"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de octubre de 2025

El camino hacia la felicidad

 


Evangelio (Lc 14,1-6)

Un sábado, entró él a comer en casa de uno de los principales fariseos y ellos le estaban observando. Y resultó que delante de él había un hombre hidrópico. Y tomando la palabra, les dijo Jesús a los doctores de la Ley y a los fariseos:

—¿Es lícito curar en sábado o no?

Pero ellos callaron. Y tomándolo, lo curó y lo despidió.

Y les dijo:

—¿Quién de vosotros, si se le cae al pozo un hijo o un buey, no lo saca enseguida un día de sábado?

Y no pudieron responderle a esto.


PARA TU RATO DE ORACION 


DURANTE su predicación, Jesús propuso un nuevo modo de ver la realidad. Algunos fariseos no hacían más que velar por el cumplimiento de unas normas que cada vez eran más numerosas. En cambio, Cristo puso en el centro de su mensaje el amor de Dios, que lleva al bien de la persona. Al fin y al cabo, este era el propósito de la ley que el Señor había dado a Moisés: ayudar al hombre a vivir de una manera que le haría feliz. Sin embargo, las autoridades judías habían establecido tal cantidad de prescripciones que se había oscurecido el sentido original de los preceptos divinos: lo más importante era cumplirlos al pie de la letra. No hacía falta, por tanto, descubrir el bien que suponían para la propia existencia.

Por este motivo, la mayoría de los israelitas escuchaban con entusiasmo la buena nueva de Jesús. Quizá percibían en sus palabras un anuncio liberador, que daba respuesta a sus inquietudes más profundas. No obstante, los fariseos se negaban a acoger este mensaje y buscaban el momento oportuno para acusarle de incumplir la ley divina. Y un sábado, mientras Jesús comía precisamente en casa de uno de ellos, «resultó que delante de él había un hombre hidrópico» (Lc 14,2). Parece incluso una escena preparada para poner al Maestro entre la espada y la pared: si lo curaba, podían denunciarle por no respetar el día del Señor; si no hacía nada, entonces serviría para reforzar sus propias convicciones acerca del sábado.

El razonamiento de Jesús es sencillo. «¿Es lícito curar en sábado o no?», pregunta a los allí presentes. Ante la ausencia de respuesta, se acerca al enfermo, lo cura y lo despide. Y vuelve a preguntar: «¿Quién de vosotros, si se le cae al pozo un hijo o un buey, no lo saca enseguida un día de sábado?» (Lc 14,3-5). Con estos interrogantes, el Señor muestra que el modo en que las autoridades entendían la ley no podía venir de Dios, pues ignoraba el bien de las personas. En cambio, el atractivo del mensaje de Cristo reside en que él es el primer interesado en hacernos felices. «Toda la vida de Jesús, su forma de tratar a los pobres, sus gestos, su coherencia, su generosidad cotidiana y sencilla, y finalmente su entrega total, todo es precioso y le habla a la propia vida. (...) A veces perdemos el entusiasmo por la misión al olvidar que el Evangelio responde a las necesidades más profundas de las personas, porque todos hemos sido creados para lo que el Evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el amor fraterno. Cuando se logra expresar adecuadamente y con belleza el contenido esencial del Evangelio, seguramente ese mensaje hablará a las búsquedas más hondas de los corazones»[1].


JESÚS no rechaza la ley. De hecho, cuando el joven rico le pregunta qué hace falta para heredar la vida eterna, él se remite a los mandamientos (cfr. Mc 10,18). En el cumplimiento de esos preceptos tenemos la base para construir nuestra propia felicidad. Aspirar a tener una vida sin ningún tipo de obligaciones, además de ser bastante irreal, no garantizaría una existencia feliz: nuestras acciones carecerían de un motivo más grande que diese sentido a nuestra vida. Además, un planteamiento así acabaría creando una serie de ataduras que uno mismo no ha escogido: «Con frecuencia –recuerda el prelado del Opus Dei– se pretende una ilusoria libertad sin límites, como meta última del progreso, mientras no pocas veces hay que lamentar también muchas formas de opresión y de aparentes libertades, que en realidad son cadenas que esclavizan»[2].

El comportamiento de los fariseos de esta escena, sin embargo, muestra una vida que se ha reducido a cumplir normas. Ellos no ponían su felicidad en Dios, sino en la seguridad y en la satisfacción que sentían al realizar sus preceptos, independientemente de su sentido. Además, veían la salvación como una recompensa por sus buenas obras, y no tanto como un don de Dios. Jesús, por el contrario, invita a descubrir el verdadero significado de la ley divina. De este modo, el cumplimiento de los mandamientos no se percibe como algo arbitrario, ajeno a uno mismo, sino como una respuesta al amor de Dios que se encuentra en el origen de nuestra existencia. «¿Qué verdad es esta –se preguntaba san Josemaría–, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad? Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de un gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres»[3]. Los mandamientos, como las obligaciones que rodean nuestro día a día, nos marcan un camino hacia la felicidad en la tierra y en el cielo cuando los cumplimos por amor a Dios y a los demás.


ENTRE aquellos preceptos cuyo sentido original se había oscurecido se encontraba el del sábado. Se trataba de un mandamiento que recordaba el descanso de Dios cuando creó el mundo: «Pues en seis días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó; por eso bendijo el Señor el día del sábado y lo hizo sagrado» (Ex 20,11). También hacía referencia a la memoria de la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto: «Acuérdate de que fuiste esclavo en el país de Egipto y de que el Señor tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y tenso brazo; por eso el Señor tu Dios te ha mandado guardar el día del sábado» (Dt 5,15). En definitiva, Dios había confiado el sábado a Israel para que lo guardara como signo de la alianza. Por eso era un día «santamente reservado a la alabanza de Dios, de su obra de creación y de sus acciones salvíficas en favor de Israel»[4]. Para los cristianos, ese día pasó a ser el domingo, que fue cuando tuvo lugar la resurrección de Jesús. Este acontecimiento supuso la realización plena del sábado judío, pues «significa la nueva creación»[5] que nos liberó de la esclavitud del pecado.

Tanto el sábado judío como el domingo cristiano hacen referencia a momentos concretos del pasado que tienen tanta trascendencia que merecen ser revividos todas las semanas. De este modo, se recuerda el propio origen, la fuente de vida que da sentido a todo y que nos une a los demás. «La memoria es lo que hace que un pueblo sea fuerte, porque se siente enraizado en un camino, enraizado en una historia, enraizado en un pueblo. La memoria nos hace entender que no estamos solos, somos un pueblo: un pueblo que tiene historia, que tiene pasado, que tiene vida»[6]. En este sentido, «la participación en la celebración común de la Eucaristía dominical es un testimonio de pertenencia y de fidelidad a Cristo y a su Iglesia. Los fieles proclaman así su comunión en la fe y la caridad. Testimonian a la vez la santidad de Dios y su esperanza de la salvación. Se reconfortan mutuamente, guiados por el Espíritu Santo»[7]. La Virgen María nos podrá ayudar a vivir el domingo con el deseo de recordar la nueva vida que su Hijo nos ha dado y que nos une a nuestros hermanos en la fe.

30 de octubre de 2025

EN LAS MANOS DE DIOS

 



Evangelio (Lc 13, 31-35)


En aquel momento se acercaron algunos fariseos diciéndole:


—Sal y aléjate de aquí, porque Herodes te quiere matar.


Y les dijo:


—Id a decir a ese zorro: «Mira: expulso demonios y realizo curaciones hoy y mañana, y al tercer día acabo. Pero es necesario que yo siga mi camino hoy y mañana y al día siguiente, porque no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén».


»¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados. Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste. Mirad que vuestra casa se os va a quedar desierta. Os aseguro que no me veréis hasta que llegue el día en que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor.


PARA TU RATO DE ORACION 


JESÚS se dirige hacia Jerusalén y, a lo largo del camino, va recorriendo ciudades y aldeas para predicar. Se encuentra en el territorio bajo la jurisdicción de Herodes Antipas, y algunos fariseos le advierten de que corre peligro: según le dicen, el tetrarca desearía matarlo. No sabemos si estos fariseos eran bienintencionados o si usaban una estratagema para alejar a Jesús de aquellas tierras. En cualquier caso, la respuesta del Señor está llena de firmeza: «Es necesario que yo siga mi camino hoy y mañana y al día siguiente, porque no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén» (Lc 13,33).


Sin dejarse intimidar por la amenaza de Herodes –al que llama «zorro» para poner de relieve que era un personaje astuto y engañoso–, Jesús manifiesta que seguirá enseñando la verdad y librando a las personas del mal físico y moral, para así cumplir la misión que Dios Padre le ha encomendado. Las incomprensiones, dificultades y peligros que encuentra no le echan atrás. Y tampoco actúa según cálculos humanos, por ejemplo midiendo las posibilidades de éxito de su mensaje. Lo que le mueve es la confianza en su Padre y la total identificación con sus designios de amor a la humanidad.


