"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

6 de noviembre de 2025

En la conmemoración de san Severino


Oratorio de san José, Villa Tevere. Bajo el altar, las reliquias de san Severino.


EVANGELIO Marcos 6, 34-44

Y al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas. Era ya una hora muy avanzada cuando se le acercaron sus discípulos y le dijeron: «El lugar está deshabitado y ya es hora avanzada. Despídelos para que vayan a las aldeas y pueblos del contorno a comprarse de comer». El les contestó: «Dadles vosotros de comer». Ellos le dicen: «¿Vamos nosotros a comprar doscientos denarios de pan para darles de comer?» El les dice: «¿Cuántos panes tenéis? Id a ver». Después de haberse cerciorado, le dicen: «Cinco, y dos peces». Entonces les mandó que se acomodaran todos por grupos sobre la verde hierba. Y se acomodaron por grupos de cien y de cincuenta. Y tomando los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y los iba dando a los discípulos para que se los fueran sirviendo. También repartió entre todos los dos peces. Comieron todos y se saciaron. Y recogieron las sobras, doce canastos llenos y también lo de los peces. Los que comieron los panes fueron cinco mil hombres.


PARA TU RATO DE ORACION 

Aunque pudiera parecer que la unidad es algo que depende en primer lugar de nuestros esfuerzos, en realidad se trata, antes que todo, de un don de Dios. Es un regalo que el mismo Cristo pidió a Dios Padre para su Iglesia, y que los fieles de la Obra recordamos diariamente al rezar las Preces: «Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti» (Jn 17,21). Con estas palabras pronunciadas durante la Última Cena, casi como si fueran un testamento espiritual, «el Señor no ha ordenado a los discípulos la unidad. Ni siquiera les dio un discurso para motivar su necesidad. No, ha rezado al Padre por nosotros, para que seamos uno. Esto significa que no bastamos solo nosotros, con nuestras fuerzas, para realizar la unidad. La unidad es sobre todo un don, es una gracia para pedir con la oración»[1].


Pedimos a Dios la unidad, conscientes de que sin su ayuda no somos capaces de lograrla ni siquiera dentro de nosotros mismos. Como le sucedía a san Pablo, nuestro corazón experimenta en ocasiones «un conflicto lacerante: querer el bien y estar inclinado al mal (cfr. Rm 7,19)»[2], y comprendemos así que, en realidad, la raíz de tantas divisiones que vemos «entre las personas, en la familia, en la sociedad, entre los pueblos y también entre los creyentes»[3], está dentro de nosotros. Para superar la división necesitamos orar: pedir al Señor la paz con nosotros mismos, si fuera el caso, y también con los demás; suplicar por la unidad de vida y por la unidad con nuestros hermanos, superando diferencias e incomprensiones.


«VED QUÉ BUENO y qué gozoso es convivir los hermanos unidos» (Sal 133,1). La unidad es un don que Dios nos ofrece porque él quiere que vivamos unidos, quiere que reine entre nosotros el cariño, la disculpa, la comprensión, el deseo de ayudar al otro… Además, ese clima constituye un testimonio sencillo de vida cristiana. De la unidad «depende la fe en el mundo; el Señor pidió la unidad entre nosotros “para que el mundo crea” (Jn 17,21). El mundo no creerá porque lo convenzamos con buenos argumentos, sino si testimoniamos el amor que nos une y nos hace cercanos a todos»[4].


La importancia de la unidad es muy grande: su hermosura y atractivo son fundamentales para nuestra felicidad, para nuestra fidelidad y también para atraer a otros a nuestro camino. Por eso, de alguna manera es lógico que el demonio busque por todos los medios disminuir o quebrantar esa concordia, sembrar divisiones y rencillas entre los hombres: en la familia, en la sociedad, en la Iglesia. «El diablo siempre divide, porque es conveniente para él dividir. Él insinúa la división, en todas partes y de todas las maneras, mientras que el Espíritu Santo hace converger en unidad siempre. El diablo, en general, no nos tienta con la alta teología, sino con las debilidades de nuestros hermanos. Es astuto: engrandece los errores y los defectos de los otros, siembra discordia, provoca la crítica y crea facciones. El camino de Dios es otro: nos toma como somos, nos ama mucho, pero nos ama como somos y nos toma como somos; nos toma diferentes, nos toma pecadores, y siempre nos impulsa a la unidad»[5].


¿Somos constructores de unidad? En momentos de conflicto, de desacuerdo, cuando notamos lo que nos parecen límites de los otros, ¿sabemos poner por delante la llamada del Señor al cariño, a la comprensión, a una caridad fraterna que supere las diferencias? «El amor a las almas, por Dios –enseñaba san Josemaría–, nos hace querer a todos, comprender, disculpar, perdonar»[6].


