorados, y él mismo nos señala lo que desea de nosotros. No le importan las riquezas, ni los frutos ni los animales de la tierra, del mar o del aire, porque todo eso es suyo; quiere algo íntimo, que hemos de entregarle con libertad: “Dame, hijo mío, tu corazón”. ¿Veis? No se satisface compartiendo: lo quiere todo. No anda buscando cosas nuestras, repito: nos quiere a nosotros mismos. De ahí, y sólo de ahí, arrancan todos los otros presentes que podemos ofrecer al Señor»4.


Jesús nos invita a echar todas nuestras monedas sin llamar la atención. Esas decisiones que tomamos en lo más profundo, esa apertura a la luz de la fe, nos llevarán a una alegría sin comparación. La viuda pobre lo dio todo pero salió del Templo enriquecida por la mirada de Dios; tan feliz que ni siquiera necesitaba saber que sería un ejemplo para tantas personas a lo largo de la historia.


LA VIUDA QUE contemplamos hoy en el Evangelio, «debido a su extrema pobreza, hubiera podido ofrecer una sola moneda para el templo y quedarse con la otra. Pero ella no quiere ir a la mitad con Dios: se priva de todo. En su pobreza ha comprendido que, teniendo a Dios, lo tiene todo; se siente amada totalmente por Él y, a su vez, lo ama totalmente. Jesús, hoy, nos dice también a nosotros que el metro para juzgar no es la cantidad, sino la plenitud (...). Pensad en la diferencia que hay entre cantidad y plenitud: no es cosa de billetera, sino de corazón»5.


Esta plenitud con la que queremos abandonarnos en el Señor, que no hace cálculos, y que es la que nos hará verdaderamente felices, redunda siempre en entrega a los demás. Nos llena del amor de Dios que busca ser compartido. Esas dos monedas que la viuda da al Señor cuando va al Templo, se convierten en una manera habitual de darse también a los demás. Quien es verdaderamente generoso con Dios, es también generoso con los demás.


«Ante las necesidades del prójimo, estamos llamados a privarnos de algo indispensable, no solo de lo superfluo; estamos llamados a dar el tiempo necesario, no solo el que nos sobra; estamos llamados a dar enseguida sin reservas algún talento nuestro, no después de haberlo utilizado para nuestros objetivos personales o de grupo. Pidamos al Señor que nos admita en la escuela de esta pobre viuda, que Jesús, con el desconcierto de los discípulos, hace subir a la cátedra y presenta como maestra de Evangelio vivo. Por intercesión de María, la mujer pobre que ha dado toda su vida a Dios por nosotros, pidamos el don de un corazón pobre, pero rico de una generosidad alegre y gratuita»6.



24 de noviembre de 2024

SOLEMNIDAD DE CRISTO REY

 



Evangelio (Jn 18, 33b-37)


Pilato entró de nuevo en el pretorio, llamó a Jesús y le dijo: —¿Eres tú el Rey de los judíos?


Jesús contestó: —¿Dices esto por ti mismo, o te lo han dicho otros de mí?


—¿Acaso soy yo judío? —respondió Pilato—. Tu gente y los príncipes de los sacerdotes te han entregado a mí: ¿qué has hecho?


Jesús respondió: —Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores lucharían para que no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí.


Pilato le dijo: —¿O sea, que tú eres Rey?


Jesús contestó: —Tú lo dices: yo soy Rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad escucha mi voz.


PARA TU RATO DE ORACION 


LLEGA EL FIN del año litúrgico con la solemnidad de Cristo Rey. Estas semanas en las que la Iglesia nos ha propuesto considerar las verdades últimas nos conducen hacia una certeza: Jesucristo es el Señor de la historia universal y, al mismo tiempo, de cada historia personal. «Su dominio es eterno y no pasa, y su reino no tendrá fin» (Dn 7,14). Nada de lo que sucede escapa a su conocimiento. Ninguno de nuestros afanes o deseos se pierden porque él gobierna todo.


Regnare Christum volumus, eligió como lema episcopal el beato Álvaro del Portillo: queremos que Cristo reine. Es una de las jaculatorias que repetía san Josemaría desde muy joven. «Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra alma –decía–. Pero, qué responderíamos si él preguntase: tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que él reine en mí, necesito su gracia abundante. Únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey»1.


«Jesús hoy nos pide que dejemos que él se convierta en nuestro rey. Un rey que, con su palabra, con su ejemplo y con su vida inmolada en la Cruz, nos ha salvado de la muerte. Este rey nos indica el camino al hombre perdido, da luz nueva a nuestra existencia marcada por la duda, por el miedo y por la prueba de cada día. Pero no debemos olvidar que el reino de Jesús no es de este mundo. Él dará un sentido nuevo a nuestra vida, en ocasiones sometida a dura prueba también por nuestros errores y nuestros pecados, solamente con la condición de que nosotros no sigamos las lógicas del mundo y de sus “reyes”»2.


