Hoy ha sido Beatificado el sucesor de San Josemaría Don Alvaro del Portillo en Madrid. les dejamos en "Un rato de oración" las palabras del papa Franciasco, del cardenal Amato de cardenal Antonio María Rouco y del prelado del Opus Dei
MENSAJE DEL PAPA FRANCISCO
"La beatificación representa
un momento de especial alegría, para todos los fieles de esa prelatura. También
yo deseo unirme a vuestra alegría y dar gracias a Dios que embellece el rostro
de la Iglesia con la santidad de sus hijos
En Madrid tuvo lugar el encuentro
con San Josemaría Escrivá. Enamorarse de Cristo es el camino que ha de recorrer
cada cristiano. Gracias, perdón, ayúdame más, su jaculatoria preferida"
Y el Papa explica las tres partes
de la jaculatoria del nuevo beato.
"El amor de Dios nos premia"
"Sirvió a la Iglesia con un
corazón despojado de interés mundano, lejos de la discordia y acogedor con
todos y buscando siempre lo que une y lo que construye"
"Nunca una queja o crítica,
ni siquiera en los momentos especialmente difíciles"
"Respondió siempre con el
perdón y la caridad fraterna"
"El amor de Dios no humilla
ni hunde en el abismo de la culpa"
"EL Señor no nos abandona
nunca. Su gracia no nos faltará"
"Quien está muy metido en
Dios sabe estar muy cerca de los hombres"
"Hay que salir e ir al
encuentro de nuestros hermanos. No podemos quedarnos con la fe para nosotros
mismos. Es un don para compartirlo con los demás"
"Una existencia centrada en
Dios"
"Alguien que ha sido tocado
por el amor más grande y vive de ese amor"
"El beato nos envía un
mensaje muy claro: que nos fiemos del Señor, que es el amigo que nunca defrauda
y que siempre está a nuestro lado"
"Nos anima a no tener miedo
e ir a contracorriente"
"En la sencillez de la vida
podemos encontrar un camino seguro de santidad"
"Pido a todos los fieles de
la Prelatura que recen por mí, a la vez que les imparto la bendición
apostólica"
HOMILIA DEL CARDENAL AMATO
En su homilía, el Cardenal Angelo
Amato ha querido recordar el respeto que del Portillo tenía a la libertad de
los demás.
1. «Pastor según el corazón de
Cristo, celoso ministro de la Iglesia»[1]. Este es el retrato que el Papa
Francisco ofrece del Beato Álvaro del Portillo, pastor bueno, que, como Jesús,
conoce y ama a sus ovejas, conduce al redil las que se han perdido, venda las
heridas de las enfermas y ofrece la vida por ellas[2].
El nuevo Beato fue llamado desde
joven a seguir a Cristo, para ser después un diligente ministro de la Iglesia y
proclamar en todo el mundo la gloriosa riqueza de su misterio salvífico:
«Nosotros anunciamos a ese Cristo; amonestamos a todos, enseñamos a todos, con
todos los recursos de la sabiduría, para presentarlos a todos perfectos en
Cristo. Por este motivo lucho denodadamente con su fuerza, que actúa
poderosamente en mí»[3]. Y este anuncio de Cristo Salvador lo realizó con
absoluta fidelidad a la cruz y, al mismo tiempo, con una ejemplar alegría
evangélica en las dificultades. Por eso, la Liturgia le aplica hoy las palabras
del Apóstol: «Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en
mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que
es la Iglesia»[4].
La serena felicidad ante el dolor
y el sufrimiento, es una característica de los Santos. Por lo demás, las
bienaventuranzas –también aquellas más arduas como las persecuciones– no son
sino un himno a la alegría.
2. Son muchas las virtudes –como la fe, la
esperanza y la caridad– que el Beato Álvaro vivió de modo heroico. Practicó
estos hábitos virtuosos a la luz de las bienaventuranzas de la mansedumbre, de
la misericordia, de la pureza de corazón. Los testimonios son unánimes. Además
de destacar por la total sintonía espiritual y apostólica con el santo
Fundador, se distinguió también como una figura de gran humanidad.
Los testigos afirman que, desde
niño, Álvaro era un «un chico de carácter muy alegre y muy estudioso, que nunca
dio problemas»; «era cariñoso, sencillo, alegre, responsable, bueno…»[5].
