— La paciencia, parte de la virtud de la fortaleza.
— Paciencia con nosotros mismos, con los demás y en las contrariedades de la vida corriente.
— Pacientes y constantes en el apostolado.
I. Los textos de la Misa de hoy, cuando ya faltan pocos días para que termine el año litúrgico, recogen una parte del discurso del Señor en el que hace referencia a los acontecimientos finales de la historia. En esta larga alocución se entremezclan diversas cuestiones relacionadas entre sí: la destrucción de Jerusalén –ocurrida cuarenta años después–, el final del mundo y la segunda venida de Cristo, llena de gloria y majestad. Jesús anuncia también las persecuciones que sufrirá la Iglesia y las tribulaciones de sus discípulos. Este es el pasaje que nos propone el Evangelio de la Misa1, al final del cual el Señor nos exhorta a la paciencia, a la perseverancia, a pesar de los obstáculos que se puedan presentar: In patientia vestra possidebitis animas vestras, con vuestra paciencia salvaréis vuestras almas.
Los Apóstoles recordarían más tarde la advertencia del Señor: No es el siervo mayor que su señor. Si me han perseguido a Mí también a vosotros os perseguirán2. Con todo, estas tribulaciones no escapan a la Providencia divina. Dios las permite porque serán ocasión de bienes mayores. La Iglesia se enriqueció en el amor a Dios y salió siempre vencedora y fortalecida en todas sus adversidades, como lo había anunciado el Señor: en el mundo tendréis grandes tribulaciones; pero tened confianza, Yo he vencido al mundo3.
En este caminar en que consiste la vida vamos a sufrir pruebas diversas, unas que parecen grandes y otras de poco relieve, en las cuales el alma debe salir fortalecida, con la ayuda de la gracia. Estas contradicciones vendrán unas veces de fuera, con ataques directos o velados, de quienes no comprenden la vocación cristiana, de un ambiente paganizado adverso o de quienes expresan una verdadera oposición a todo lo que a Dios se refiere; en otras ocasiones, surgirán de las limitaciones propias de la naturaleza humana, que no permiten, ¡tantas veces!, alcanzar un objetivo si no es a base de un empeño continuado, de sacrificio, de tiempo... Pueden venir dificultades económicas, familiares...; pueden llegar la enfermedad, el cansancio, el desaliento... La paciencia es necesaria para perseverar, para estar alegres por encima de cualquier circunstancia; esto será posible porque tenemos la mirada puesta en Cristo, que nos alienta a seguir adelante, sin fijarnos demasiado en lo que querría quitarnos la paz. Sabemos que, en todas las situaciones, la victoria está de nuestra parte.
La paciencia, según San Agustín, es «la virtud por la que soportamos con ánimo sereno los males». Y añadía: «no sea que por perder la serenidad del alma abandonemos bienes que nos han de llevar a conseguir otros mayores»4. Esta virtud lleva a soportar con buen ánimo, por amor a Dios, sin quejas, los sufrimientos físicos y morales de la vida. Frecuentemente tendremos que ejercerla sobre todo en lo ordinario, quizá en cosas que parecen triviales: un defecto que no se acaba de vencer, aceptar que las cosas no salgan como nosotros querríamos, los imprevistos que surgen, el carácter de una persona con la que hemos de convivir en el trabajo, gentes bien dispuestas pero que no entienden, aglomeraciones en el tráfico, retraso de los medios públicos de transporte, llamadas imprevistas que impiden terminar el trabajo a su hora, olvidos... Son ocasiones para afirmar la humildad, para hacer más fina la caridad.
II. La paciencia es una virtud bien distinta de la mera pasividad ante el sufrimiento; no es un no reaccionar, ni un simple aguantarse: es parte de la virtud de la fortaleza, y lleva a aceptar con serenidad el dolor y las pruebas de la vida, grandes o pequeñas, como venidos del amor de Dios. Identificamos entonces nuestra voluntad con la del Señor, y eso nos permite mantener la fidelidad en medio de las persecuciones y pruebas, y es el fundamento de la grandeza de ánimo y de la alegría de quien está seguro de recibir unos bienes futuros mayores5.
Son diversos los campos en los que el cristiano debe ejercitar esta virtud. En primer lugar consigo mismo, puesto que es fácil desalentarse ante los propios defectos que se repiten una y otra vez, sin lograr superarlos del todo. Es necesario saber esperar y luchar con perseverancia, convencidos de que, mientras nos mantengamos en el combate, estamos amando a Dios. La superación de un defecto o la adquisición de una virtud, de ordinario, no se logra a base de violentos esfuerzos, sino de humildad, de confianza en Dios, de petición de más gracias, de una mayor docilidad. San Francisco de Sales afirmaba que es necesario tener paciencia con todo el mundo, pero, en primer lugar, con uno mismo6.