DURANTE EL PROCESO previo a la crucifixión, el Evangelio nos deja ver cómo la sorpresa de Pilato va en aumento durante su conversación con Cristo. No solo se trata de un acusado que mostraba una dignidad que jamás había encontrado, sino que Jesús, con sus palabras amables, llenas de mansedumbre, se ha adentrado en las profundidades de su alma. El brillo de la verdad deslumbra al procurador que no acierta a ver con claridad qué posición tomar. Cristo mismo es la verdad y ante su mirada ningún corazón queda igual que antes.


La contraposición en la escena es elocuente: de un lado, el poder del Imperio romano que dominará prácticamente todo el mundo hasta entonces conocido. De otro, el auténtico Señor del universo con la aparente imposibilidad de defenderse. Aquellas manos que han realizado milagros como dar la vista a los ciegos o resucitar a muertos, que han acariciado a los enfermos y han consolado las lágrimas de los afligidos, parecen ahora encadenadas. Podrían imperar sobre legiones de ángeles, han convertido el pan y el vino en su propio cuerpo y sangre, pero ahora se mantienen atadas.


Es un misterio que nos deslumbra: Cristo no se defiende. Su reinado es el de quien se entrega y solo así comienza la salvación. Jesús «quiere cumplir la voluntad del Padre hasta el final y establecer su reino, no con las armas y la violencia, sino con la aparente debilidad del amor que da la vida. El reino de Dios es un reino completamente distinto a los de la tierra»3. Esa «aparente debilidad» es la que conquista la libertad de las almas. Es la fragilidad del Señor la que infunde la vida en el mundo y en las gentes, la que sabe sacar bien del mal, la que infunde la gracia sin imponerse.


CADA CRISTIANO está llamado a ser Cristo que pasa entre los hombres. Mirar las manos atadas del Señor nos impulsa a darnos como él. Su ejemplo nos lleva a amar sin condiciones. Quien se entrega depone las armas, renuncia a defenderse. De ese modo, aprendemos a escuchar sin imponernos, a valorar lo bueno de cada persona, a ofrecer el propio tiempo y la alegría que tenemos dentro sin esperar nada a cambio.


En ese reinado de Cristo frente a Pilato descubrimos que de poco vale que pretendamos tener razón o salirnos con la nuestra; incluso el bien que hacemos pierde peso si no nos mueve un sincero afán de servir, como Cristo en su Pasión. «Servicio. ¡Cómo me gusta esta palabra! –decía san Josemaría–. Servir a mi Rey y, por él, a todos los que han sido redimidos con su sangre. ¡Si los cristianos supiésemos servir! Vamos a confiar al Señor nuestra decisión de aprender a realizar esta tarea de servicio, porque solo sirviendo podremos conocer y amar a Cristo, y darlo a conocer y lograr que otros más lo amen»4.


El arcángel san Gabriel predijo a María que su Hijo reinaría para siempre. Ella creyó antes de darlo al mundo. Más adelante, no sin perplejidades, comprendería qué tipo de realeza era la de Jesús. Le pedimos a nuestra Madre que comprendamos y vivamos, siempre con mayor profundidad, aquella manera suave con la que reina su Hijo.




23 de noviembre de 2024

DESCUBRE EL PACTO QUE TENES CON DIOS

 


Evangelio (Lc 20,27-40)


Se le acercaron algunos de los saduceos —que niegan la resurrección— y le preguntaron:


—Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si muere el hermano de alguien dejando mujer, sin haber tenido hijos, su hermano la tomará por mujer y dará descendencia a su hermano. Pues bien, eran siete hermanos. El primero tomó mujer y murió sin hijos. Lo mismo el segundo. También el tercero la tomó por mujer. Los siete, de igual manera, murieron sin dejar hijos. Después murió también la mujer. Entonces, en la resurrección, la mujer ¿de cuál de ellos será esposa?, porque los siete la tuvieron como esposa.


Jesús les dijo:


—Los hijos de este mundo, ellas y ellos, se casan; sin embargo, los que son dignos de alcanzar el otro mundo y la resurrección de los muertos, no se casan, ni ellas ni ellos. Porque ya no pueden morir otra vez, pues son iguales a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección. Que los muertos resucitarán lo mostró Moisés en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor Dios de Abrahán y Dios de Isaac y Dios de Jacob. Pero no es Dios de muertos, sino de vivos; todos viven para Él.


Tomando la palabra, algunos escribas dijeron:


—Maestro, has respondido muy bien.


Y ya no se atrevían a hacerle más preguntas.



PARA TU RATO DE ORACION 



CREEMOS Y ESPERAMOS en «la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro»: así lo recogen los símbolos de la fe, que son un compendio de la doctrina cristiana. Mañana celebraremos la solemnidad de Cristo Rey y, en la víspera de este gran día, la Iglesia nos invita a considerar la resurrección de la carne. Esta verdad de fe forma parte, desde el principio, del contenido esencial del mensaje que transmitían los apóstoles.