En nuestra vida también podemos encontrarnos a veces en situaciones difíciles o problemáticas, en las que se nos hace más arduo actuar como Dios quiere: de acuerdo a la verdad, la justicia o la caridad. Esos momentos son una llamada a identificarnos de un modo más profundo y auténtico con la voluntad divina; a crecer en nuestra confianza en el Señor, considerando que el plan que vivimos con Dios es más grande que los obstáculos y peligros que hallaremos. Podemos seguir adelante con fe, sabiendo que el cumplimiento de nuestra misión no depende solo de factores humanos, sino que sobre todo está en las manos de Dios. «Sin el Señor no podrás dar un paso seguro –escribe san Josemaría–. Esta certeza de que necesitas su ayuda, te llevará a unirte más a él, con recia confianza, perseverante, ungida de alegría y de paz, aunque el camino se haga áspero y pendiente»[1].


«¡JERUSALÉN, Jerusalén!, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados. Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste» (Lc 13,34). El lamento de Jesús por Jerusalén muestra de modo expresivo su profundo amor y el deseo de proteger a su pueblo. La referencia a los profetas nos recuerda que, en toda la historia de la salvación, Dios ha buscado una vez y otra a su pueblo, sin cansarse de perdonarlo cuando Israel se había alejado. Con el mismo cariño paterno y materno desea el Señor que nos acerquemos a él, que vivamos continuamente bajo su protección, que nos dejemos encontrar de nuevo cuando lo hayamos abandonado.


En sus palabras, percibimos el dolor de Jesús ante la negativa de Jerusalén a aceptar su amor y protección. El Señor no quiere imponerse. Prefiere respetar delicadamente la libertad humana, y acepta el rechazo, aunque le duelan las consecuencias que trae vivir de espaldas a Dios: «Mirad que vuestra casa se os va a quedar desierta» (Lc 13,35), les advierte. Vacío, oscuridad y frío es lo que produce la ausencia de Dios en el corazón humano, aunque los hombres a veces seamos capaces de ir pasando la vida centrando nuestra atención en intereses y distracciones que rehúyen lo fundamental.


El Señor se acerca a la Ciudad Santa como rey de paz, como el mediador que busca reconciliar a su pueblo con el Padre. No acude a juzgar, sino a salvar. «No viene a condenarnos, a echarnos en cara nuestra indigencia o nuestra mezquindad –señala san Josemaría–: viene a salvarnos, a perdonarnos, a disculparnos, a traernos la paz y la alegría. Si reconocemos esta maravillosa relación del Señor con sus hijos, se cambiarán necesariamente nuestros corazones, y nos haremos cargo de que ante nuestros ojos se abre un panorama absolutamente nuevo, lleno de relieve, de hondura y de luz»[2].


LOS CRISTIANOS tenemos un vínculo especial con Jerusalén, la Ciudad Santa. Nos sentimos espiritualmente peregrinos en la tierra donde se realizó nuestra reconciliación con Dios y que antes «fue el lugar histórico de la revelación bíblica de Dios, el punto donde más que en cualquier otro lugar se establece el diálogo entre Dios y los hombres, como si fuese el punto de encuentro entre el cielo y la tierra»[3]. Jerusalén fue testigo de muchos milagros y discursos de Jesús. Allí fue donde nació la primera comunidad cristiana, a pesar de que las circunstancias externas no fueran siempre favorables. «Jerusalén se levanta, a los ojos de la fe, entre la trascendencia infinita de Dios y la realidad del ser creado, como símbolo de encuentro, de unión y de paz para toda la familia humana. La Ciudad Santa encierra, pues, una profunda invitación a la paz, dirigida a toda la humanidad, y en particular a los adoradores del Dios único y grande, Padre misericordioso de los pueblos. Pero, por desgracia, hay que reconocer que Jerusalén está siendo motivo de persistente rivalidad, de violencia y de reivindicaciones exclusivistas»[4].


Contemplar a Jesús que se duele de la dureza del corazón humano mientras se dirige a Jerusalén nos invita a identificarnos con sus sentimientos de compasión, con su sed de paz y justicia para todos los hombres. Como nos piden desde hace décadas los sucesivos Papas, podemos rezar hoy en particular por la reconciliación en Tierra Santa. «Por ustedes y con ustedes rezo –escribía el Papa a los católicos que habitan allí–: “Señor, que eres nuestra paz (cfr. Ef 2,14-22), tú que has proclamado bienaventurados a los que trabajan por la paz (cfr. Mt 5,9), libera el corazón del hombre del odio, de la violencia y de la venganza. Nosotros te contemplamos y te seguimos a ti, que perdonas, que eres manso y humilde de corazón (cfr. Mt 11,29). Haz que nadie nos robe del corazón la esperanza de ponernos en pie y de resucitar contigo, haz que no nos cansemos de afirmar la dignidad de todo hombre, sin distinción de religión, etnia o nacionalidad, empezando por los más frágiles, por las mujeres, los ancianos, los pequeños y los pobres”. Hermanos y hermanas, quisiera decirles que no están solos y no los dejaremos solos, sino que permaneceremos solidarios con ustedes a través de la oración y la caridad activa»[5]. Podemos terminar nuestra oración pidiendo a la Virgen María que conceda el don de la paz a la Tierra Santa y al mundo entero: «Santa María es –así la invoca la Iglesia– la Reina de la paz. Por eso, cuando se alborota tu alma, el ambiente familiar o el profesional, la convivencia en la sociedad o entre los pueblos, no ceses de aclamarla con ese título: “Regina pacis, ora pro nobis!”»[6].

29 de octubre de 2025

LA PUERTA ESTA ABIERTA PARA TODOS

 



EVANGELIO  (Lc 13, 22-30)


Y recorría ciudades y aldeas enseñando, mientras caminaba hacia Jerusalén.


Y uno le dijo:


—Señor, ¿son pocos los que se salvan?


Él les contestó:


—Esforzaos para entrar por la puerta angosta, porque muchos, os digo, intentarán entrar y no podrán. Una vez que el dueño de la casa haya entrado y haya cerrado la puerta, os quedaréis fuera y empezaréis a golpear la puerta, diciendo: “Señor, ábrenos”. Y os responderá: “No sé de dónde sois”. Entonces empezaréis a decir: “Hemos comido y hemos bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas”. Y os dirá: “No sé de dónde sois; apartaos de mí todos los servidores de la iniquidad. Allí habrá llanto y rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán y a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, mientras que vosotros sois arrojados fuera. Y vendrán de oriente y de occidente y del norte y del sur y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios. Pues hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos.


PARA TU RATO DE ORACION 


UN DÍA, mientras «recorría Jesús ciudades y aldeas enseñando, camino de Jerusalén, uno le dijo: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?”» (Lc 13,22-23). La pregunta, así formulada, deja entrever un poso de desesperanza. Contiene una sospecha de fondo que, en cierto sentido, todos compartimos: ¿la salvación es solo para unos privilegiados? ¿Estaré yo entre ellos? ¿Lo que realizo es suficiente para entrar en el Reino de Dios? Cristo parece captar ese matiz. Pero su respuesta, lejos de tranquilizarnos, confirma nuestra preocupación: «Esforzaos para entrar por la puerta angosta, porque muchos, os digo, intentarán entrar y no podrán» (Lc 13,24). El Señor afirma que la salvación implica esfuerzo y, al mismo tiempo, expresa que no basta el solo empeño personal: muchos lo intentarán, pero no podrán. El Señor, que «quiere que todos los hombres se salven» (1Tm 2,4), nos advierte de que solo con las obras buenas no merecemos el cielo, don concedido a quienes corresponden a la gracia.


¿En qué consiste, por tanto, el camino de la salvación? Jesús no lo dice explícitamente en este pasaje, pero sí que señala algunas pistas sobre lo que no es suficiente. «Una vez que el dueño de la casa haya entrado y haya cerrado la puerta, os quedaréis fuera y empezaréis a golpear la puerta, diciendo: “Señor, ábrenos”. Y os responderá: “No sé de dónde sois”. Entonces empezaréis a decir: “Hemos comido y hemos bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas”. Y os dirá: “No sé de dónde sois”» (Lc 13,25-27).


Con esta imagen, Jesús muestra que no basta conocerle de manera superficial, poseer una vaga noción de su persona y de su enseñanza, para llegar al cielo. De algún modo nos invita a tener un trato personal con él, a llevar una vida de oración, a salir del anonimato de la muchedumbre para ser discípulos suyos. «En este esfuerzo por identificarse con Cristo –afirmaba san Josemaría–, he distinguido como cuatro escalones: buscarle, encontrarle, tratarle, amarle. Quizá comprendéis que estáis como en la primera etapa. Buscadlo con hambre, buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas. Si obráis con este empeño, me atrevo a garantizar que ya lo habéis encontrado, y que habéis comenzado a tratarlo y a amarlo, y a tener vuestra conversación en los cielos»[1].


«HABRÁ llanto y rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán y a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, mientras que vosotros sois arrojados fuera» (Lc 13,28). Jesús continúa su discurso. Pero en estas palabras, que pueden sonarnos duras y negativas, advertimos una gran nota de esperanza, porque el Señor habla de personas que han entrado por la puerta angosta y se han salvado. Y no se trata de figuras totalmente extrañas. Gracias a las Escrituras conocemos sus historias, y podemos comprobar que no eran impecables. Tenían debilidades y defectos, como los tenemos también nosotros. Por tanto, Jesús nos hace ver que la fragilidad no es un obstáculo que nos cierra las puertas del cielo.


