¿Y cómo cumpliremos con el apostolado? Antes que nada, con el ejemplo, viviendo de acuerdo con la Voluntad
del Padre, como Jesucristo, con su vida y sus enseñanzas, nos ha revelado.
Verdadera fe es aquella que no permite que las acciones contradigan lo que se
afirma con las palabras. Examinando nuestra conducta personal, debemos medir la
autenticidad de nuestra fe. No somos sinceramente creyentes, si no nos
esforzamos por realizar con nuestras acciones lo que confesamos con los labios.
Ahora viene a propósito traer a
nuestra memoria la consideración de un episodio, que pone de manifiesto aquel
estupendo vigor apostólico de los primeros cristianos. No había pasado un
cuarto de siglo desde que Jesús había subido a los cielos, y ya en muchas
ciudades y poblados se propagaba su fama. A Efeso, llega un hombre llamado
Apolo, varón elocuente y versado en las Escrituras. Estaba instruido en el
camino del Señor, predicaba con fervoroso espíritu y enseñaba exactamente todo
lo perteneciente a Jesús, aunque no conocía más que el bautismo de Juan.
En la mente de ese hombre ya se
había insinuado la luz de Cristo: había oído hablar de El, y lo anuncia a los
otros. Pero aún le quedaba un poco de camino, para informarse más, alcanzar del
todo la fe, y amar de veras al Señor. Escucha su conversación un matrimonio,
Aquila y Priscila, los dos cristianos, y no permanecen inactivos e
indiferentes. No se les ocurre pensar: éste ya sabe bastante, nadie nos llama a
darle lecciones. Como eran almas con auténtica preocupación apostólica, se
acercaron a Apolo, se lo llevaron consigo y le instruyeron más a fondo en la
doctrina del Señor.
Admirad también el comportamiento
de San Pablo. Prisionero por divulgar el enseñamiento de Cristo, no
desaprovecha ninguna ocasión para difundir el Evangelio. Ante Festo y Agripa,
no duda en declarar: ayudado del auxilio de Dios, he perseverado hasta el día
de hoy, testificando la verdad a grandes y pequeños, no predicando otra
enseñanza que aquella que Moisés y los profetas predijeron que había de
suceder: que Cristo había de padecer, y que sería el primero que resucitaría de
entre los muertos, y había de mostrar su luz a este pueblo y a los gentiles.
El Apóstol no calla, no oculta su
fe, ni su propaganda apostólica que había motivado el odio de sus
perseguidores: sigue anunciando la salvación a todas las gentes. Y, con una
audacia maravillosa, se encara con Agripa: ¿crees tú en los profetas? Yo sé que
crees en ellos. Cuando Agripa comenta: poco falta para que me persuadas a
hacerme cristiano, contestó Pablo: pluguiera a Dios, como deseo, que no
solamente faltara poco, sino que no faltara nada, para que tú y todos cuantos
me oyen llegaseis a ser hoy tales cual soy yo, salvo estas cadenas.
¿De dónde sacaba San Pablo esta
fuerza? Omnia possum in eo qui me confortat!, todo lo puedo, porque sólo Dios
me da esta fe, esta esperanza, esta caridad. Me resulta muy difícil creer en la
eficacia sobrenatural de un apostolado que no esté apoyado, centrado
sólidamente, en una vida de continuo trato con el Señor. En medio del trabajo,
sí; en plena casa, o en mitad de la calle, con todos los problemas que cada día
surgen, unos más importantes que otros. Allí, no fuera de allí, pero con el
corazón en Dios. Y entonces nuestras palabras, nuestras acciones —¡hasta
nuestras miserias!— desprenderán ese bonus odor Christi, el buen olor de
Cristo, que los demás hombres necesariamente advertirán: he aquí un cristiano.
Si admitieras la tentación de
preguntarte, ¿quién me manda a mí meterme en esto?, habría de contestarte: te
lo manda —te lo pide— el mismo Cristo. La mies es mucha, y los obreros son
pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe operarios a su mies. No
concluyas cómodamente: yo para esto no sirvo, para esto ya hay otros; esas
tareas me resultan extrañas. No, para esto, no hay otros; si tú pudieras decir
eso, todos podrían decir lo mismo. El ruego de Cristo se dirige a todos y a
cada uno de los cristianos. Nadie está dispensado: ni por razones de edad, ni
de salud, ni de ocupación. No existen excusas de ningún género. O producimos
frutos de apostolado, o nuestra fe será estéril.
Además: ¿quién ha dispuesto que
para hablar de Cristo, para difundir su doctrina, sea preciso hacer cosas
raras, extrañas? Vive tu vida ordinaria; trabaja donde estás, procurando
cumplir los deberes de tu estado, acabar bien la labor de tu profesión o de tu
oficio, creciéndote, mejorando cada jornada. Sé leal, comprensivo con los demás
y exigente contigo mismo. Sé mortificado y alegre. Ese será tu apostolado. Y,
sin que tú encuentres motivos, por tu pobre miseria, los que te rodean vendrán
a ti, y con una conversación natural, sencilla —a la salida del trabajo, en una
reunión de familia, en el autobús, en un paseo, en cualquier parte— charlaréis
de inquietudes que están en el alma de todos, aunque a veces algunos no quieran
darse cuenta: las irán entendiendo más, cuando comiencen a buscar de verdad a
Dios.
Pídele a María, Regina
apostolorum, que te decidas a ser partícipe de esos deseos de siembra y de
pesca, que laten en el Corazón de su Hijo. Te aseguro que, si empiezas, verás,
como los pescadores de Galilea, repleta la barca. Y a Cristo en la orilla, que
te espera. Porque la pesca es suya.
Texto sacado de la homilia "Para que todos se salven" del libro AMIGOS de DIOS de San Josemaria.