“Hija
mía, hijo mío, ojalá pueda decirse que la característica
que define tu vida es “amar la Voluntad de Dios” (Forja, n. 48). No se trata de tener
ganas o de encontrar gusto en el cumplimiento de la Voluntad divina; no podemos
ser como niños fluctuantes (Ef. 4,
14) y vivir al compás de los sentimientos: hoy me apetece, mañana no. Nos pide
el Señor un amor recio y fuerte a su Voluntad.
San
Josemaría nos comentaba que, en determinados momentos, recibió una
colección de gracias, una detrás de otra, que no sabía cómo calificar y que
llamaba operativas, porque de tal manera dominaban mi voluntad que casi no
tenía que hacer esfuerzo (de
nuestro Padre, Meditación Los pasos de Dios,
14-II-1964). Pero esto no fue lo ordinario en su vida, y quizá no lo será
tampoco en la tuya. Lo más frecuente es que tuviera que ir a
contrapelo, con esfuerzo, con lucha. Aprende de su
ejemplo, y no te inquietes cuando te cueste lo que Dios te pide, y notes dentro
de ti la resistencia del hombre viejo de que
habla San Pablo. Recuerda que también lo han experimentado los santos y anímate
a responder con generosidad.
Mira
lo que escribió san Josemaría en momentos de prueba y de intensa contradicción: se
presentan tentaciones de rebeldía: y digo serviam! -De
disconformidad con la Voluntad divina: y repito varias veces el “hágase,
cúmplase”… -De cosas bajas y viles: y pienso, como en un remedio, en la
cariñosa enfermedad fuerte que sé que me enviará, a su tiempo, el Señor (de
nuestro Padre, 9-IX-1931, en Apuntes íntimos, n.
274).
A
ti, que ya te vas conociendo y sabes lo que es luchar por Amor, ¿no te
consuelan estas palabras de nuestro Padre? Hija mía, hijo mío: sé fiel y vence,
con la gracia de Dios, la rebeldía de la soberbia y de la carne, que quizá se
agigantan en momentos de prueba más largos.” (Carta, 1-VI-1991, III, n. 144)
Escrito por Don Alvaro del Portillo
LA ORACION
Siempre he entendido la
oración del cristiano como una conversación amorosa con Jesús, que no debe
interrumpirse ni aun en los momentos en los que físicamente estamos alejados
del Sagrario, porque toda nuestra vida está hecha de coplas de amor humano a lo
divino..., y amar podemos siempre. (Forja, 435)
Que no falten en nuestra jornada unos momentos dedicados
especialmente a frecuentar a Dios, elevando hacia El nuestro pensamiento, sin
que las palabras tengan necesidad de asomarse a los labios, porque cantan en el
corazón. Dediquemos a esta norma de piedad un tiempo suficiente; a hora fija,
si es posible. Al lado del Sagrario, acompañando al que se quedó por Amor. Y si
no hubiese más remedio, en cualquier parte, porque nuestro Dios está de modo
inefable en nuestra alma en gracia. Te aconsejo, sin embargo, que vayas al
oratorio siempre que puedas (...)
Cada uno de vosotros, si quiere, puede encontrar el propio
cauce, para este coloquio con Dios. No me gusta hablar de métodos ni de
fórmulas, porque nunca he sido amigo de encorsetar a nadie: he procurado animar
a todos a acercarse al Señor, respetando a cada alma tal como es, con sus
propias características. Pedidle que meta sus designios en nuestra vida: no
sólo en la cabeza, sino en la entraña del corazón y en toda nuestra actividad
externa. Os aseguro que de este modo os ahorraréis gran parte de los disgustos
y de las penas del egoísmo, y os sentiréis con fuerza para extender el bien a
vuestro alrededor. ¡Cuántas contrariedades desaparecen, cuando interiormente
nos colocamos bien próximos a ese Dios nuestro, que nunca abandona! Se renueva,
con distintos matices, ese amor de Jesús por los suyos, por los enfermos, por
los tullidos, que pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa... Y, enseguida, luz o, al
menos, aceptación y paz.
Al invitarte a esas confidencias con el Maestro me refiero
especialmente a tus dificultades personales, porque la mayoría de los
obstáculos para nuestra felicidad nacen de una soberbia más o menos oculta. Nos
juzgamos de un valor excepcional, con cualidades extraordinarias; y, cuando los
demás no lo estiman así, nos sentimos humillados. Es una buena ocasión para
acudir a la oración y para rectificar, con la certeza de que nunca es tarde
para cambiar la ruta. (Amigos de Dios, 249)