«Con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas –escribe san Pablo–, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2Cor 12,9-10). El testimonio de las personas que nos han precedido nos indica cómo es el camino hacia la santidad: no consiste en llevar una existencia sin tacha, sino en dejar que la misericordia divina ilumine nuestra lucha por identificarnos cada vez más con Jesús. Al fin y al cabo, es él quien comprende «nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día»[2].


Ciertamente, para acoger esa misericordia es preciso admitir nuestras faltas. «Para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos “la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor” (Rm 5,20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su Palabra y su Espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado»[3]. El reconocimiento sencillo de nuestra fragilidad conmueve a Jesús, y hace que se acerque a nosotros cuando más lo necesitemos.


AL FINAL del pasaje, Jesús no ha satisfecho nuestra curiosidad: no ha dicho si serán muchos o pocos los que se salven. Sin embargo, ha dejado más bien claro que la salvación requiere un esfuerzo, pero que ese esfuerzo está al alcance de todos. Los criterios para llegar al cielo son los mismos para todos. Por eso «vendrán de oriente y de occidente y del norte y del sur y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios» (Lc 13,29).


La puerta del cielo, la santidad, aunque angosta, está abierta para todos, sin distinciones. «Jesús no excluye a nadie. Tal vez alguno de vosotros podrá decirme: “Pero, Padre, seguramente yo estoy excluido, porque soy un gran pecador: he hecho cosas malas, he hecho muchas de estas cosas en la vida”. ¡No, no estás excluido! Precisamente por esto eres el preferido, porque Jesús prefiere al pecador, siempre, para perdonarle, para amarle. Jesús te está esperando para abrazarte, para perdonarte. No tengas miedo: él te espera»[4].


Dios cuenta con cada uno de nosotros para difundir a todos los hombres esa llamada universal a la santidad. «Quienes han encontrado a Cristo no pueden cerrarse en su ambiente: ¡triste cosa sería ese empequeñecimiento! Han de abrirse en abanico para llegar a todas las almas. Cada uno ha de crear –y de ensanchar– un círculo de amigos, sobre el que influya con su prestigio profesional, con su conducta, con su amistad, procurando que Cristo influya por medio de ese prestigio profesional, de esa conducta, de esa amistad»[5]. Podemos pedir a la Virgen María que nos dé un corazón como el de su hijo, siempre abierto a las personas que lo necesitan.



28 de octubre de 2025

SANTOS SIMON Y JUDAS Apóstoles

 


Evangelio (Lc 6, 12-19)


“En aquellos días salió al monte a orar y pasó toda la noche en oración a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y de entre ellos eligió a doce, a los que denominó apóstoles: a Simón, a quien también llamó Pedro, y a su hermano Andrés, a Santiago y a Juan, a Felipe, a Bartolomé, a Mateo, a Tomás, a Santiago de Alfeo, a Simón, llamado Zelotes, a Judas de Santiago y a Judas Iscariote, que fue el traidor”.


PARA TU RATO DE ORACION 


CELEBRAMOS hoy la fiesta de los apóstoles Simón y Judas Tadeo, que comparten fecha en el calendario porque en el Nuevo Testamento siempre se les nombra juntos cuando se cita el elenco de los Doce. Además, según algunas tradiciones antiguas, los dos habrían predicado y recibido el martirio en Mesopotamia, una región del Oriente Próximo situada entre los ríos Tigris y Éufrates, que coincide con algunas áreas del actual Irak y Siria.


El Evangelio de San Lucas nos dice de Simón que era llamado «Zelotes» (Lc 6,15), palabra que en arameo significaba literalmente ‘celoso’, ‘apasionado’. También se usaba para designar a quienes pertenecían o simpatizaban con un movimiento, por entonces en boga en Israel, que se oponía a la dominación romana alentando al impago de los impuestos y promoviendo distintos tipos de revueltas. Es muy posible que Simón compartiera las ideas de este grupo. Su sobrenombre indica que se distinguía «por un celo ardiente por la identidad judía y, consiguientemente, por Dios, por su pueblo y por la Ley divina. Si es así, Simón está en las antípodas de Mateo que, por el contrario, como publicano procedía de una actividad considerada totalmente impura. Es un signo evidente de que Jesús llama a sus discípulos y colaboradores de los más diversos estratos sociales y religiosos, sin exclusiones. A él le interesan las personas, no las categorías sociales o las etiquetas»[1].


Los apóstoles, con sus diferencias, sabían convivir juntos porque tenían en Jesús el motivo de su cohesión: en él todos se encontraban unidos. «Esto constituye claramente una lección para nosotros, que con frecuencia tendemos a poner de relieve las diferencias y quizá las contraposiciones, olvidando que en Jesucristo se nos da la fuerza para superar nuestros conflictos»[2]. Por eso el prelado del Opus Dei invita a vivir una fraternidad cristiana que evite las «discriminaciones en las relaciones con unos y otros, que podrían surgir al constatar las diferencias. En realidad, tantas veces esa diversidad es una riqueza de caracteres, sensibilidades, aficiones, etc». La figura de san Simón nos muestra que es posible querer a los demás por encima de la simpatía o antipatía natural, amándonos «unos a otros como verdaderos hermanos, con el trato y la comprensión propios de quienes forman una familia bien unida»[3].


SAN JUDAS Tadeo, cuyo apelativo significa ‘magnánimo’, hizo una pregunta a Jesús durante la Última Cena: «¿Qué ha pasado para que tú te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?» (Jn 14,22). Es una cuestión que también podríamos plantearnos hoy: ¿Por qué el Señor no se manifestó resucitado de un modo más espectacular? ¿Por qué no se mostró victorioso ante sus adversarios? ¿Por qué solamente eligió a un número reducido de discípulos para que fueran testimonios de su resurrección?


La respuesta de Jesús, aunque a primera vista pueda parecer desconcertante, nos introduce en el misterio de la relación de Dios con los hombres, así como en el significado más profundo de su muerte y resurrección: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). En cambio, añade el Señor, «el que no me ama no guarda mis palabras» (Jn 14,24). «Esto quiere decir que al Resucitado hay que verlo y percibirlo también con el corazón, de manera que Dios pueda poner su morada en nosotros. El Señor no se presenta como una cosa. Él quiere entrar en nuestra vida y por eso su manifestación implica y presupone un corazón abierto. Solo así vemos al Resucitado»[4].


A veces quizá nos gustaría que Jesús interviniera de una manera más visible o inmediata en nuestra vida, así como en los grandes acontecimientos que marcan la historia del mundo. De hecho, podría hacerlo, como tuvo oportunidad en su paso por la tierra. Sin embargo, no es este el modo de proceder de Dios. Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros, se presenta a la vez luminoso y discreto, interpelando nuestra sensibilidad, nuestra capacidad de abrirnos y de reconocerle en aquello que compone nuestra jornada, tanto en la belleza que pasa inadvertida, como en el dolor que parece estallar, así como en el ir y venir que supone cuidar las relaciones personales. En todo, Jesús nos ofrece su mano amiga para extender su reino de caridad con magnanimidad. Entendemos así que él «ansía reinar en nuestros corazones de hijos de Dios. Pero no imaginemos los reinados humanos –predicaba san Josemaría–; Cristo no domina ni busca imponerse, porque no ha venido a ser servido sino a servir. Su reino es la paz, la alegría, la justicia. Cristo, rey nuestro, no espera de nosotros vanos razonamientos, sino hechos, porque no todo aquel que dice ¡Señor!, ¡Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial, ese entrará»[5].


SAN JUDAS Tadeo es tradicionalmente considerado el autor de una de las epístolas del Nuevo Testamento. Se trata de una de las cartas denominadas católicas, porque iba dirigida a todos los cristianos y no solo a los de una ciudad en particular. Judas la envía «a los que han sido llamados, amados de Dios Padre y guardados para Jesucristo» (Jds 1,1). Después de este saludo, alerta a los cristianos acerca de algunas desviaciones morales y doctrinales que se estaban introduciendo en el seno de la Iglesia y que producían divisiones. Muchos de estos problemas hacían referencia a una falsa interpretación de la libertad cristiana, que convertía «en libertinaje la gracia de nuestro Dios» (Jds 1,4).


En el lenguaje común, a veces se puede reducir la libertad a hacer, sin más, lo que a uno le apetece y además el número de veces que nos pueda venir en gana. Sin embargo, «la libertad egoísta del hacer lo que quiero no es libertad, porque vuelve sobre sí misma, no es fecunda. Es el amor de Cristo que nos ha liberado y también es el amor que nos libera de la peor esclavitud, la del nuestro yo; por eso la libertad crece con el amor. Pero atención: no con el amor intimístico, con el amor de telenovela, no con la pasión que busca simplemente lo que nos apetece y nos gusta, sino con el amor que vemos en Cristo, la caridad: este es el amor verdaderamente libre y liberador»[6]. Por eso san Judas Tadeo finaliza su carta animando a los cristianos a mantenerse en el amor de Dios (cfr. Jds 1,20), es decir, a obrar en todo momento como Jesús: sirviendo a los demás y entregándose magnánimamente, pues comprendió del Maestro que es posible entregar la vida y abrazar «la muerte con la plena libertad del Amor»[7].


«La libertad adquiere su auténtico sentido –comentaba san Josemaría– cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres»[8]. Así es como vivieron tanto Simón como Judas Tadeo. Ellos nos muestran que una vida centrada en Cristo y en el servicio a nuestros hermanos lleva a una felicidad profunda, que nos libera de la esclavitud del pecado. La Virgen María nos podrá ayudar a vivir con la libertad de los Hijos de Dios.