Entre los judíos existía división sobre la posibilidad de la vida eterna. Un grupo, el de los saduceos, no creía en la resurrección de la carne y afirmaba «que el alma muere con el cuerpo»[1]. Otro grupo, por el contrario, el de los fariseos, la aceptaba porque así venía expuesta en algunos textos de la Escritura (cfr. Dn 12,2-3) y en la tradición oral (cfr. Hch 23,8). Por eso, en cierta ocasión, algunos saduceos de intención poco recta le preguntan a Jesús sobre este tema, con el fin de ridiculizar la fe en la resurrección. Parten de un caso imaginario y enrevesado: una mujer tuvo siete maridos, todos hermanos de una misma familia, que murieron uno tras otro sin dejar descendencia. Le preguntan a Jesús: «En la resurrección, la mujer ¿de cuál de ellos será esposa?» (Lc 20,33).


Con paciencia, Jesús les contesta –y, al mismo tiempo, nos ilumina a nosotros– que la vida después de la muerte no responde a los mismos esquemas de la vida terrena. La vida eterna es «otra» vida. Los resucitados –dijo Jesús– serán «iguales a los ángeles» (Lc 20,36), vivirán en un estado diverso, del que no tenemos experiencia y no podemos sospechar. «En Jesús, Dios nos dona la vida eterna, la dona a todos, y gracias a él todos tienen la esperanza de una vida aún más auténtica que esta. La vida que Dios nos prepara no es un sencillo embellecimiento de esta vida actual: ella supera nuestra imaginación, porque Dios nos sorprende continuamente con su amor y con su misericordia»[2].


EN SU RESPUESTA a los saduceos, sencilla y al mismo tiempo llena de originalidad, Jesús puntualiza que Dios «no es Dios de muertos, sino de vivos; todos viven para él» (Lc 20,38). Jesús recuerda el episodio de Moisés ante la zarza ardiente en el que Dios se revela a sí mismo como «el Dios de Abrahán y Dios de Isaac y Dios de Jacob» (Lc 20,37). «El que habló a Moisés desde la zarza y declaró ser el Dios de los padres, es el Dios de los vivos»[3].


Dios ha querido dejar unido su nombre al de aquellos con los que estableció una alianza, con los que realizó un pacto que es más fuerte que la muerte. «El Señor no se goza tanto cuando se le llama el Dios del cielo y de la tierra, como cuando se le llama el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob»[4], dice san Juan Crisóstomo. Y aquella alianza la ha sellado también con nosotros, por lo que podemos decir con total seguridad: ¡él es nuestro Dios! El Señor lleva nuestro nombre unido al suyo: yo soy de Dios y Dios es mío. «Necesito confiarte mi emoción interior –exclama san Josemaría–, después de leer las palabras del profeta Isaías: “Ego vocavi te nomine tuo, meus es tu!” . Yo te he llamado, te he traído a mi Iglesia, ¡eres mío! ¡Que Dios me diga a mí que soy suyo! ¡Es como para volverse loco de amor!»[5].


Dios nos ama como algo suyo y ha establecido una alianza con nosotros. Es el Dios vivo que nos quiere dar la vida en su Hijo. Jesucristo vive, él mismo es la alianza, él es la vida y la resurrección, porque con su amor crucificado ha vencido a la muerte y al poder de las tinieblas. En la vida de Jesús, en la experiencia de su amor fiel por nosotros, podemos paladear algo de la vida resucitada.


EN EL ANTIGUO Testamento, a Dios se le llama numerosas veces «el Dios vivo». Así reza, por ejemplo, un salmo: «Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo podré ir a ver el rostro de Dios?» (Sal 42,3). También el profeta Jeremías le llama «Dios verdadero», «Dios vivo y rey eterno» (Jer 10,10). En el Nuevo Testamento, por su parte, encontramos la confesión de fe de Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). No hay espacio para la duda: en Dios solamente hay vida y lo mismo quiere para nosotros.


Los saduceos pensaban, sin embargo, que la vida del hombre conducía definitivamente hacia la muerte. Así han sospechado también muchos pensadores a lo largo de la historia. Pero Jesucristo da la vuelta completamente a esta concepción. Al contrario de lo que sostenían los saduceos, en realidad hemos nacido para no morir nunca, estamos destinados a una felicidad eterna. Ni siquiera se podría decir que esta vida ilumina la que vendrá después de la muerte, sino que «es la eternidad –aquella vida– la que ilumina y da esperanza a la vida terrena de cada uno de nosotros»[6].


Nuestro caminar, que ciertamente comprende momentos gratos y también sinsabores, es una peregrinación hacia la eternidad. Allí nos espera Dios. Estamos caminando en esta vida terrena hacia la vida plena. Si miramos solamente con ojos humanos, podríamos pensar que el camino del hombre parte de la vida con destino hacia la muerte. Pero, si procuramos mirar con los ojos de Dios, descubrimos que es precisamente al revés: caminamos hacia la vida plena, es la vida eterna la que aclara nuestro andar diario. «La muerte está detrás, a la espalda, no delante de nosotros. Delante de nosotros está el Dios de los vivientes, el Dios de la alianza, el Dios que lleva mi nombre»[7]. María, que misteriosamente dió a luz al Dios de la vida, nos puede ayudar a tener fija la mirada en esa vida que no acaba nunca, y que ya ha iniciado en nuestros corazones.