Heredó de su madre, doña
Clementina, una serenidad proverbial, la delicadeza, la sonrisa, la
comprensión, el hablar bien de los demás y la ponderación al juzgar. Era un
auténtico caballero. No era locuaz. Su formación como ingeniero le confirió
rigor mental, concisión y precisión para ir en seguida al núcleo de los
problemas y resolverlos. Inspiraba respeto y admiración.
3. Su delicadeza en el trato iba unida a una
riqueza espiritual excepcional, en la que destacaba la gracia de la unidad
entre vida interior y afán apostólico infatigable. El escritor Salvador Bernal
afirma que transformó en poesía la prosa humilde del trabajo diario.
Era un ejemplo vivo de fidelidad
al Evangelio, a la Iglesia, al Magisterio del Papa. Siempre que acudía a la
basílica de San Pedro en Roma, solía recitar el Credo ante la tumba del Apóstol
y una Salve ante la imagen de Santa María, Mater Ecclesiae.
Huía de todo personalismo, porque
transmitía la verdad del Evangelio y la integridad de la tradición, no sus
propias opiniones. La piedad eucarística, la devoción mariana y la veneración
por los Santos nutrían su vida espiritual. Mantenía viva la presencia de Dios
con frecuentes jaculatorias y oraciones vocales. Entre las más habituales
estaban: Cor Iesu Sacratissimum et Misericors, dona nobis pacem!, y Cor Mariae
Dulcissimum, iter para tutum; así como la invocación mariana: Santa María,
Esperanza nuestra, Esclava del Señor, Asiento de la Sabiduría.
4. Un momento decisivo de su vida fue la
llamada al Opus Dei. A los 21 (veintiún) años, en 1935 (mil novecientos treinta
y cinco), después de encontrar a San Josemaría Escrivá de Balaguer –que
entonces era un joven sacerdote de 33 (treinta y tres) años–, respondió
generosamente a la llamada del Señor a la santidad y al apostolado.
Tenía un profundo sentido de
comunión filial, afectiva y efectiva con el Santo Padre. Acogía su magisterio
con gratitud y lo daba a conocer a todos los fieles del Opus Dei. En los últimos
años de su vida, besaba a menudo el anillo de Prelado que le había regalado el
Papa para reafirmarse en su plena adhesión a los deseos del Romano Pontífice.
En particular, secundaba sus peticiones de oración y ayuno por la paz, por la
unidad de los cristianos, por la evangelización de Europa.
Destacaba por la prudencia y
rectitud al valorar los sucesos y las personas; la justicia para respetar el
honor y la libertad de los demás; la fortaleza para resistir las contrariedades
físicas o morales; la templanza, vivida como sobriedad, mortificación interior
y exterior. El Beato Álvaro transmitía el buen olor de Cristo –bonus odor
Christi–[6], que es el aroma de la auténtica santidad.
5. Sin embargo, hay una virtud que Monseñor
Álvaro del Portillo vivió de modo especialmente extraordinario, considerándola
un instrumento indispensable para la santidad y el apostolado: la virtud de la
humildad, que es imitación e identificación con Cristo, manso y humilde de
corazón[7]. Amaba la vida oculta de Jesús y no despreciaba los gestos sencillos
de devoción popular, como, por ejemplo, subir de rodillas la Scala Santa en
Roma. A un fiel de la Prelatura, que había visitado ese mismo lugar pero que
había subido a pie la Scala Santa, porque –así se lo comentó– se consideraba un
cristiano maduro y bien formado, el Beato Álvaro le respondió con una sonrisa,
y añadió que él la había subido de rodillas, a pesar de que el ambiente estaba
algo cargado por la multitud de personas y la escasa ventilación[8]. Fue una
gran lección de sencillez y de piedad.
Monseñor del Portillo estaba, de
hecho, beneficiosamente “contagiado” por el comportamiento de Nuestro Señor
Jesucristo, que no vino a ser servido, sino a servir[9]. Por eso, rezaba y
meditaba con frecuencia el himno eucarístico Adoro Te devote, latens deitas.
Del mismo modo, consideraba la vida de María, la humilde esclava del Señor. A
veces recordaba una frase de Cervantes, de las Novelas Ejemplares: «sin
humildad, no hay virtud que lo sea»[10]. Y a menudo recitaba una jaculatoria
frecuente entre los fieles de la Obra: «Cor contritum et humiliatum, Deus, non
despicies»[11]; no despreciarás, oh Dios, un corazón contrito y humillado.