27 de octubre de 2025

Hoy 27 octubre Cumpleaños del prelado del Opus Dei



Mons. Fernando Ocáriz nació en París, el 27 de octubre de 1944, hijo de una familia española exiliada en Francia por la Guerra Civil (1936-1939). Es el más joven de ocho hermanos.

Es licenciado en Ciencias Físicas por la Universidad de Barcelona (1966) y en Teología por la Pontificia Universidad Lateranense (1969). Obtuvo el doctorado en Teología, en 1971, en la Universidad de Navarra. Ese mismo año fue ordenado sacerdote. En sus primeros años como presbítero se dedicó especialmente a la pastoral juvenil y universitaria.

Es consultor del Dicasterio para la Doctrina de la Fe desde 1986 (cuando era Congregación para la Doctrina de la Fe) y del Dicasterio para la Evangelización desde 2022 (anteriormente, desde 2011, del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización). Entre 2003 y 2017 fue consultor de la entonces Congregación para el Clero. En 1989 ingresó en la Pontificia Academia Teológica. En la década de los ochenta, fue uno de los profesores que iniciaron la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma), donde fue profesor ordinario (ahora emérito) de Teología Fundamental.

Algunas de sus publicaciones son: The mystery of Jesus Christ: a Christology and Soteriology textbook; Hijos de Dios en Cristo. Introducción a una teología de la participación sobrenatural. Otros volúmenes tratan temas de índole teológica y filosófica como Amar con obras: a Dios y a los hombresNaturaleza, gracia y gloria, con prefacio del cardenal Ratzinger. En 2013 se publicó un libro entrevista de Rafael Serrano bajo el título Sobre Dios, la Iglesia y el mundo. Entre sus obras hay dos estudios de filosofía: El marxismo: teoría y práctica de una revolución; Voltaire: Tratado sobre la tolerancia. Además, es coautor de numerosas monografías, y autor de numerosos artículos teológicos y filosóficos.

Vicario general del Opus Dei desde 1994 hasta 2014, cuando fue nombrado Vicario auxiliar de la prelatura. Durante los últimos 22 años ha acompañado al anterior prelado, Mons. Javier Echevarría, en sus visitas pastorales a más de 70 naciones. Desde el 23 de enero de 2017 es prelado del Opus Dei.

En los años 60, siendo estudiante de Teología, convivió en Roma con san Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei. Desde joven es aficionado al tenis, deporte que sigue practicando.

En estos meses en los que el mundo está siendo sometido a una dura prueba, no hay paz. El dolor y el sufrimiento unen, y es frecuente que muchas personas que antes no se conocían ahora estén reunidos por lazos de amistad, pues se han ayudado en los momentos de mayor emergencia.

Si no nos unimos, por más que se supere la crisis sanitaria permanecerán las heridas de una sociedad individualista

En la audiencia hace 5 años con el papa Francisco recordaba que “o trabajamos juntos para salir de la crisis, a todos los niveles de la sociedad, o no saldremos nunca”. Si hemos comenzado estas líneas poniendo de manifiesto tantos ejemplos de entrega a los demás que se han dado durante la crisis sanitaria, no podemos cerrar los ojos ante realidades de signo opuesto.

La cultura contemporánea, que posee tantos valores positivos, al mismo tiempo está marcada por una enfermedad grave, a la que hace referencia el Santo Padre: el individualismo. Si no nos unimos, si no miramos a los demás como nuestros prójimos, como personas que tienen en sí mismas un valor único, que merecen respeto, comprensión, cercanía, por más que se supere la crisis sanitaria permanecerán las heridas de una sociedad individualista, anónima, que termina por convertirse en un campo de batalla entre los intereses egoístas.

El trabajo es una dimensión esencial de la vida social. La crisis sanitaria ha causado una crisis laboral de grandes proporciones. Los desafíos que se presentan son muchos y urgentes. En las circunstancias actuales cobran especial relieve algunas características del trabajo, que pueden paliar las consecuencias negativas de la crisis. Pienso, en primer lugar, en el espíritu de servicio. El trabajo está al servicio del bien común social y de la persona humana entendida en su integridad. La creación de nuevos puestos de trabajo, la conservación de los ya existentes, y, sobre todo, el cambio de mentalidad que pone siempre en el centro a la persona humana y no a una lógica meramente económica son un antídoto contra el individualismo imperante. Se impone, con palabras de san Juan Pablo II, hacer funcionar “la imaginación de la caridad”.

Trabajar bien es manifestar cercanía y superar con amor el distanciamiento social físico que imponen las circunstancias

Todos soñamos con una sociedad justa. La situación de muchas sociedades se ha trastocado después de este largo sufrimiento de la humanidad. Si justicia es “dar a cada uno lo suyo”, es necesario que quienes tienen la responsabilidad de tomar decisiones en la vida social, ejerciten esa “imaginación de la caridad”. Porque, como decía san Josemaría Escrivá, “convenceos de que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad”. Y añadía que la dignidad de la persona humana exige más: la caridad, que “es como un generoso desorbitarse de la justicia”. Caridad que implica realizar bien el trabajo que tenemos encomendado, puesto al servicio de las necesidades de los demás, que en este momento se han hecho más acuciantes. Trabajar bien es sacar todo el partido posible a nuestras capacidades –en la familia, en la empresa, en la escuela, en todos los ámbitos del quehacer humano– para manifestar cercanía y superar con amor el “distanciamiento social” físico que imponen las circunstancias.

Todos estamos llamados a vivir la “imaginación de la caridad”, para resolver juntos los desafíos que nos pone este mundo nuestro, que queremos mejorar siguiendo los pasos de Aquel que nos dio ejemplo de un olvido de sí hasta dar la vida por los demás.

SOS UN HOMBRE DE MIRADA BAJA


Evangelio 

San Lucas 13,10-17


Un sábado, enseñaba Jesús en una sinagoga.

Había una mujer que desde hacía dieciocho años estaba enferma por causa de un espíritu, y estaba encorvada, sin poderse enderezar de ningún modo.


Al verla, Jesús la llamó y le dijo:

«Mujer, quedas libre de tu enfermedad».


Le impuso las manos, y enseguida se puso derecha. Y glorificaba a Dios.


Pero el jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús había curado en sábado, se puso a decir a la gente:

«Hay seis días para trabajar; venid, pues, a que os curen en esos días y no en sábado».


Pero el Señor le respondió y dijo:

«Hipócritas: cualquiera de vosotros, ¿no desata en sábado su buey o su burro del pesebre, y los lleva a abrevar? Y a esta, que es hija de Abrahán, y que Satanás ha tenido atada dieciocho años, ¿no era necesario soltarla de tal ligadura en día de sábado?».


Al decir estas palabras, sus enemigos quedaron abochornados, y toda la gente se alegraba por todas las maravillas que hacía.


PARA TU RATO DE ORACION 


La mujer que nos narra el Evangelio, llevaba casi veinte años encorvada sin poderse enderezar, pero se acerca a Dios, va a la sinagoga y su enfermedad la hace humilde. Cristo, que penetra los corazones, ve en aquella mujer un alma sencilla y purificada. Se dirige a ella imponiéndole las manos y le dice: 'Queda libre de tu mal'. Es una imagen preciosa del sacramento de la misericordia de Dios, de la confesión, en el que Jesús nos libra de las ataduras del pecado, bendiciéndonos con sus manos para librarnos del mal. ¡Qué profunda alegría la que sintió aquella mujer! Podía erguirse y levantar con facilidad la mirada al cielo. Su mirada se encontró con la mirada del Señor y lágrimas de gratitud surcaron su rostro.


El Evangelio relata a continuación la reacción airada del jefe de la sinagoga, que pone por delante de la misericordia la observancia de un precepto. Una reacción que escondía hipocresía, y que contrasta con la alegría de la gente al ver las maravillas que hacía Jesús. No quiere el diablo, el enemigo de nuestra santidad, que nos acerquemos al Corazón misericordioso de Jesús y pone toda clase de obstáculos -¡hasta citando la Palabra de Dios!-, pero hemos de reaccionar con firmeza, para ir al Señor y con sencillez mostrarle los nudos que atenazan el alma, para que los desate su misericordia.



Si guardáramos algún afecto al pecado, viviríamos encorvados sin poder levantar la vista al cielo, con la mirada baja, ocupados solamente de las cosas de la tierra, como si Dios no existiese. El afecto al pecado atenaza, provoca un replegamiento sobre nosotros mismos: el horizonte de la vida se estrecha y los mejores talentos se desaprovechan. El corazón del hombre ha nacido de Dios y tiene anhelos de infinito, de él. Puede conformarse con lo efímero, pero eso no calma su sed profunda, camina en círculo sin avanzar, se traiciona a sí mismo y los intentos de dar alguna utilidad a su vida se van marchitando y acaban siendo castillos de arena. Llenemos nuestro corazón de los verdaderos anhelos que nos dan plenitud, y que nos hacen ir erguidos, con la mirada en el cielo.


El jefe de la sinagoga El amor a la libertad

La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres (Amigos de Dios 27).

