¿Quién se ha preparado y esperado
con más amor que María la llegada a la Tierra de Jesús? Ella “le concibió en la
mente antes que en su seno: precisamente por medio de la fe”, como enseña S.
Agustín entre otros Santos Padres. María es el modelo para abrirse con fe al
misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, fe que no es aparcar la razón,
pero sí el racionalismo. Hay que pedir al Señor este don a través de María.
“Cuando Dios revela hay que
prestarle la obediencia de la fe” (Rom 16,26). María confió sin reservas en
Dios y “se consagró totalmente a sí misma, como esclava del Señor, a la persona
y a la obra de su Hijo” (L. G. 56) desde el instante en que el ángel le expuso
lo que Dios quería de Ella. Por ello Isabel, llena del Espíritu Santo, le dijo:
“¡Dichosa tú que has creído!”.
Isabel tenía motivos para alabar
la fe de María porque su marido, Zacarías, también recibió una comunicación de
Dios a través del ángel, pero dudó de que, debido a su ancianidad y ante la
esterilidad de su mujer, pudiera realizarse.
María no sólo cree sin vacilación
en algo absolutamente increíble en aquel tiempo: dar a luz un hijo sin
intervención de varón, sino que, al aceptar el plan de Dios, asume un riesgo
gravísimo para su reputación e incluso para su vida, en una sociedad tan poco
tolerante como la de entonces. El peligro de que la acusaran de adulterio y
pudiera morir apedreada no puede descartarse. Nazaret era una aldea de pocos
habitantes, donde todo el mundo se conocía. En esos lugares, donde suelen
menudear las críticas, las pequeñas rencillas y donde no faltan los fanáticos,
María, con su sí a Dios, exponía mucho.
“La fe de María puede
parangonarse a la de Abraham, llamado por el Apóstol ‘nuestro padre en la fe’
(cf Rom 4,12)... Como Abraham, ‘esperando contra toda esperanza, creyó y fue
hecho padre de muchas naciones’ (cf Rom 4,18), así María, en el instante de la
anunciación, después de haber manifestado su condición de virgen (‘¿cómo será
esto, puesto que no conozco varón?’), creyó que por el poder del Altísimo, por
obra del Espíritu Santo, se convertiría en la Madre del Hijo de Dios según la
revelación del ángel” (Juan Pablo II).
Necesitamos una fe más robusta,
capaz de afrontar con éxito las distintas, y a veces graves, situaciones que se
nos presentan a diario. La fe amplía nuestros conocimientos y agranda el
corazón. La fe mueve montañas, ayudándonos a superar dificultades, penas y
dolores. La fe da sentido a la vida y a la muerte, y es promesa de vida eterna.
Pidamos a Dios, por intercesión de su Madre, lo que pedían los Apóstoles:
“Señor, auméntanos la fe” (Lc 17,5).