Evangelio (Mt 12,46-50)
Aún estaba él hablando a las multitudes, cuando su madre y sus hermanos se hallaban fuera intentando hablar con él. Alguien le dijo entonces:
— Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo.
Pero él respondió al que se lo decía:
— ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?
Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo:
— Éstos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.
PARA TU RATO DE ORACION
UNA ANTIGUA tradición cuenta cómo los padres de la Virgen, san Joaquín y santa Ana, la llevaron al templo de Jerusalén. Allí se quedaría durante un tiempo en compañía de otras niñas, para ser instruida en las tradiciones y en la piedad de Israel. Podemos leer en el Antiguo Testamento que lo mismo había realizado, tiempo atrás, la madre del profeta Samuel, también de nombre Ana, cuando ofreció a su hijo para el servicio de Dios en el tabernáculo donde se manifestaba su gloria (cfr. 1 Sam 1,21-28).
Después de aquella temporada, María siguió llevando con Joaquín y Ana una vida normal. Permaneció bajo su cuidado mientras crecía hasta hacerse mujer. Fue madurando como una más de su pueblo, sin nada extraordinario en su comportamiento. Como buena judía, orientaba toda su existencia hacia el Señor, de quien aún desconocía que sería Madre. La fiesta de hoy celebra, precisamente, esa pertenencia de la Virgen a Dios, la completa dedicación al misterio de la salvación a lo largo de toda su vida.
«Como la santa niña María se ofreció a Dios en el Templo con prontitud y por entero, así nosotros en este día presentémonos a María sin demora y sin reserva»[1], escribe san Alfonso María de Ligorio. Ella, con su propia vida, nos indica el camino hacia su Hijo, para que también la nuestra tenga su centro en él. «Sus manos, sus ojos, su actitud son un catecismo viviente y siempre apuntan al fundamento, el centro: Jesús»[2].
JESÚS se encuentra hablando a las multitudes. De repente se hace paso una persona y le dice: «Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo». El Señor responde con una pregunta que él mismo contesta: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? (...) Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mt 12, 46-50).
Estas palabras de Cristo pueden sorprendernos. Quizá tenemos la impresión de que el Señor resta importancia a la relación con su madre. Sin embargo, una mirada más delicada permite darse cuenta de que el Maestro realza la fidelidad con la que ella vive su vocación, que es fuente de su íntima cercanía con su Hijo. Comenta san Agustín, poniendo estas palabras en labios del mismo Jesús: «Mi madre, a quien proclamáis dichosa, lo es precisamente por su observancia de la Palabra de Dios, (...) porque fue fiel custodio del mismo Verbo de Dios, que lo creó a ella y en ella se hizo carne»[3].
De estas palabras del Señor aprendemos que los seguidores de Jesús pueden pasar a formar parte de su propia familia. Quienes queremos compartir la vida con Cristo y hacer la voluntad de Dios Padre somos algo más que colaboradores de un proyecto en bien de la sociedad. «Hacerse discípulo de Jesús –señala el Catecismo– es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios, a vivir en conformidad con su manera de vivir»[4]. Hoy podemos pedir a María que, al estar ya delante de Dios, nos alcance la gracia para estar cada día más cerca de su Hijo Jesús.
EN LOS EVANGELIOS vemos varios momentos en los que María responde con fidelidad al querer divino. El sí que pronuncia en la anunciación del ángel fue «el primer paso de una larga lista de obediencias que acompañarán su itinerario de madre»[5]. Quizá la mayor expresión de esta fidelidad se encuentra cuando permanece al pie de la cruz junto a su Jesús, ofreciéndole el mayor de los consuelos con su sola presencia. Los evangelistas no dicen nada de su reacción, solamente señalan que en el Gólgota, ella permanecía allí: «estaba». La Virgen no concebía una actitud de huida o distanciamiento. Había descubierto que la mayor de las felicidades –esta vez mezclada con abundantísimo dolor– en ocasiones consiste simplemente en «estar» con su Hijo.
La vida de María estuvo también marcada por otros momentos de fidelidad cotidiana que no se recogen en el Evangelio. Posiblemente su día a día transcurrió como el de la mayoría de mujeres de su época. Y fue en esas tareas comunes a las de su gente donde también cumplió la voluntad de Dios. Santificó lo pequeño y lo grande que cada día trae consigo, lo que a simple vista tenía poco valor pero a la vez mucho para nosotros. Supo poner amor en todo lo que realizaba. «Un amor llevado hasta el extremo, hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina. Eso es lo que hace que el más pequeño gesto suyo, no sea nunca banal, sino que se manifieste lleno de contenido»[6].
De este modo, se realizaba lo que Jesús diría más tarde a sus discípulos: «Quien es fiel en lo poco también es fiel en lo mucho» (Lc 16,10). Desde que María fue presentada en el Templo, toda su vida giró en torno a Dios. Y gracias a esa fidelidad en lo pequeño, vivida bajo la acción del Espíritu Santo, María supo ser fiel también en lo grande.