Junto con las cosas que para el cristiano están totalmente claras y seguras, hay otras –muchísimas– en las que sólo cabe la opinión: es decir, un cierto conocimiento de lo que puede ser verdadero y oportuno, pero que no se puede afirmar de un modo incontrovertible. Porque no sólo es posible que yo me equivoque, sino que –teniendo yo razón– es posible que la tengan también los demás. Un objeto que a uno parece cóncavo, parecerá convexo a los que estén situados en una perspectiva distinta («Las riquezas de la fe» en ABC, Madrid, 2-11-1969).

Estaba enferma, se pensaba que poseída. Hacía diez años que estaba encorvada como las viejas brujas de los cuentos infantiles o los pobres mendigos que nos encontramos a veces por la calle. «No podía enderezarse en modo alguno» (Lc 13, 11), comenta san Lucas, como para insistir en la gravedad del mal, en caso de que nosotros pensásemos que hacía teatro para conseguir algo de dinero. Algo curioso: no pide nada al Señor. Es Jesús quien toma la iniciativa y le dice: «"Mujer, quedas libre de tu enfermedad". Le impuso las manos y al instante se enderezó y glorificaba a Dios» (Lc 13, 12-13).

El jefe de la sinagoga protesta porque aquel día era sábado. Ya una vez antes Jesús había curado en sábado, en aquel caso a un hombre con la mano seca (cf. Lc 6, 6-11). Después, una vez más tomará como testigo a los notables y a los fariseos para hacerles la misma pregunta: «¿Es lícito curar en sábado?» (Lc 14, 3). El silencio fue la única respuesta. Jesús curó al enfermo.

El sábado no carece de importancia. Pero el sufrimiento de aquella mujer atrajo la compasión de Jesús. Y Jesús es Señor del sábado. Hay una jerarquía de las cosas en la vida. No todos están al mismo nivel y el amor prevalece siempre.

Al mismo tiempo hay diferentes maneras de ver las cosas de la vida, y muchas de ellas son legítimas. (…) El carácter relativo de algunas cosas debe llevarnos a tomar distancia y mirar a las personas y los acontecimientos de un modo desapasionado, a escuchar siempre los diferentes «tañidos de la campana» antes de hacerse una opinión, a saber rectificar nuestro juicio.

La conciencia de la limitación de los juicios humanos nos lleva a reconocer la libertad como condición de la convivencia. Pero no es todo, e incluso no es lo más importante: la raíz del respeto a la libertad está en el amor. Si otras personas piensan de manera distinta a como pienso yo, ¿es eso una razón para considerarlas como enemigas? La única razón puede ser el egoísmo, o la limitación intelectual de quienes piensan que no hay más valor que la política y las empresas temporales. Pero un cristiano sabe que no es así, porque cada persona tiene un precio infinito, y un destino eterno en Dios: por cada una de ellas ha muerto Jesucristo («Las riquezas de la fe» en ABC, Madrid, 2-11-1969).



26 de octubre de 2025

SERVIR VIVIR PARA LOS DEMAS



Evangelio
(Lc 18,9-14)


Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y que despreciaban a los demás:


— Dos hombres subieron al Templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo». Pero el publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador». Os digo que éste bajó justificado a su casa, y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado.



PARA TU RATO DE ORACION 


EN EL EVANGELIO de la Misa de hoy, leemos una parábola de Jesús que contrapone dos posibles actitudes ante Dios. Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano» (Lc 18,10-11). Este personaje es una caricatura del hombre religioso que cumple con Dios, en su caso brillantemente –al menos así lo considera él–, y que piensa por tanto que la perfección estriba en cumplir los preceptos sin más. Él no se siente pecador ni en deuda con el Señor y eso hace que sea incapaz de experimentar la misericordia divina y de ser él mismo misericordioso con los demás, a los que juzga desde el pedestal de su pretendida superioridad moral.


«El publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador”» (Lc 18, 13). Los publicanos ocupaban uno de los últimos puestos en el ranquin de aprecio social de aquellos tiempos. Eran despreciados por fariseos como el de la parábola y por una parte considerable de la población. Eso acentúa todavía más la fuerza de la conclusión de Jesús: «Os digo que este bajó justificado a su casa, y aquel no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado» (Lc 18,14).


La humildad forma parte esencial de la vida cristiana. Como enseñaba san Agustín, esta virtud «es la morada de la caridad»[1]. Y añadía el santo de Hipona: «Si me preguntáis qué es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo, os responderé: lo primero es la humildad, lo segundo, la humildad, y lo tercero, la humildad»[2]. Sin esta virtud, los frutos espirituales o apostólicos de nuestra vida cristiana son solo aparentes. Un clásico de la literatura como Cervantes lo entendió bien: «La humildad es la base y fundamento de todas las virtudes y sin ella no hay alguna que lo sea», escribe en una de sus Novelas ejemplares. Y prosigue describiendo sus efectos: «Ella allana inconvenientes, vence dificultades, y es un medio que siempre a gloriosos fines nos conduce; de los enemigos hace amigos, templa la cólera de los airados y menoscaba la arrogancia de los soberbios; es madre de la modestia y hermana de la templanza; en fin, con ella no pueden atravesar triunfo que les sea de provecho los vicios, porque en su blandura y mansedumbre se embotan y despuntan las flechas de los pecados»[3].


SAN PABLO, cuando ve que probablemente se está acercando el final de su vida, escribe lo siguiente a Timoteo: «He peleado el noble combate, he alcanzado la meta, he guardado la fe» (2Tm 4,7). En estas palabras nada hay de la jactancia del fariseo de la parábola, pues, desde el momento de su conversión, san Pablo se ha considerado a sí mismo un pecador y ha entendido la centralidad de la gracia y de la caridad en la vida cristiana. Por eso, ahora que está por concluir su caminar terreno, reconoce con agradecimiento el protagonismo de Dios: «El Señor me asistió y me fortaleció para que, por medio de mí, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todos los gentiles (...). El Señor me librará de toda obra mala y me salvará para su reino celestial. A él la gloria por los siglos de los siglos» (2Tm, 17-18).


La virtud de la humildad crea el espacio para que el Señor pueda obrar en nosotros, al igual que hizo con san Pablo. Solo si nos consideramos, como somos, pecadores, podemos experimentar profundamente la misericordia de Dios y llenarnos de esperanza. Así lo expresaba san Josemaría: «¿Piensas que tus pecados son muchos, que el Señor no podrá oírte? No es así, porque tiene entrañas de misericordia. Si a pesar de esta maravillosa verdad percibes tu miseria, muéstrate como el publicano: ¡Señor, aquí estoy, tú verás!»[4].


Nada podemos sin la gracia de Dios. Pero, con su ayuda, somos capaces de alcanzar la santidad, si nos fiamos de su amor por nosotros. Es la confianza, y no la perfección lograda por nuestras obras, lo que podrá llevarnos al cielo: «No te preocupe conocerte como eres: así, de barro. No te preocupe. Porque tú y yo somos hijos de Dios (...), escogidos por llamada divina desde toda la eternidad: “Nos escogió el Padre, por Jesucristo, antes de la creación del mundo, para que seamos santos en su presencia” (Ef 1,4). Nosotros, que somos especialmente de Dios, instrumentos suyos a pesar de nuestra pobre miseria, seremos eficaces si no perdemos la humildad, si no perdemos el conocimiento de nuestra flaqueza»[5].


A LO LARGO de su vida, Jesucristo nos dio ejemplo de humildad: siendo Dios, quiso hacerse semejante en todo a los hombres, excepto en el pecado, y vivió durante treinta años siendo sencillamente el hijo del artesano de una localidad irrelevante de Galilea. «Esa debe ser la aspiración de cada uno de nosotros, hijos míos –escribió san Josemaría–: pasar inadvertidos, imitar a Cristo (...), imitar a María que, siendo Madre de Dios, gusta de llamarse su esclava: ecce ancilla Domini (Lc 1,38). El Señor nos quiere humildes: esa humildad no significa que no lleguéis a donde debéis llegar en el terreno profesional, en el trabajo ordinario, y, desde luego, en la vida espiritual. Es preciso llegar, pero sin buscaros a vosotros mismos, con rectitud de intención. No vivimos para la tierra, ni para nuestra honra, sino para la honra de Dios, para la gloria de Dios, para el servicio de Dios: solo esto nos mueve»[6].


Para ser humildes como Jesús, el camino es servir, vivir para los demás, preocuparse de los problemas de quienes nos rodean así como nos ocupamos de los nuestros. De esta manera, nuestro corazón se amplía a través de la humildad para dar más cabida a Cristo, que desea vivir en nosotros (cfr. Gal 2,20), y al prójimo, y estaremos en condiciones de extender su reino de amor y de paz por toda la tierra. «Buen Jesús –así rezaba san Josemaría–, si he de ser apóstol, es preciso que me hagas muy humilde. El sol envuelve de luz cuanto toca: Señor, lléname de tu claridad, endiósame: que yo me identifique con tu voluntad adorable, para convertirme en el instrumento que deseas… Dame tu locura de humillación: la que te llevó a nacer pobre, al trabajo sin brillo, a la infamia de morir cosido con hierros a un leño, al anonadamiento del sagrario. –Que me conozca: que me conozca y que te conozca. Así jamás perderé de vista mi nada»[7].