Para él, como para San Agustín,
la humildad era el hogar de la caridad[12]. Repetía un consejo que solía dar el
Fundador del Opus Dei, citando unas palabras de San José de Calasanz: «Si
quieres ser santo, sé humilde; si quieres ser más santo, sé más humilde; si
quieres ser muy santo, sé muy humilde»[13]. Tampoco olvidaba que un burro fue
el trono de Jesús en la entrada a Jerusalén. Incluso sus compañeros de
estudios, además de destacar su extraordinaria inteligencia, subrayan su
sencillez, la inocencia serena de quien no se considera mejor que los demás.
Pensaba que su peor enemigo era la soberbia. Un testigo asegura que era “la humildad
en persona”[14].
Su humildad no era áspera,
llamativa, exasperada; sino cariñosa, alegre. Su alegría derivaba de la
convicción de su escasa valía personal. A principios de 1994, el último año de
su vida en la tierra, en una reunión con sus hijas, dijo: «os lo digo a
vosotras, y me lo digo a mí mismo. Tenemos que luchar toda la vida para llegar
a ser humildes. Tenemos la escuela maravillosa de humildad del Señor, de la
Santísima Virgen y de San José. Vamos a aprender. Vamos a luchar contra el proprio
yo que está costantemente alzándose como una víbora, para morder. Pero estamos
seguros si estamos cerca de Jesús, que es del linaje de María, y es el que
aplastará la cabeza de la serpiente»[15].
Para don Álvaro, la humildad era
«la llave que abre la puerta para entrar en la casa de la santidad», mientras
que la soberbia constituía el mayor obstáculo para ver y amar a Dios. Decía:
«la humildad nos arranca la careta de cartón, ridícula, que llevan las personas
presuntuosas, pagadas de sí mismas»[16]. La humildad es el reconocimiento de
nuestras limitaciones, pero también de nuestra dignidad de hijos de Dios. El
mejor elogio de su humildad lo expresó una mujer del Opus Dei, después del
fallecimiento del Fundador: «el que ha muerto ha sido don Álvaro, porque
nuestro Padre sigue vivo en su sucesor»[17].
Un cardenal atestigua que cuando
leyó sobre la humildad en la Regla de San Benito o en los Ejercicios
Espirituales de San Ignacio de Loyola, le parecía contemplar un ideal altísimo,
pero inalcanzable para el ser humano. Pero cuando conoció y trató al Beato
Álvaro entendió que era posible vivir la humildad de modo total.
6. Se pueden aplicar al Beato las palabras que
el Cardenal Ratzinger pronunció en 2002, con ocasión de la canonización del
Fundador del Opus Dei. Hablando de la virtud heroica, el entonces Prefecto de
la Congregación para la Doctrina de la Fe dijo: «Virtud heroica no significa
exactamente que uno ha llevado a cabo grandes cosas por sí mismo, sino que en
su vida aparecen realidades que no ha hecho él, porque él se ha mostrado
transparente y disponible para que Dios actuara [...]. Esto es la
santidad»[18].
Este es el mensaje que nos
entrega hoy el Beato Álvaro del Portillo, «pastor según el corazón de Jesús,
celoso ministro de la Iglesia»[19]. Nos invita a ser santos como él, viviendo
una santidad amable, misericordiosa, afable, mansa y humilde.
La Iglesia y el mundo necesitan
del gran espectáculo de la santidad, para purificar, con su aroma agradable,
los miasmas de los muchos vicios alardeados con arrogante insistencia.
Ahora más que nunca necesitamos
una ecología de la santidad, para contrarrestar la contaminación de la
inmoralidad y de la corrupción. Los santos nos invitan a introducir en el seno
de la Iglesia y de la sociedad el aire puro de la gracia de Dios, que renueva
la faz de la tierra.
Que María Auxiliadora de los
Cristianos y Madre de los Santos, nos ayude y nos proteja.
Beato Álvaro del Portillo, ruega
por nosotros.Amén.
PALABRAS CARDENAL ROUCO
En sus palabras finales, el
cardenal Antonio María Rouco resaltó el estrecho vínculo de Álvaro del Portillo
con la ciudad de Madrid. “No sólo ni principalmente por razones históricas. Lo
está también –explicó- por la influencia que su vida y escritos obran en los
corazones de tantos fieles de esta Archidiócesis. Y por el bien espiritual y
social que hacen tantas iniciativas que a él deben su primera inspiración.” Y
concluyó afirmando que “el beato del Portillo, nacido aquí, es particularmente
nuestro, y nos bendice especialmente desde el cielo”. Como “Iglesia diocesana
–añadió- nos enorgullecemos de su fiel ayuda a san Josemaría en la difusión del
mensaje del Opus Dei por todo el mundo y de su contribución al Concilio
Vaticano II”.