Paciencia también con quienes nos relacionamos más a menudo, sobre todo si, por cualquier motivo, hemos de ayudarles en su formación, en su enfermedad... Hay que contar con los defectos de las personas que tratamos –muchas veces están luchando con empeño por superarlos–, quizá con su mal genio, con faltas de educación, suspicacias... que, sobre todo cuando se repiten con frecuencia, podrían hacernos faltar a la caridad, romper la convivencia o hacer ineficaz nuestro interés en socorrerles. La caridad nos ayudará a ser pacientes, sin dejar de corregir cuando sea el momento más indicado y oportuno. Esperar un tiempo, sonreír, dar una buena contestación ante una impertinencia puede hacer que nuestras palabras lleguen al corazón de esas personas, y siempre llegan al Corazón del Señor, que nos mirará con especial aprecio y amistad.
Paciencia con aquellos acontecimientos que llegan y que nos son contrarios: la enfermedad, la pobreza, el excesivo calor o frío..., los diversos infortunios que se presentan en un día corriente: el teléfono que no funciona o no deja de comunicar, el excesivo tráfico que nos hace llegar tarde a una cita importante, el olvido del material de trabajo, una visita que se presenta en el momento menos oportuno... Son las adversidades, quizá no muy trascendentales, que nos llevarían a reaccionar quizá con falta de paz. Ahí nos espera el Señor; en esos pequeños sucesos se ha de poner la paciencia, manifestación del ánimo fuerte de un cristiano que ha aprendido a santificar todas las menudas incidencias de un día cualquiera.
III. Caritas patiens est7, la caridad está llena de paciencia. Y al mismo tiempo esta virtud es el gran soporte de la caridad, sin el cual no podría subsistir8. Para el apostolado, singular manifestación de la caridad, la paciencia es absolutamente imprescindible. El Señor quiere que tengamos la calma del sembrador que echa su semilla sobre el terreno que ha preparado previamente y sigue los ritmos de la estaciones, esperando el momento oportuno, sin desánimos, con la confianza puesta en que aquel pequeño tallo que acaba de aparecer será un día espiga granada.
El Señor nos da ejemplo de una paciencia indecible. De las muchedumbres que se le acercan dice en ocasiones que viendo no miran, y oyendo no escuchan, ni entienden9; a pesar de todo le vemos incansable en su predicación y dedicación a las gentes, recorriendo siempre los caminos de Palestina. Ni siquiera los Doce que le acompañan en todo momento demuestran un gran aprovechamiento: aún tengo muchas cosas que enseñaros -les dice la víspera de su partida-, pero por ahora no podéis comprenderlas10. El Señor contaba con sus defectos, con su manera de ser, y no se desalienta. Más tarde, cada uno a su manera, será un testigo fiel de Cristo y del Evangelio.
La paciencia y la constancia son imprescindibles en esta labor que, en colaboración con el Espíritu Santo, hemos de llevar a cabo en nuestra propia alma y en las de nuestros amigos y familiares que queremos acercar al Señor. La paciencia va de la mano de la humildad, se acomoda al ser de las cosas y respeta el tiempo y el momento de las mismas, sin romperlas; cuenta con las limitaciones propias y las de los demás. «Un cristiano que viva la virtud recia de la paciencia, no se desconcertará al advertir que quienes le rodean dan muestra de indiferencia por las cosas de Dios. Sabemos que hay hombres que, en las capas subterráneas, guardan –como en la bodega los buenos vinos– unas ansias incontenibles de Dios que tenemos el deber de desenterrar. Ocurre, sin embargo, que las almas –la nuestra también– tienen sus ritmos de tiempo, su hora, a la que hay que acomodarse como el labrador a las estaciones y al terruño. ¿No ha dicho el Maestro que el reino de Dios es semejante a un amo que salió a distintas horas del día a contratar obreros a su viña (Mt 20, 1-7)?»11. ¿Y cómo no vamos a ser pacientes con los demás, si el Señor ha derrochado tanta paciencia con nosotros y sigue haciéndolo? Caritas omnia suffert, omnia credit, omnia sperat, omnia sustinet12, la caridad a todo se acomoda, cree todo, todo lo espera y todo lo soporta, enseñó San Pablo. Y también lo escribió para nosotros. Si tenemos paciencia, seremos fieles, salvaremos nuestras almas y también las de muchos otros que la Virgen Nuestra Madre pone constantemente en nuestro camino,
1 Lc 21, 12-19. — 2 Jn 15, 20. — 3 Jn 16, 33. — 4 San Agustín, Sobre la paciencia, 2. — 5 Cfr. Santo Tomás,Comentario a la Epístola a los Hebreos, 10, 35. — 6 Cfr. San Francisco de Sales, Epistolario, frag. 139, enObras selectas de..., p. 774. — 7 1 Cor 13, 4. — 8 Cfr. San Cipriano, Sobre el bien de la paciencia, 15, en Folletos M. C., nº 321. — 9 Mt 13, 13. — 10 Jn 16, 12. — 11 J. L. R. Sánchez de Alva, El Evangelio de San Juan, Palabra. 3ª ed., Madrid 1987, nota 4, 1-44. — 12 1 Cor 13, 7.