22 de noviembre de 2024

SOMOS PIEDRAS VIVAS DE LA IGLESIA

 



Evangelio (Lc 19, 45-48)


En aquel tiempo, Jesús entró en el templo y se puso a echar a los vendedores, diciéndoles: «Escrito está: “Mi casa será casa de oración”; pero vosotros la habéis hecho una “cueva de bandidos”».


Todos los días enseñaba en el templo. Por su parte, los sumos sacerdotes, los escribas y los principales del pueblo buscaban acabar con él, pero no sabían qué hacer, porque todo el pueblo estaba pendiente de él, escuchándolo.



PARA MI RATO DE ORACION 



DURANTE SUS ESTANCIAS en Jerusalén, Jesús enseñaba todos los días en el Templo. Ese era el lugar del encuentro con Dios a través de la oración y los sacrificios; era el símbolo de la protección de Yahvé, de su presencia, siempre dispuesto a escuchar a su pueblo y a socorrer a quienes acudían a él en las necesidades. Dios ha querido habitar entre los hombres para que, así, los hombres encuentren a Dios.


El Señor se dirigía hasta allí, acompañado por los apóstoles, con la alegría del Hijo que acude a orar a la casa de su Padre. Sin embargo, no siempre el ambiente que se respiraba era el más propicio para la oración. La dinámica que se había establecido, a causa de los sacrificios prescritos en la ley, hacía que el Templo –y, de modo especial, su enorme explanada– pareciera más bien un lugar de negocios. No es difícil imaginar los gritos, el movimiento de personas y animales.


En una de esas visitas, Jesús decidió «expulsar a los que vendían, diciéndoles: Está escrito: Mi casa será casa de oración» (Lc 19,45). La escena tuvo que ser impactante. Y con esta imagen en mente podemos recordar que nosotros también «somos templos del Espíritu Santo: yo soy un templo, el Espíritu de Dios está en mí (...). También nosotros debemos purificarnos continuamente porque somos pecadores: purificarnos con la oración, con la penitencia, con el sacramento de la reconciliación, con la Eucaristía»[1].


EL TEMPLO donde Dios habita no es solamente un edificio construido con nuestras manos. En último término, el templo es el Cuerpo de Cristo, es decir, la Iglesia: la Iglesia acoge la presencia de Dios. «Lo que estaba prefigurado en el antiguo Templo, está realizado, por el poder del Espíritu Santo, en la Iglesia: la Iglesia es la “casa de Dios” (...). Si nos preguntamos: ¿dónde podemos encontrar a Dios? ¿Dónde podemos entrar en comunión con él a través de Cristo? ¿Dónde podemos encontrar la luz del Espíritu Santo que ilumine nuestra vida? La respuesta es: en el pueblo de Dios, entre nosotros, que somos Iglesia»[2].


Ciertamente, los hombres podemos «ensombrecer el rostro limpio de la Iglesia»[3] porque, aunque se trate de un pueblo santificado por Cristo, está compuesto por criaturas frágiles. San Josemaría hacía notar que «esta aparente contradicción marca un aspecto del misterio de la Iglesia. La Iglesia, que es divina, es también humana, porque está formada por hombres, y los hombres tenemos defectos (...). Nuestro Señor Jesucristo, que funda la Iglesia Santa, espera que los miembros de este pueblo se empeñen continuamente en adquirir la santidad (...). En la Esposa de Cristo se perciben, al mismo tiempo, la maravilla del camino de salvación y las miserias de los que lo atraviesan»[4]. La Iglesia es templo para todo el mundo en la vida de cada cristiano. Por eso queremos, con la ayuda de Dios, traslucir con la mayor transparencia posible a Dios que se quiere hacer presente en nosotros.


LA IGLESIA DE CRISTO está construída con «piedras vivas» (1 P 2,5) de las cuales, la primera, aquella «desechada por los hombres, pero escogida y preciosa delante de Dios» (1 P 2,4), es Jesús. Al mismo tiempo, cada bautizado es «piedra viva» para construir un «edificio espiritual para un sacerdocio santo, con el fin de ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por medio de Jesucristo» (1 P 2,5). Ya no son necesarios largos rituales ni sacrificios de animales. La principal ofrenda que Dios espera es la entrega diaria de nuestra vida unida a la de Cristo: ese es «el sacrificio puro, inmaculado y santo»[5], la hostia agradable a los ojos de Dios.


