Me produce una pena muy grande
enterarme de que un católico —un hijo de Dios que, por el Bautismo, está
llamado a ser otro Cristo— tranquiliza su conciencia con una simple piedad
formularia, con una religiosidad que le empuja a rezar de vez en cuando, ¡sólo
si piensa que le conviene!; a asistir a la Santa Misa en los días de precepto
—y ni siquiera todos—, mientras cuida puntualmente que su estómago se quede
tranquilo, comiendo a horas fijas; a ceder en su fe, a cambiarla por un plato
de lentejas, con tal de no renunciar a su posición... Y luego, con desfachatez
o con escándalo, utiliza para subir la etiqueta de cristiano. ¡No! No nos
conformemos con las etiquetas: os quiero cristianos de cuerpo entero, de una
pieza; y, para conseguirlo, habréis de buscar sin componendas el oportuno
alimento espiritual.
Por experiencia personal os
consta —y me lo habéis oído repetir con frecuencia, para prevenir desánimos—
que la vida interior consiste en comenzar y recomenzar cada día; y advertís en
vuestro corazón, como yo en el mío, que necesitamos luchar con continuidad.
Habréis observado en vuestro examen —a mí me sucede otro tanto: perdonad que
haga estas referencias a mi persona, pero, mientras os hablo, estoy dando
vueltas con el Señor a las necesidades de mi alma—, que sufrís repetidamente
pequeños reveses, y a veces se os antoja que son descomunales, porque revelan
una evidente falta de amor, de entrega, de espíritu de sacrificio, de
delicadeza. Fomentad las ansias de reparación, con una contrición sincera, pero
no me perdáis la paz.
Allá por los primeros años de la
década de los cuarenta, iba yo mucho por Valencia. No tenía entonces ningún
medio humano y, con los que —como vosotros ahora— se reunían con este pobre
sacerdote, hacía la oración donde buenamente podíamos, algunas tardes en una
playa solitaria. Como los primeros amigos del Maestro, ¿recuerdas? Escribe San
Lucas que, al salir de Tiro con Pablo, camino de Jerusalén, nos acompañaron
todos con sus mujeres y niños a las afueras de la ciudad, y arrodillados
hicimos la oración en la playa.
Pues, un día, a última hora,
durante una de aquellas puestas de sol maravillosas, vimos que se acercaba una
barca a la orilla, y saltaron a tierra unos hombres morenos, fuertes como
rocas, mojados, con el torso desnudo, tan quemados por la brisa que parecían de
bronce. Comenzaron a sacar del agua la red repleta de peces brillantes como la
plata, que traían arrastrada por la barca. Tiraban con mucho brío, los pies
hundidos en la arena, con una energía prodigiosa. De pronto vino un niño, muy
tostado también, se aproximó a la cuerda, la agarró con sus manecitas y comenzó
a tirar con evidente torpeza. Aquellos pescadores rudos; nada refinados,
debieron de sentir su corazón estremecerse y permitieron que el pequeño
colaborase; no lo apartaron, aunque más bien estorbaba.
Pensé en vosotros y en mí; en
vosotros, que aún no os conocía, y en mí; en ese tirar de la cuerda todos los
días, en tantas cosas. Si nos presentamos ante Dios Nuestro Señor como ese
pequeño, convencidos de nuestra debilidad pero dispuestos a secundar sus
designios, alcanzaremos más fácilmente la meta: arrastraremos la red hasta la
orilla, colmada de abundantes frutos, porque donde fallan nuestras fuerzas,
llega el poder de Dios.