«UN PADRE, UNA MADRE, que ama con locura a dos hijos, goza viendo el cariño mutuo entre ellos, y sufre si ve que les falta ese cariño»[7]. Es muy posible que tengamos esta experiencia: la alegría de unos padres cuando ven a sus hijos unidos entre sí, cuando observan que los hijos son capaces de comprenderse, de hacer un esfuerzo para llevarse bien, de pedirse perdón y perdonarse si en alguna ocasión se han peleado. Con un gozo análogo mira el Señor a sus hijos en la Iglesia, a todos los hombres, cuando ve que permanecen unidos: «Al querer a los demás, somos gozo para Dios y para María»[8].


Cristo pide al Padre que todos seamos uno. «No se trata solo de la unidad de una organización humanamente bien estructurada, sino de la unidad que da el amor: “como tú, Padre, en mí y yo en ti”. En este sentido, los primeros cristianos son un claro ejemplo: “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma” (Hch 4,32). Precisamente por ser consecuencia del amor, esta unidad no es uniformidad, sino comunión. Se trata de unidad en la diversidad, manifestada en la alegría de convivir con las diferencias, aprender a enriquecernos con los demás, fomentar a nuestro alrededor un ambiente de afecto»[9].


Si, con la ayuda del Señor, buscamos vivir una unidad que sea comunión, fundamentada en la caridad, ese estar unidos «no nos encierra en un grupo, sino que –como parte de la Iglesia– nos abre a ofrecer nuestra amistad a todas las personas»[10]. Pidamos a nuestra Madre del cielo que nos ayude a apreciar y buscar siempre la unidad con los demás en los distintos ámbitos donde se desenvuelve nuestra vida.


Tradición del Opus Dei

En Villa Tevere, la sede central del Opus Dei, se conservan las reliquias de san Severino, un soldado romano del siglo II o III que fue martirizado por su fe. En los centros de la Prelatura habitualmente se celebra la Misa votiva en honor a san Severino el 8 de noviembre.

En 1957, el cardenal Marcello Mimmi, arzobispo de Nápoles, regaló a san Josemaría las reliquias del santo, que se custodiaban en la sacristía de la iglesia del Gesù Vecchio. Lo relata la escritora Carmela Politi Cenere en su libro Napoli e le certezze di san Josemaría (Rolando Editore, 2010).

Las reliquias de san Severino habían sido donadas a mediados del siglo XIX por el papa Gregorio XVI a la iglesia napolitana de los Santos Mateo y Francisco, de donde años más tarde pasaron a la del Gesù Vecchio, según la tradición, San Severino es un soldado romano martirizado en el siglo II o III

En Nápoles, la devoción a las reliquias es una de las cosas que más llaman la atención a quien visita las iglesias de la ciudad. En la del Gesù Vecchio, la misma en cuya sacristía se encontraban las reliquias de san Severino, hay una capilla con dos altas paredes laterales totalmente recubiertas de relicarios, cada uno bien identificado por el santo o la santa del que conserva los restos.

Del patrono de Nápoles, San Jenaro, la catedral custodia como uno de sus mayores tesoros la célebre reliquia de su sangre.

De la vida de san Severino se sabe poco: según la tradición, es un soldado romano que fue martirizado en el siglo II o III. El Martirologio Romano de 1930 añade que habría sido martirizado bajo Diocleciano, y que sus reliquias se conservaron en unas catacumbas romanas.

Su figura aparece asociada a los cuatro mártires romanos de la Via Labicana. Severino significa austero, firme: el nombre puede ser un título póstumo en memoria de su martirio.

Un resumen sobre la compleja historia de estas reliquias, en la que aún quedan puntos por investigar, se encuentra en el artículo de Juan Miguel Ferrer, El culto al mártir san Severino.

Las reliquias de San Severino en Roma

Actualmente, las reliquias de ese mártir son veneradas en un oratorio dedicado a san José en Villa Tevere. En 1958, la Santa Sede concedió la facultad de que en los centros del Opus Dei se celebrara la misa de san Severino el primer día del mes de noviembre libre de otras conmemoraciones.

San Josemaría quiso que esa concesión de la Santa Sede para celebrar esa Misa fuera una ocasión para que sus hijos reforzaran más y más la unión con el corazón de la Obra

El 25 de marzo de 2013 la Congregación para el Culto divino y la Disciplina de los Sacramentos –en continuidad con esa facultad– fijó el 8 de noviembre (o en el día más cercano no impedido) como el día para se celebre esa Misa votiva en honor de san Severino.

De este modo, se vincula su recuerdo con la antiquísima tradición de los mártires de la Via Labicana, celebrados durante siglos en esa fecha.

San Josemaría quiso que esa concesión de la Santa Sede para celebrar esa Misa fuera una ocasión para que sus hijos reforzaran más y más la unión con el corazón de la Obra, precisamente porque sus reliquias se conservan en Villa Tevere, la sede central en Roma.

Para Carmela Politi Cenere las reliquias de san Severino son “un emblema de comunión con la Iglesia y con todas las ciudades del mundo”. En efecto, las reliquias de los mártires no son nunca sangre que pide venganza; son, al contrario, una llamada a la unión entre los hombres en Cristo Salvador del mundo.