El Señor desea que el templo de nuestro corazón no sea, como lo dice san Ambrosio, una «casa de mercaderes, sino de santidad»[6]. Con la purificación del Templo, Jesús nos invita a purificar nuestras intenciones, de modo que nuestra búsqueda de Dios sea lo más auténtica posible. Para que el corazón sea casa de oración necesitamos alejar el ruido, el barullo, encontrando momentos de silencio interior en los cuales contemplar a Jesús. En ese silencio es donde, imperceptiblemente, suceden las grandes cosas, los grandes cambios para nuestra vida y nuestro entorno.


Así lo expresa un himno de la Liturgia de las horas de hoy: «Allí donde va un cristiano / no hay soledad, sino amor, / pues lleva toda la Iglesia / dentro de su corazón. / Y dice siempre “nosotros”, / incluso si dice “yo”». Y en el centro de ese «nosotros» está María, templo del Espíritu Santo y Madre de la Iglesia: ella intercede por nosotros para que nuestra vida sea cada día más santa, más feliz: mejor piedra viva del Templo que es su Hijo.



21 de noviembre de 2024

Presentación de la Virgen María en el Templo

 



Evangelio (Mt 12,46-50)


Aún estaba él hablando a las multitudes, cuando su madre y sus hermanos se hallaban fuera intentando hablar con él. Alguien le dijo entonces:


— Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo.


Pero él respondió al que se lo decía:


— ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?


Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo:


— Éstos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.



PARA TU RATO DE ORACION 


UNA ANTIGUA tradición cuenta cómo los padres de la Virgen, san Joaquín y santa Ana, la llevaron al templo de Jerusalén. Allí se quedaría durante un tiempo en compañía de otras niñas, para ser instruida en las tradiciones y en la piedad de Israel. Podemos leer en el Antiguo Testamento que lo mismo había realizado, tiempo atrás, la madre del profeta Samuel, también de nombre Ana, cuando ofreció a su hijo para el servicio de Dios en el tabernáculo donde se manifestaba su gloria (cfr. 1 Sam 1,21-28).

Después de aquella temporada, María siguió llevando con Joaquín y Ana una vida normal. Permaneció bajo su cuidado mientras crecía hasta hacerse mujer. Fue madurando como una más de su pueblo, sin nada extraordinario en su comportamiento. Como buena judía, orientaba toda su existencia hacia el Señor, de quien aún desconocía que sería Madre. La fiesta de hoy celebra, precisamente, esa pertenencia de la Virgen a Dios, la completa dedicación al misterio de la salvación a lo largo de toda su vida.

«Como la santa niña María se ofreció a Dios en el Templo con prontitud y por entero, así nosotros en este día presentémonos a María sin demora y sin reserva»[1], escribe san Alfonso María de Ligorio. Ella, con su propia vida, nos indica el camino hacia su Hijo, para que también la nuestra tenga su centro en él. «Sus manos, sus ojos, su actitud son un catecismo viviente y siempre apuntan al fundamento, el centro: Jesús»[2].


JESÚS se encuentra hablando a las multitudes. De repente se hace paso una persona y le dice: «Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo». El Señor responde con una pregunta que él mismo contesta: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? (...) Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mt 12, 46-50).

Estas palabras de Cristo pueden sorprendernos. Quizá tenemos la impresión de que el Señor resta importancia a la relación con su madre. Sin embargo, una mirada más delicada permite darse cuenta de que el Maestro realza la fidelidad con la que ella vive su vocación, que es fuente de su íntima cercanía con su Hijo. Comenta san Agustín, poniendo estas palabras en labios del mismo Jesús: «Mi madre, a quien proclamáis dichosa, lo es precisamente por su observancia de la Palabra de Dios, (...) porque fue fiel custodio del mismo Verbo de Dios, que lo creó a ella y en ella se hizo carne»[3].

De estas palabras del Señor aprendemos que los seguidores de Jesús pueden pasar a formar parte de su propia familia. Quienes queremos compartir la vida con Cristo y hacer la voluntad de Dios Padre somos algo más que colaboradores de un proyecto en bien de la sociedad. «Hacerse discípulo de Jesús –señala el Catecismo– es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios, a vivir en conformidad con su manera de vivir»[4]. Hoy podemos pedir a María que, al estar ya delante de Dios, nos alcance la gracia para estar cada día más cerca de su Hijo Jesús.


EN LOS EVANGELIOS vemos varios momentos en los que María responde con fidelidad al querer divino. El sí que pronuncia en la anunciación del ángel fue «el primer paso de una larga lista de obediencias que acompañarán su itinerario de madre»[5]. Quizá la mayor expresión de esta fidelidad se encuentra cuando permanece al pie de la cruz junto a su Jesús, ofreciéndole el mayor de los consuelos con su sola presencia. Los evangelistas no dicen nada de su reacción, solamente señalan que en el Gólgota, ella permanecía allí: «estaba». La Virgen no concebía una actitud de huida o distanciamiento. Había descubierto que la mayor de las felicidades –esta vez mezclada con abundantísimo dolor– en ocasiones consiste simplemente en «estar» con su Hijo.

