"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

8 de noviembre de 2024

SAN SEVERINO / CONSTRUCTORES DE LA UNIDAD

 



Evangelio (Lc 16,1-8)


Decía también a los discípulos:


—Había un hombre rico que tenía un administrador, al que acusaron ante el amo de malversar la hacienda. Le llamó y le dijo: «¿Qué es esto que oigo de ti? Dame cuentas de tu administración, porque ya no podrás seguir administrando». Y dijo para sí el administrador: «¿Qué voy a hacer, ya que mi señor me quita la administración? Cavar no puedo; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que haré para que me reciban en sus casas cuando me despidan de la administración». Y, convocando uno a uno a los deudores de su amo, le dijo al primero: «¿Cuánto debes a mi señor?» Él respondió: «Cien medidas de aceite». Y le dijo: «Toma tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta». Después le dijo a otro: «¿Y tú cuánto debes?» Él respondió: «Cien cargas de trigo». Y le dijo: «Toma tu recibo y escribe ochenta». El amo alabó al administrador infiel por haber actuado sagazmente; porque los hijos de este mundo son más sagaces en lo suyo que los hijos de la luz.



PARA TU RATO DE ORACION 



EN VILLA TEVERE [Sede central de la Obra en Roma] se conservan las reliquias de san Severino, un soldado romano del siglo II o III que fue martirizado por su fe. Esas reliquias anteriormente se encontraban en una iglesia de Nápoles. En 1957, el arzobispo de esa ciudad las regaló a san Josemaría; al año siguiente la Santa Sede concedió la facultad de que en los centros del Opus Dei se celebrara la Misa de san Severino en noviembre, y después se la fijó para el día 8 o el momento más cercano no impedido. San Josemaría quiso que esta fecha fuese, cada año, una ocasión para que sus hijos refuercen su unión con Roma, en donde está el corazón de la Obra.


Aunque pudiera parecer que la unidad es algo que depende en primer lugar de nuestros esfuerzos, en realidad se trata, antes que todo, de un don de Dios. Es un regalo que el mismo Cristo pidió a Dios Padre para su Iglesia, y que los fieles de la Obra recordamos diariamente al rezar las Preces: «Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti» (Jn 17,21). Con estas palabras pronunciadas durante la Última Cena, casi como si fueran un testamento espiritual, «el Señor no ha ordenado a los discípulos la unidad. Ni siquiera les dio un discurso para motivar su necesidad. No, ha rezado al Padre por nosotros, para que seamos uno. Esto significa que no bastamos solo nosotros, con nuestras fuerzas, para realizar la unidad. La unidad es sobre todo un don, es una gracia para pedir con la oración»[1].


Pedimos a Dios la unidad, conscientes de que sin su ayuda no somos capaces de lograrla ni siquiera dentro de nosotros mismos. Como le sucedía a san Pablo, nuestro corazón experimenta en ocasiones «un conflicto lacerante: querer el bien y estar inclinado al mal (cfr. Rm 7,19)»[2], y comprendemos así que, en realidad, la raíz de tantas divisiones que vemos «entre las personas, en la familia, en la sociedad, entre los pueblos y también entre los creyentes»[3], está dentro de nosotros. Para superar la división necesitamos orar: pedir al Señor la paz con nosotros mismos, si fuera el caso, y también con los demás; suplicar por la unidad de vida y por la unidad con nuestros hermanos, superando diferencias e incomprensiones.


«VED QUÉ BUENO y qué gozoso es convivir los hermanos unidos» (Sal 133,1). La unidad es un don que Dios nos ofrece porque él quiere que vivamos unidos, quiere que reine entre nosotros el cariño, la disculpa, la comprensión, el deseo de ayudar al otro… Además, ese clima constituye un testimonio sencillo de vida cristiana. De la unidad «depende la fe en el mundo; el Señor pidió la unidad entre nosotros “para que el mundo crea” (Jn 17,21). El mundo no creerá porque lo convenzamos con buenos argumentos, sino si testimoniamos el amor que nos une y nos hace cercanos a todos»[4].


La importancia de la unidad es muy grande: su hermosura y atractivo son fundamentales para nuestra felicidad, para nuestra fidelidad y también para atraer a otros a nuestro camino. Por eso, de alguna manera es lógico que el demonio busque por todos los medios disminuir o quebrantar esa concordia, sembrar divisiones y rencillas entre los hombres: en la familia, en la sociedad, en la Iglesia. «El diablo siempre divide, porque es conveniente para él dividir. Él insinúa la división, en todas partes y de todas las maneras, mientras que el Espíritu Santo hace converger en unidad siempre. El diablo, en general, no nos tienta con la alta teología, sino con las debilidades de nuestros hermanos. Es astuto: engrandece los errores y los defectos de los otros, siembra discordia, provoca la crítica y crea facciones. El camino de Dios es otro: nos toma como somos, nos ama mucho, pero nos ama como somos y nos toma como somos; nos toma diferentes, nos toma pecadores, y siempre nos impulsa a la unidad»[5].


¿Somos constructores de unidad? En momentos de conflicto, de desacuerdo, cuando notamos lo que nos parecen límites de los otros, ¿sabemos poner por delante la llamada del Señor al cariño, a la comprensión, a una caridad fraterna que supere las diferencias? «El amor a las almas, por Dios –enseñaba san Josemaría–, nos hace querer a todos, comprender, disculpar, perdonar»[6].


«UN PADRE, UNA MADRE, que ama con locura a dos hijos, goza viendo el cariño mutuo entre ellos, y sufre si ve que les falta ese cariño»[7]. Es muy posible que tengamos esta experiencia: la alegría de unos padres cuando ven a sus hijos unidos entre sí, cuando observan que los hijos son capaces de comprenderse, de hacer un esfuerzo para llevarse bien, de pedirse perdón y perdonarse si en alguna ocasión se han peleado. Con un gozo análogo mira el Señor a sus hijos en la Iglesia, a todos los hombres, cuando ve que permanecen unidos: «Al querer a los demás, somos gozo para Dios y para María»[8].


Cristo pide al Padre que todos seamos uno. «No se trata solo de la unidad de una organización humanamente bien estructurada, sino de la unidad que da el amor: “como tú, Padre, en mí y yo en ti”. En este sentido, los primeros cristianos son un claro ejemplo: “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma” (Hch 4,32). Precisamente por ser consecuencia del amor, esta unidad no es uniformidad, sino comunión. Se trata de unidad en la diversidad, manifestada en la alegría de convivir con las diferencias, aprender a enriquecernos con los demás, fomentar a nuestro alrededor un ambiente de afecto»[9].


Si, con la ayuda del Señor, buscamos vivir una unidad que sea comunión, fundamentada en la caridad, ese estar unidos «no nos encierra en un grupo, sino que –como parte de la Iglesia– nos abre a ofrecer nuestra amistad a todas las personas»[10]. Pidamos a nuestra Madre del cielo que nos ayude a apreciar y buscar siempre la unidad con los demás en los distintos ámbitos donde se desenvuelve nuestra vida.