El Papa León XIV ha subrayado q

ue, en el Evangelio, la humildad s como la forma más plena de la libertad (cfr. Lc 14,11), pues nos libra de mirarnos continuamente a nosotros mismos y nos permite orientar nuestros ojos en primer lugar hacia Dios: «Quien se engrandece, en general, parece no haber encontrado nada más interesante que sí mismo y, en el fondo, tiene poca seguridad en sí. Pero quien ha comprendido que es muy valioso a los ojos de Dios, quien se siente profundamente hijo o hija de Dios, tiene cosas más grandes de las que gloriarse y posee una dignidad que brilla por sí sola»[8]. Podemos pedir a nuestra Madre del cielo que nos consiga del Señor esa profunda humildad.






25 de octubre de 2025

DEBILIDADES

 



Evangelio (Lc 13,1-9)


Estaban presentes en aquel momento unos que le contaban lo de los galileos, cuya sangre mezcló Pilato con la de sus sacrificios. Y en respuesta les dijo:


— ¿Pensáis que estos galileos eran más pecadores que todos los galileos, porque padecieron tales cosas? No, os lo aseguro; pero si no os convertís, todos pereceréis igualmente. O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que vivían en Jerusalén? No, os lo aseguro; pero si no os convertís, todos pereceréis igualmente.


Les decía esta parábola:


— Un hombre tenía una higuera plantada en su viña y fue a buscar en ella fruto y no lo encontró. Entonces le dijo al viñador: «Mira, hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera sin encontrarlo; córtala, ¿para qué va a ocupar terreno en balde?» Pero él le respondió: «Señor, déjala también este año hasta que cave a su alrededor y eche estiércol, por si produce fruto; si no, ya la cortarás».


PARA TU RATO DE ORACION 


EN UNA OCASIÓN, Jesús contó la parábola de un hombre que tenía una viña. Resulta que fue varias veces «a buscar en ella fruto» (Lc 13,6), pero jamás lo encontró. Después de tres años así, llegó a la conclusión de que no valía la pena seguir ocupándose de ella. Por eso le pidió al viñador que la cortara. ¿Qué sentido tenía que ocupara el terreno de la finca si no producía nada? Sin embargo, el viñador le respondió: «Señor, déjala también este año hasta que cave a su alrededor y eche estiércol, por si produce fruto; si no, ya la cortarás» (Lc 13,8-9). Como la viña, a veces puede parecer que algunas personas no dan fruto. Procuramos ayudarlas a que maduren, estimulándolas a abandonar ciertos hábitos o defectos, adquirir las virtudes o seguir unas buenas prácticas. Pero a pesar de nuestro empeño, tal vez comprobamos que el otro no reacciona al ritmo que nos gustaría. Entonces nuestra primera reacción quizá se asemeja a la del hombre de la parábola: no tiene sentido seguir intentándolo.


En esos momentos, podemos recordar que uno de los primeros rasgos que san Pablo enumera de la caridad es la paciencia (cfr. 1Co 13,4). Cuando no vemos esos frutos que esperábamos podemos amar de una manera auténtica. De hecho, se asemeja al amor que Dios nos tiene y que otras personas –en especial nuestros padres y educadores– han tenido con nosotros. Saber que el Señor y los demás nos dirigen una mirada paciente nos impulsa «a ser comprensivos con los demás, persuadidos de que las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo»[1]. No se madura de un día para otro. Se trata de un proceso que dura años y que necesita, para desarrollarse, del amor paciente del viñador. «La gracia actúa, de ordinario, como la naturaleza: por grados. –No podemos propiamente adelantarnos a la acción de la gracia: pero, en lo que de nosotros depende, hemos de preparar el terreno y cooperar, cuando Dios nos la concede. (...) La gracia, normalmente, sigue sus horas, y no gusta de violencias. Fomenta tus santas impaciencias…, pero no me pierdas la paciencia»[2].


LA VIRTUD de la paciencia también se refiere a la manera en que nos miramos a nosotros mismos. Puede haber épocas en las que nos impacientemos porque nuestra lucha resulte estéril. Aunque intentamos crecer en una virtud o procuramos arrancar un vicio, puede suceder que percibamos que nuestros esfuerzos no producen ningún fruto visible. De nuevo puede ser de ayuda considerar que el Señor nos mira como el viñador de la parábola. «Dios, ante nuestra infidelidad, se muestra “lento a la cólera” (cfr. Ex 34,6; cfr. Nm 14,18): en lugar de desatar su cólera ante el mal y el pecado del hombre, se revela más grande, dispuesto cada vez a recomenzar con infinita paciencia»[3].


Las propias debilidades, cuando se reconocen con humildad y se lucha sinceramente por arrancarlas, pueden ser como el abono que hace crecer a las plantas. Efectivamente, no resultan muy agradables, y nos pueden dar la impresión de que no hay ningún fruto en la viña de nuestra vida. Pero si continuamos trabajando el terreno pacientemente, confiando en que la gracia de Dios acompaña nuestro esfuerzo, tarde o temprano crecerán brotes verdes. Ciertamente, esto no significa que llegará un momento en que desaparecerán todas nuestras fragilidades. Pero junto al abono presente en la viña, abundarán también los árboles llenos de frutos.


«En las batallas del alma –comentaba san Josemaría–, la estrategia muchas veces es cuestión de tiempo, de aplicar el remedio conveniente, con paciencia, con tozudez. Aumentad los actos de esperanza. Os recuerdo que sufriréis derrotas, o que pasaréis por altibajos –Dios permita que sean imperceptibles– en vuestra vida interior, porque nadie anda libre de esos percances. Pero el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha concedido los medios idóneos para vencer. Basta que los empleemos, como os comentaba antes, con la resolución de comenzar y recomenzar en cada momento, si fuera preciso»[4].


EL RITMO de vida que a veces se lleva en el día a día no siempre es propicio para la virtud de la paciencia. Lo que años atrás implicaba grandes cantidades de tiempo –comunicaciones, desplazamientos, trabajos…– se puede conseguir ahora de forma casi inmediata. Por eso, quizá puede suceder que apliquemos la misma lógica ante algo que nos contraría: buscamos algo que acabe rápidamente con ese sufrimiento. «Necesitamos la paciencia como la “vitamina esencial” para salir adelante, pero instintivamente nos impacientamos y respondemos al mal con el mal: es difícil mantener la calma, controlar nuestros instintos, refrenar las malas respuestas, aplacar las peleas y los conflictos en la familia, en el trabajo, en la comunidad cristiana»[5]. La impaciencia a veces nos lleva a hacer lo que realmente no deseamos, como por ejemplo tratar de forma incorrecta a alguien o caer en un vicio, pensando que esa es la mejor manera de acabar con un problema. Después, sin embargo, recuperamos la perspectiva y nos damos cuenta de que las circunstancias nos empujaron con fuerza a obrar de esa manera.


La paciencia es un rasgo de la personalidad madura y libre: permite superar las frustraciones y mirar el futuro con esperanza. Pero es, sobre todo, un fruto del Espíritu Santo (cfr. Ga 5,22) que él nos concede si se lo pedimos. Y es, además, la respuesta que dio Jesús ante los sufrimientos de la Pasión. «Con docilidad y mansedumbre acepta ser abofeteado y condenado injustamente; ante Pilato no recrimina; soporta los insultos, los salivazos y la flagelación a manos de los soldados; carga con el peso de la cruz; perdona a quienes lo clavan al madero; y en la cruz no responde a las provocaciones, sino que ofrece misericordia»[6]. El Señor acogió el dolor con una paciencia «que es fruto de un amor más grande»[7]. La Virgen María tampoco huyó de la cruz. Podemos pedirle que nos ayude a acoger con paciencia las luchas de cada día, sabiendo que esta virtud «es mejor que la fuerza de un héroe» (Pr 16,32).




24 de octubre de 2025

Enderezar el rumbo de nuestra vida

 


Evangelio (Lc 12,54-59)


En aquel tiempo, decía Jesús a la gente:


— Cuando veis que sale una nube por el poniente, enseguida decís: «Va a llover», y así sucede. Y cuando sopla el sur, decís: «Viene bochorno», y también sucede. ¡Hipócritas! Sabéis interpretar el aspecto del cielo y de la tierra: entonces, ¿cómo es que no sabéis interpretar este tiempo? ¿Por qué no sabéis descubrir por vosotros mismos lo que es justo?


»Cuando vayas con tu adversario al magistrado, procura ponerte de acuerdo con él en el camino, no sea que te obligue a ir al juez, y el juez te entregue al alguacil, y el alguacil te meta en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que pagues el último céntimo.


PARA TU RATO DE ORACION 


HOY EN DÍA disponemos de muchos instrumentos para predecir las condiciones meteorológicas. Los contemporáneos de Jesús no contaban con esa tecnología, pero a partir de determinados signos podían intuir lo que iba a ocurrir. De hecho, esta sabiduría quedaba reflejada en refranes o canciones que pronosticaban el clima si se daban ciertas circunstancias. Jesús se refiere a ese conocimiento popular cuando se dirigió a las multitudes invitándoles a creer en él: «Cuando veis que sale una nube por el poniente, enseguida decís: “Va a llover”, y así sucede. Y cuando sopla el sur, decís: “Viene bochorno”, y también sucede. ¡Hipócritas! Sabéis interpretar el aspecto del cielo y de la tierra: entonces, ¿cómo es que no sabéis interpretar este tiempo?» (Lc 5,54-56).