La vida de María estuvo también marcada por otros momentos de fidelidad cotidiana que no se recogen en el Evangelio. Posiblemente su día a día transcurrió como el de la mayoría de mujeres de su época. Y fue en esas tareas comunes a las de su gente donde también cumplió la voluntad de Dios. Santificó lo pequeño y lo grande que cada día trae consigo, lo que a simple vista tenía poco valor pero a la vez mucho para nosotros. Supo poner amor en todo lo que realizaba. «Un amor llevado hasta el extremo, hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina. Eso es lo que hace que el más pequeño gesto suyo, no sea nunca banal, sino que se manifieste lleno de contenido»[6].

De este modo, se realizaba lo que Jesús diría más tarde a sus discípulos: «Quien es fiel en lo poco también es fiel en lo mucho» (Lc 16,10). Desde que María fue presentada en el Templo, toda su vida giró en torno a Dios. Y gracias a esa fidelidad en lo pequeño, vivida bajo la acción del Espíritu Santo, María supo ser fiel también en lo grande.




20 de noviembre de 2024

TUS DONES

 


Evangelio (Lc 19,11-28)


En aquel tiempo, dijo Jesús una parábola, porque él estaba cerca de Jerusalén y ellos pensaban que el Reino de Dios se manifestaría enseguida: un hombre noble marchó a una tierra lejana a recibir la investidura real y volverse. Llamó a diez siervos suyos, les dio diez minas y les dijo: «Negociad hasta mi vuelta».


 Sus ciudadanos le odiaban y enviaron una embajada tras él para decir: «No queremos que éste reine sobre nosotros».


Al volver, recibida ya la investidura real, mandó llamar ante sí a aquellos siervos a quienes había dado el dinero, para saber cuánto habían negociado. 


Vino el primero y dijo: «Señor, tu mina ha producido diez». Y le dijo: «Muy bien, siervo bueno, porque has sido fiel en lo poco, ten potestad sobre diez ciudades». Vino el segundo y dijo: «Señor, tu mina ha producido cinco». Le dijo a éste: «Tú ten también el mando de cinco ciudades».


Vino el otro y dijo: «Señor, aquí está tu mina, que he tenido guardada en un pañuelo; pues tuve miedo de ti porque eres hombre severo, recoges lo que no depositaste y cosechas lo que no sembraste». Le dice: «Por tus palabras te juzgo, siervo malo; ¿sabías que yo soy hombre severo, que recojo lo que no he depositado y cosecho lo que no he sembrado? ¿Por qué no pusiste mi dinero en el banco? Así, al volver yo lo hubiera retirado con los intereses». 


Y les dijo a los presentes: «Quitadle la mina y dádsela al que tiene diez». Entonces le dijeron: «Señor, ya tiene diez minas». Os digo: «A todo el que tiene se le dará, pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará.


En cuanto a esos enemigos míos que no han querido que yo reinara sobre ellos, traedlos aquí y matadlos en mi presencia». Dicho esto, caminaba delante de ellos subiendo a Jerusalén.


PARA TU RATO DE ORACION 


SUBIENDO HACIA JERUSALÉN, ya cerca de la ciudad santa, Jesús contó la parábola de las minas al grupo que le acompañaba (cfr. Lc 19,1-27). Un rey se marcha a tierras lejanas y encarga sus bienes a un puñado de siervos para que les saquen rendimiento. Cada siervo recibe la misma cantidad de dinero: una mina, que equivalía a medio kilo de plata. A todos les da la misma indicación: «Negociad hasta mi vuelta» (Lc 19,13). Cada uno de estos siervos tiene en sus manos un regalo, y el amo les pide que lo pongan en juego para dar fruto.


Mirar nuestros propios talentos nos ayuda a comprender la confianza que el Señor tiene en nosotros. Son el modo único y personal que tenemos para participar en la misión de Dios. Nuestros talentos son dones que aportan a la Iglesia, al mundo y a la sociedad. Además, junto a todas nuestras características personales, hemos recibido el gran regalo de la fe en Cristo y la posibilidad de vivir su misma vida a través de los sacramentos, esos «tesoros inagotables de amor, de misericordia, de cariño»[1]. Cristo «nos ha regalado los preciosos y más grandes bienes prometidos, para que por estos lleguéis a ser partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1,4).


El rey de la parábola confía en aquellos siervos, da mucho margen a su iniciativa. No les da instrucciones detalladas, diciéndoles exactamente qué hacer, sino que lo deja todo en sus manos. Dos de ellos lo entendieron rápidamente. Supieron actuar con libertad y generosidad dentro de los amplios planes de su señor. Experimentaron aquel gesto de confianza como una llamada a dinamizar el propio talento y a abrirse a sus conciudadanos: «Que cada uno ponga al servicio de los demás el don que ha recibido, como buenos administradores de la múltiple y variada gracia de Dios» (1 P 4,10-11).