PALABRAS DEL PRELADO DEL OPUS DEI AL TERMINAR LA BEATIFICACION
Al finalizar esta solemne
celebración, deseo manifestar mi más hondo agradecimiento a la Santísima
Trinidad por el don que hoy ha hecho a toda la Iglesia. La elevación a los
altares de don Álvaro del Portillo, sucesor de san Josemaría Escrivá de
Balaguer, nos recuerda de nuevo la llamada universal a la santidad, proclamada
con gran fuerza por el Concilio Vaticano II. La trayectoria terrena del beato
Álvaro nos muestra que el cumplimiento cabal de los propios deberes marca el
camino de la santificación personal, la senda que conduce a la plena unión con
Dios, a la que todos debemos aspirar.
Doy gracias también a la
Santísima Virgen, de cuya mediación materna nos llegan todos los dones del
Cielo. Ruego a la Madre de Dios y Madre nuestra que siga intercediendo por
todos, por cada una y por cada uno, para que recorramos hasta el final nuestra senda
de santificación. Le suplicamos de modo particular por las hermanas y los
hermanos nuestros que, en diversas partes del mundo, sufren persecución e
incluso martirio a causa de la fe.
Mi gratitud se dirige también al
Santo Padre Francisco por su paternal mensaje, por su cercanía y por sus claros
consejos para la lucha espiritual de los cristianos. Con honda gratitud me
dirijo al Cardenal Angelo Amato, Prefecto de la Congregación de las Causas de
los Santos, que, en nombre del Papa, con tanta dignidad y afecto ha procedido a
la beatificación. Pido a todos que este agradecimiento se manifieste en una
oración diaria, constante, esforzada, por la Persona y las intenciones del
Romano Pontífice, por los Obispos y sacerdotes. Tengamos muy presente la
inminente Asamblea del Sínodo de los Obispos. Supliquemos al Espíritu Santo que
ilumine a los Padres sinodales en sus reflexiones, para el bien de la Iglesia y
de las almas.
Me considero deudor de especial
agradecimiento a Benedicto XVI, que abrió el camino de esta beatificación con
el reconocimiento de las virtudes heroicas de don Álvaro; también al Cardenal
Antonio María Rouco, Arzobispo de Madrid, que con tanto interés ha seguido el
iter de la Causa a lo largo de estos años. Agradezco, en fin la presencia de tantos
Cardenales, Obispos y sacerdotes. Para todos, la beatificación de don Álvaro
del Portillo tiene un significado especial por la fidelidad con que vivió su
servicio directo de la Iglesia, a lo largo de muchos años. No olvido, además,
que es uno de los colaboradores del Papa en la Curia Romana que, habiendo
participado activamente en el Concilio Vaticano II, ha sido declarado Beato.
Imagino la alegría —parte de la
gloria accidental— que tendrán en el Cielo los santos Pontífices Juan XXIII y
Juan Pablo II, y el próximo beato Pablo VI, a quienes don Álvaro sirvió con
fidelidad plena y trató con afecto filial. Y me agrada muy de veras pensar
especialmente en el gozo de san Josemaría Escrivá de Balaguer, al ver que este
hijo suyo fidelísimo ha sido propuesto como intercesor y ejemplo a todos los
fieles.
Doy las más expresivas gracias a
los componentes del coro y de la orquesta, que nos han ayudado a vivir más a
fondo la sagrada liturgia, y a todos los presentes: con vuestras respuestas y
vuestros cantos habéis entonado una magnífica sinfonía dirigida al Cielo.
Nunca acabaría de manifestar mi
gratitud a quienes ha dedicado horas y horas de trabajo alegre para preparar la
celebración. Un agradecimiento particular para los profesionales de los medios
de comunicación, que han hecho posible que tantas personas en todo el mundo
hayan podido participar desde sus países en esta ceremonia.
Gracias también muy especialmente
a los que han preparado —con su oración y su sacrificio— los abundantes frutos
espirituales de estos días. Concretamente a los enfermos y a quienes, por
diversos motivos, no han podido acompañarnos físicamente. Sin embargo,
espiritualmente, han estado muy unidos a nosotros, con el ofrecimiento de sus
enfermedades o de sus ocupaciones. A todos, ¡muchas gracias! Y que el ejemplo y
la intercesión del nuevo beato nos impulsen a recorrer sin tregua, llenos de la
alegría cristiana, la senda de la santidad.