Cristo se lamenta porque los signos que ha mostrado –los milagros, su vida y su doctrina– deberían ser suficientes para confesarle como Mesías. El Señor estaba pasando muy cerca de cada uno, pero muchos no se daban cuenta. También hoy Dios pasa por nuestra vida en la belleza y en la fatiga de lo cotidiano, en momentos de alegría y en otros en los que experimentamos el dolor. Y es precisamente en esas circunstancias donde podemos descubrir que Dios está cerca de nosotros y le importan nuestras preocupaciones. Tanto entonces como ahora, mantener el corazón sensible y abierto a la providencia –que madura en la oración personal– sigue siendo la puerta para descubrir la acción de Dios en favor nuestro. «Con esta búsqueda del Señor –comentaba san Josemaría–, toda nuestra jornada se convierte en una sola íntima y confiada conversación. Lo he afirmado y lo he escrito tantas veces, pero no me importa repetirlo, porque Nuestro Señor nos hace ver –con su ejemplo– que ese es el comportamiento certero: oración constante, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Cuando todo sale con facilidad: ¡gracias, Dios mío! Cuando llega un momento difícil: ¡Señor, no me abandones!»[1].


«¿POR QUÉ no sabéis descubrir por vosotros mismos lo que es justo?», pregunta el Señor a quienes le escuchaban. El juicio que realizamos sobre las cosas más importantes de nuestra vida no solo atañe a la inteligencia, como si fuera exclusivamente algo teórico, sino que requiere la adhesión de nuestra voluntad. En efecto, el Espíritu Santo nos ilumina para poder comprender lo que sucede dentro de nosotros y en el mundo que nos rodea. Él nos ayuda a distinguir con mayor claridad cuáles son las verdaderas motivaciones que mueven nuestra conducta.


Discernir la verdad de nuestra vida no siempre es fácil. Sin embargo, solo a partir de este proceso podemos gozar de una profunda libertad interior: «Si vosotros permanecéis en mi palabra, sois en verdad discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8,31-32). No serán las circunstancias externas las que nos impulsen a actuar de un modo, ni tampoco unos motivos más o menos nobles. El motor de nuestro obrar será principalmente el amor, el convencimiento de que esa decisión es lo mejor para nosotros mismos y para nuestro entorno.


El discernimiento «requiere que me conozca a mí mismo, que sepa lo que es bueno para mí aquí y ahora. Sobre todo, requiere una relación filial con Dios. Dios es Padre y no nos deja solos, siempre está dispuesto a aconsejarnos, a animarnos, a acogernos. Pero nunca impone su voluntad. ¿Por qué? Porque quiere ser amado y no temido. Y Dios quiere también que seamos hijos y no esclavos: hijos libres. Y el amor solo puede vivirse en libertad»[2]. El Señor no quiere que nos limitemos a hacer cosas buenas externas, sino que desea que las hagamos también con el corazón. Porque «la verdadera libertad de espíritu –señala el prelado del Opus Dei– es esta capacidad y actitud habitual de obrar por amor, especialmente en el empeño de seguir lo que, en cada circunstancia, Dios le pide a cada uno»[3].


«CUANDO VAYAS con tu adversario al magistrado, procura ponerte de acuerdo con él en el camino, no sea que te obligue a ir al juez, y el juez te entregue al alguacil, y el aguacil te meta en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que pagues el último céntimo» (Lc 12,58-59). Con esta imagen, el Señor nos enseña que, aunque un hombre viva en el error, todavía está a tiempo para rectificar. Cuanto antes lo haga, mejor, pues se encuentra de camino hacia el juicio que llegará cuando acabe su existencia terrena: «Que se apresure, pues –comenta un padre de la Iglesia–, a tomar parte ahora en la primera resurrección el que no quiera ser condenado con el castigo eterno de la segunda muerte. Los que en la vida presente, transformados por el temor de Dios, pasan de mala a buena conducta, pasan de la muerte a la vida, y más tarde serán transformados de su humilde condición a una condición gloriosa»[4].


Todos tenemos cosas que rectificar. De algunas somos muy conscientes, y pedimos ayuda al Señor para aceptarlas con serenidad y luchar con paciencia y confianza filial, sin desalentarnos. Otras, en cambio, pueden pasar más desapercibidas. El espíritu de examen nos ayuda a «conseguir esa limpieza de corazón, que nos llevará a ver a Dios en todo»[5]. De este modo, podemos percibir en nuestro día a día entre el bien y el mal, «entre lo que procede de Dios y lo que proviene de nuestras propias pasiones o del diablo»[6].


El examen de conciencia diario es «leer en el libro de nuestro corazón qué ha sucedido durante la jornada»[7]. Por lo general, bastan unos pocos minutos al final del día, aunque habrá ocasiones en las que dediquemos más tiempo: antes de confesarnos, en un retiro espiritual, cuando ha ocurrido algo especialmente importante... «En cualquier caso, siempre es conveniente invocar al Espíritu Santo, para que nos conceda su luz, y terminar con un acto de dolor y algún propósito concreto para la jornada siguiente. De este modo, enderezaremos el rumbo de nuestra conducta, y borraremos con actos de contrición las manchas que podamos haber estampado en el libro de nuestra vida»[8]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude en nuestra lucha diaria por hacer que su Hijo sea el centro de nuestra vida.

23 de octubre de 2025

SER LUZ DE ESPERANZA

 



Evangelio (Lc 12,49-53)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


— Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda? Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os digo, sino división.


Pues desde ahora, habrá cinco en una casa divididos: tres contra dos y dos contra tres; se dividirán el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.


PARA TU RATO DE ORACION 


MIENTRAS va de camino a Jerusalén, el Señor revela a sus discípulos algunos de los anhelos más profundos que lleva en su corazón: «Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda? Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo!» (Lc 12,49-50). El fuego, en este contexto, es el del amor divino, que desea comunicar a todas las almas para purificarlas y para encenderlas; con su bautismo se refiere Jesús a la cruz, donde iba a hacer patente ese ardiente amor por nosotros.


Estas palabras del Señor se grabaron intensamente en el alma de san Josemaría desde su juventud, incluso antes de que Dios le hiciera ver el Opus Dei: «Antes de saber lo que el Señor quería de mí –pero sabiendo que quería algo–, muchas veces expansionaba el corazón y decía a gritos aquel ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur? (Lc 12,49). Y contestaba, también cantando: Ecce ego quia vocasti me! (1 Sam 3,5ss). Mi hermano, entonces muy pequeño (...), se aprendió aquellas palabras sin saber lo que significaban, y de cuando en cuando venía a cantarlas, ¡muy mal cantadas!, a mi lado. Tenía que echarle: ¡vete, vete! Pero me daba mucha alegría oírselas, porque para mí eran un acicate: que lo sean también para vosotros; que no estéis nunca apagados; que os sepáis portadores de fuego divino, de luz divina, de calor de cielo, de amor de Dios, en todos los ambientes de la tierra»[1].


Jesús vino al mundo a traer la buena noticia de la salvación. Con esas palabras, «nos está diciendo que el Evangelio es como un fuego, porque es un mensaje que, cuando irrumpe en la historia, quema los viejos equilibrios de la vida, nos desafía a salir del individualismo, nos desafía a superar el egoísmo, nos desafía a pasar de la esclavitud del pecado y de la muerte a la vida nueva del Resucitado»[2]. La palabra de Jesús no deja indiferente, sino que enciende en cada uno la inquietud de ponerse en camino para escuchar la llamada del Señor y las necesidades de los demás. Por eso es como el fuego, porque «mientras nos calienta con el amor de Dios, quiere quemar nuestros egoísmos, iluminar los lados oscuros de la vida (...), consumir los falsos ídolos que nos hacen esclavos»[3].


LAS IMÁGENES del fuego y del bautismo hacen también referencia al día de Pentecostés. El fuego que ardía en el corazón de Cristo es el mismo fuego del Espíritu Santo: es él quien nos hace llegar la gracia divina. El fuego es imagen de la caridad, el amor de Dios que «ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5). Secundando dócilmente esta acción divina podemos aspirar a la santidad, enraizada en las circunstancias reales y concretas en que vivimos; una santidad, por tanto, «que asume, eleva y lleva a la perfección la personalidad de cada uno, sin destruirla»[4].


«Estamos acostumbrados a pensar que el amor proceda esencialmente de nuestro cumplimiento, de nuestro talento, de nuestra religiosidad. En cambio, el Espíritu nos recuerda que, sin el amor en el centro, todo lo demás es vano. Y que este amor no nace tanto de nuestras capacidades, este amor es un don suyo. Él nos enseña a amar y tenemos que pedir este don»[5]. Si nos dejamos guiar por el Paráclito, él podrá purificar nuestro corazón, de manera que podamos experimentar el gozo de la libertad, pues «donde está el Espíritu del Señor hay libertad» (2Co 3,17). «El Espíritu Santo da la posibilidad de ser, no meros observantes de la ley, sino libres, fervientes y fieles realizadores del designio de Dios»[6].