«AL VOLVER, recibida ya la investidura real, mandó llamar ante sí a aquellos siervos a quienes había dado el dinero, para saber cuánto habían negociado» (Lc 19,15). Los dos primeros siervos recibieron un generoso premio por su trabajo: habían hecho rendir el tesoro recibido, dando abundante fruto. El rey se alegró y a ambos les dijo: «Muy bien, siervo bueno (...), has sido fiel en lo poco» (Lc 19,17).


Los dones «que Dios nos ha dado no son nuestros, nos han sido dados para que los usemos por la gloria de Dios –decía santa Teresa de Calcuta–. Seamos generosos y usemos todo lo que tenemos por el buen maestro»[2]. De manera habitual, ese «negocio» lo llevaremos a cabo entre las cosas normales de nuestra vida, en lo de cada día, en aquellas tareas y relaciones que a ojos del mundo podrían parecer sin relieve. «Hagamos lo que hagamos, aunque solo sea ayudar a alguien a atravesar la calle, se lo estamos haciendo a Jesús. Incluso ofrecer a alguien un vaso de agua es dárselo a Jesús», concluía la santa. «Dios cuenta con nuestra correspondencia diaria, hecha de cosas pequeñas que se engrandecen por la fuerza de su gracia»[3].


«¿Tiene el hombre algo que ofrecer a Dios? –se preguntaba, por su parte, un Padre de la Iglesia–. Sí, su fe y su amor. Es esto lo que Dios pide al hombre (…). El don de Dios existe, pero también debe existir la contribución del hombre»[4]. En realidad, el hecho de que Dios haya querido entregar en nuestras manos la posibilidad de hacer tantas cosas buenas, en lugar de hacerlas él mismo, es un misterioso regalo. Esa parábola muestra cómo el Señor desea que con nuestras capacidades le ayudemos a cuidar a las demás personas y a transformar el mundo; esa confianza divina en nosotros crea variedad y pluralidad. Como decía san Josemaría: «Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo»[5].


EL TERCER siervo de la parábola no pensó en los afanes de su amo ni quiso invertir el dinero, sino que solamente se preocupó de su propia seguridad: escondió todo en un pañuelo para devolverlo intacto. «Señor, aquí está tu mina» (Lc 19,20). El tercer siervo, a diferencia de los otros dos, «ha decidido irresponsablemente optar por la comodidad de devolver solo lo que le entregaron. Se dedicará a matar los minutos, las horas, las jornadas, los meses, los años... ¡la vida!»[6]. Comparándose con sus compañeros, quizás pensó que la tarea le superaba y prefirió un camino sin riesgos. Sin duda se perdió la gran aventura de poner en juego sus valiosos talentos.


Al llegar el amo, echó en cara con dureza la negligencia de este siervo; ha sido un «siervo malo» (Lc 19,26), le dice, porque no ha hecho fructificar la herencia que le había encomendado. Esconder la moneda, comenta san Beda, «es tanto como sepultar los dones recibidos bajo el ocio de una muelle pereza (...). Es llamado “mal siervo” porque fue perezoso en el cumplimiento de su deber»[7]. Entre el miedo a fracasar y el deseo de no complicarse la vida, ha ahogado la felicidad a la que estaba llamado, mucho más grande de la que imaginó.


«Tenemos una gran tarea por delante –nos recordaba san Josemaría–. No cabe la actitud de permanecer pasivos, porque el Señor nos declaró expresamente: “Negociad, mientras vengo”. Mientras esperamos el retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no podemos estar cruzados de brazos»[8]. Nuestra Madre bendita corrió a compartir su alegría con su prima; no enterró ni un segundo la gracia de la que le había llenado Dios. A ella podemos pedirle esa misma audacia para poner en juego los talentos que Dios nos ha dado.

19 de noviembre de 2024

«Santa desvergüenza»

 


Evangelio (Lc 19, 1-10)


Entró en Jericó y atravesaba la ciudad. Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos y rico. Intentaba ver a Jesús para conocerle, pero no podía a causa de la muchedumbre, porque era pequeño de estatura. Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, porque iba a pasar por allí. Cuando Jesús llegó al lugar, levantando la vista, le dijo:

—Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me quede en tu casa.

Bajó rápido y lo recibió con alegría. Al ver esto, todos murmuraban diciendo que había entrado a hospedarse en casa de un pecador. Pero Zaqueo, de pie, le dijo al Señor:

—Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres, y si he defraudado en algo a alguien le devuelvo cuatro veces más.

Jesús le dijo:

—Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán; porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.


PARA TU RATO DE ORACION 


EL EVANGELIO nos presenta el encuentro entre Jesús y Zaqueo casi como un hecho casual. Zaqueo ejerce el oficio de jefe de los publicanos de Jericó, una ciudad importante situada junto al río Jordán, y es muy rico. Recauda impuestos para la autoridad romana, por lo que es considerado un pecador público. Los publicanos, además, con frecuencia aprovechaban su posición para enriquecerse mediante el chantaje, lo que les había hecho ganarse el desprecio de sus vecinos.

Aquel día Jesús entra en Jericó y la recorre acompañado por la muchedumbre (cfr. Lc 19,1-10). El deseo de ver al Maestro lleva a Zaqueo a un gesto singular, en cierto sentido ridículo, dada su alta posición social. Al ser de baja estatura, «se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, porque iba a pasar por allí» (Lc 19,4). A pesar de que Zaqueo parece impulsado solo por la curiosidad, en realidad ese gesto era ya un fruto de la misericordia de Dios que lo atraía y que pronto transformaría su corazón. Antes de que Zaqueo acogiera a Jesús en su casa, el Señor lo había acogido a él. «A veces, el encuentro de Dios con el hombre tiene también la apariencia de la casualidad. Pero nada es “casual” por parte de Dios»[1].

«Cuando Jesús llegó al lugar, levantando la vista, le dijo: Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me quede en tu casa» (Lc 19,5). La mirada de Cristo penetró en el alma del publicano con fuerza. Además, ¡con cuánta ternura y familiaridad escuchó Zaqueo pronunciar su nombre! Feliz por el encuentro, «bajó rápido y lo recibió con alegría» (Lc 19,6). Es decir, abrió generosamente la puerta de su casa y de su corazón al encuentro con el Salvador.


ZAQUEO TUVO posiblemente una resistencia interior a trepar a la higuera. Sí, quería conocer a Jesús, pero corría el riesgo de provocar aún más animadversión entre sus vecinos. Desde el principio tuvo que vencer la vergüenza del ridículo y despreciar el qué dirán. Se arriesgó y superó estos obstáculos «porque la atracción de Jesús era más fuerte»[2].

San Josemaría calificó su valiente actitud de «santa desvergüenza» y la comentaba así: «No faltan [a Zaqueo] ni las burlas de los chiquillos ni la carcajada en la boca de algunas personas mayores. Pero todo eso, ¿qué importa? ¿Qué importa, cuando se trata del servicio de Cristo, la opinión de las gentes, los respetos humanos? Cuando una falsa vergüenza trate de cohibirnos, sea siempre ésta nuestra consideración: Jesús y yo, Jesús y yo; lo demás, ¿qué nos importa? (...). Dame, Jesús mío, la santa desvergüenza (...). Concédeme, Dios mío, una entereza de acero para que haga lo que deba hacer»[3].

Dios es «muy buen pagador», afirmaba santa Teresa de Jesús. «Y así, aunque sean cosas muy pequeñas, no dejéis de hacer por su amor lo que pudiereis. Su Majestad las pagará; no mirará sino el amor con que las hiciereis»[4]. Aunque el movimiento inicial de Zaqueo parezca más de curiosidad que de amor, él «ha puesto los medios para conocer a Jesús y va a obtener su recompensa. Es necesario, para sentir en nosotros el chispazo de la mirada de Jesucristo, que vayamos a entregarnos a él (...). La recompensa está ahí: en la mirada, en la llamada de Jesús»[5].


EL JEFE de publicanos hospedó en su casa al Señor y, así, abrió espacio para Dios en su vida. En pocos minutos la cercanía de Jesús comenzó a transformar su corazón. Ya en el umbral de su casa, declaró: «Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres, y si he defraudado en algo a alguien le devuelvo cuatro veces más» (Lc 19,8). Jesús disipó con delicadeza las tinieblas de su interior. Ciertamente, «a su luz se ensanchan los horizontes de la existencia: la persona comienza a darse cuenta de los demás hombres y de sus necesidades (...). La atención a los demás hombres, al prójimo, constituye uno de los principales frutos de una conversión sincera. El hombre sale de su egoísmo, deja de vivir para sí mismo, y se orienta hacia los demás; siente la necesidad de vivir para los demás, de vivir para los hermanos»[6].

«Ya que el corazón es de reducido tamaño –decía santa Catalina de Siena–, hay que hacer como Zaqueo, que no era grande, y se subió a un árbol para ver a Dios... Debemos hacer lo mismo si somos bajos, cuando tenemos el corazón estrecho y poca caridad: hay que subir sobre el árbol de la santa cruz, y allí veremos, tocaremos a Dios»[7].

Como sucedió aquel día en Jericó, también hoy Cristo nos mira, nos llama por nuestro nombre, y a cada uno nos hace su propuesta: «Conviene que hoy me quede en tu casa» (Lc 19,5). Ese «hoy» es un estímulo para nuestra generosidad. El «hoy» de Cristo ha de resonar con toda su fuerza, como una llamada a darnos sinceramente a las personas. «Él puede cambiarnos, puede convertir nuestro corazón de piedra en corazón de carne, puede liberarnos del egoísmo y hacer de nuestra vida un don de amor»[8]. María veía a Jesús desde niño y vivía en su misma casa: ella nos enseñará el camino para invitarlo a la nuestra y para dejar que nos transforme en generosos servidores de los demás.