En este sentido, san Pablo escribió a los Romanos: «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rm 8, 14-15). El Señor quiere que nuestra relación con él no sea la de un siervo con su amo, sino la de un hijo con su padre. Por eso, todas las acciones de nuestro día a día pueden ser un gesto de amor, también aquellas que requieren mayor sacrificio. Como recuerda el prelado del Opus Dei: «Se puede hacer con alegría –y no de mala gana– lo que cuesta, lo que no gusta, si se hace por y con amor y, por tanto, libremente»[7]. El Espíritu Santo nos podrá ayudar a que nuestras obras sean manifestación del amor que mueve nuestra vida.


EL FUEGO del amor de Dios fue encendido en nuestra alma por el bautismo, cuando el Espíritu Santo empezó a inhabitar en nosotros. Pero un fuego puede mantenerse intenso, o bien menguar hasta reducirse a una brasa bajo la ceniza, o incluso apagarse del todo. Los cristianos estamos llamados a mantener encendida la llama de la fe y del amor en nuestro corazón, y un buen modo de hacerlo es transmitirla a otros: dar luz y calor cada día, a quienes nos rodean, con nuestro testimonio, nuestra comprensión y nuestra amistad.


«La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Esas personas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía»[8].


Podemos pensar en aquellas personas que, a lo largo de nuestra vida, nos han ofrecido esa luz del Señor. Con su auténtico cariño por nosotros y su profunda alegría quizá encendieron en nuestra alma el deseo de cultivar una mayor intimidad con Dios. Además de tener hacia ellas un sentimiento de gratitud, nos pueden impulsar a reflejar también esa luz a aquellos que nos rodean. Como hijos de Dios, somos «portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras. –El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine… De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna»[9]. Podemos pedir a la Virgen María que tengamos el mismo afán de su Hijo por extender el fuego de su amor por toda la tierra.




22 de octubre de 2025

Dios me perdona y me llena de fortaleza


 Evangelio (Lc 12, 39-48)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Sabed esto: si el dueño de la casa conociera a qué hora va a llegar el ladrón, no permitiría que se horadase su casa. Vosotros estad también preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre».


Y le preguntó Pedro: «Señor, ¿dices esta parábola por nosotros o por todos?»


El Señor respondió: «¿Quién es, pues, el administrador fiel y prudente a quien el amo pondrá al frente de la casa para dar la ración adecuada a la hora debida? Dichoso aquel siervo a quien su amo cuando vuelva encuentre obrando así. En verdad os digo que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si ese siervo dijera en sus adentros: “Mi amo tarda en venir”, y comenzase a golpear a los criados y criadas, a comer, a beber y a emborracharse, llegará el amo de aquel siervo el día menos pensado, a una hora imprevista, lo castigará duramente y le dará el pago de los que no son fieles. El siervo que, conociendo la voluntad de su amo, no fue previsor ni actuó conforme a la voluntad de aquél, recibirá muchos azotes; en cambio, el que sin saberlo hizo algo digno de castigo, recibirá pocos azotes. A todo el que se le ha dado mucho, mucho se le exigirá, y al que le encomendaron mucho, mucho le pedirán».


PARA TU RATO DE ORACION 


EN SU CARTA a los Romanos, san Pablo quiso prevenir a los cristianos sobre la realidad del pecado y les animó a ponerse por entero al servicio del Señor: «Que el pecado no siga dominando vuestro cuerpo mortal, ni seáis súbditos de los deseos del cuerpo. No pongáis vuestros miembros al servicio del pecado, como instrumentos para la injusticia; ofreceos a Dios como hombres que de la muerte han vuelto a la vida, y poned a su servicio vuestros miembros, como instrumentos para la justicia» (Rm 6,12-13).


San Pablo, como muchos santos, es bien consciente de lo mucho que el pecado nos promete y de lo poquísimo que cumple; de lo mucho que quita y de lo poco que ofrece; de la ilusión que suscita y de la amargura que deja. El pecado da al hombre una soberanía solo aparente y nos hace desconfiar de la soberanía de Dios, hasta el punto de que su presencia se difumina en el horizonte de la propia existencia. «Dos amores han dado origen a dos ciudades –escribe san Agustín–: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el Señor»[1]. En ocasiones la tentación subraya los aparentes beneficios inmediatos del pecado, que pueden resultar apetecibles. Sin embargo, la tentación siempre nos esconde lo que el pecado nos va a quitar, el bien que nos perdemos, la ciudad que abandonamos, las relaciones que dañamos.


En la medida en que tomamos posición a lo largo de nuestra vida, en el ámbito social y profesional, nos vamos convirtiendo en aquello que elegimos, nos vamos identificando con el objeto de nuestras determinaciones y desarrollamos una inclinación hacia los bienes, reales o aparentes, que perseguimos. Si escogemos el pecado, poco a poco nos inclinamos hacia esa ciudad de los hombres. Si optamos por el bien, aunque a veces pueda costar, nuestro corazón irá adquiriendo una connaturalidad hacia lo bueno, un gusto por la ciudad de Dios. De este modo, adquirimos una mirada «que nos permite ver las realidades terrenas con una nueva luz espiritual, la libertad para amar a Dios y a los hermanos con un corazón puro y vivir en la gozosa esperanza de la venida del Reino de Cristo»[2].


DURANTE su predicación, Jesús recuerda a la gente que elegir bien, formar un corazón inclinado a sus mandamientos, es algo posible y necesario. Y para ilustrar lo que quiere compartir con sus oyentes, acude a una parábola. Les habla de un administrador a quien su amo dejó a cargo de la hacienda. Ese servidor, sabiendo que su amo estaba lejos y que tardaría en llegar, se comportó de un modo egoísta y cruel. Cuando el señor llegó, lo sorprendió en ese estado y le sancionó severamente. Quizá ese siervo pensó que podía permitirse el lujo de vivir a costa de su señor. Tal vez se convenció de que él tenía el control, de que sabía calcular la llegada del amo y sería capaz de tapar sus malas obras y presentarse como alguien respetable. Pero la parábola deja entrever que esa es una falsa seguridad.


Orientar nuestro corazón hacia el bien no es algo que se consigue de un día para otro. El Señor, como al criado, nos concede un espacio de tiempo para que, con su gracia y con nuestra libertad, queramos dirigir nuestros afanes e ilusiones hacia él, porque eso es lo que nos hará de verdad felices. Y esto se traduce en consecuencias concretas en nuestro día a día que, si se viven con autenticidad, nos hacen descubrir la felicidad que proviene de vivir junto a Dios. «Si, por ejemplo, un joven desea convertirse en médico, tendrá que emprender un recorrido de estudios y de trabajo que ocupará algunos años de su vida, como consecuencia tendrá que poner límites, decir algún “no”, en primer lugar, a otros estudios, pero también a posibles entretenimientos o distracciones, especialmente en los momentos de estudio más intenso. Pero el deseo de dar una dirección a su vida y de alcanzar esa meta –llegar a ser médico era el ejemplo– le consiente superar estas dificultades. El deseo te hace fuerte, valiente, te hace ir adelante siempre»[3]. Por eso, san Josemaría solía emplear la imagen del combate para hablar de la santidad: un camino donde hallaremos pruebas pero también la paz. «Cuando hay amor, hay entereza: capacidad de entrega, de sacrificio, de renuncia. Y, en medio de la entrega, del sacrificio y de la renuncia, con el suplicio de la contradicción, la felicidad y la alegría. Una alegría que nada ni nadie podrá quitarnos»[4].


UN MEDIO que Dios nos ha dado para orientar nuestro corazón hacia él es el de la Confesión. Cuando acudimos a este sacramento es Jesús quien nos alienta y quien nos anima. «Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra» (Sal 123,7-8). Y en ese nombre nos perdona los pecados el sacerdote. Para quienes se han confesado después de mucho tiempo, se trata de un instante que no deja indiferente. Pero quienes acuden con frecuencia, quizá pueden pensar que sus confesiones son un poco rutinarias. En este sentido, san Josemaría recordaba que «el Señor instituyó el sacramento de la Penitencia no solo para perdonar los pecados, sino para darnos fortaleza y para que tuviéramos ocasión de recibir una orientación y una ayuda espiritual»[5]. Es decir, que aunque a nosotros nos parezca una confesión rutinaria, Dios nos está dando su gracia para afrontar esas luchas que componen nuestro día y para liberarnos del pecado: «Os quiero rebeldes, libres de toda atadura, porque os quiero –¡nos quiere Cristo!– hijos de Dios. Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida»[6].


En cada Confesión nos encontramos con el padre de la parábola que está esperándonos y que desea ardientemente que regresemos a casa. «Con demasiada frecuencia pensamos que la Confesión consiste en presentarnos a Dios cabizbajos. Pero, para empezar, no somos nosotros los que volvemos al Señor; es él quien viene a visitarnos, a colmarnos con su gracia, a llenarnos de su alegría. Confesarse es dar al Padre la alegría de volver a levantarnos. En el centro de lo que experimentaremos no están nuestros pecados, están, pero no están en el centro; sino su perdón: este es el centro»[7]. Por eso san Josemaría animaba a sus hijos a amar este sacramento: «A mí, me da tanta alegría acudir a este medio de la gracia, porque sé que el Señor me perdona y me llena de fortaleza. Y estoy persuadido de que, con la práctica piadosa de la Confesión sacramental, se aprende a tener más dolor y, por tanto, más amor»[8]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a experimentar la alegría de recibir al Señor en nuestra casa cada vez que nos acercamos al sacramento de la Confesión.