Según una antigua tradición, los cristianos recuerdan en este día fiesta
de la Virgen de los Dolores “los siete
dolores de la Virgen”: momentos en que, perfectamente unida a su Hijo Jesús,
pudo compartir de modo singular la profundidad de dolor y de amor de su
sacrificio. Hoy te ofrecemos para tu rato de oración, una selección de textos
de san Josemaría acerca de cada uno de los dolores.
Primer dolor: la profecía de Simeón:
Cumplidos los días de su
purificación, según la Ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo
al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será
consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos
pichones, según lo ordenado en la ley del Señor.
Había por entonces en Jerusalén
un hombre llamado Simeón; este hombre justo y piadoso, esperaba la consolación de
Israel, y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el
Espíritu Santo que no moriría antes de ver al Cristo del Señor. Movido por el
Espíritu Santo vino al Templo; y al introducir sus padres al niño Jesús para
cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, lo tomó en sus brazos y bendijo a
Dios diciendo: “Ahora, Señor, ya puedes dejar que tu siervo se vaya en paz,
según tu palabra, porque mis ojos han visto tu salvación, la que has preparado
ante la faz de todos los pueblos, luz para revelación de los gentiles y gloria
de tu pueblo, Israel”.
Su padre y su madre estaban
admirados por las cosas que se decían de él. Simeón los bendijo y dijo a María,
su madre: “Mira, éste ha sido destinado para ser caída y resurrección de muchos
en Israel, y como signo de contradicción –y a ti misma una espada te atravesará
el alma-, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones” (Lc 2,
22-35).
Nuestra Señora oye con atención
lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego,
se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: he aquí la esclava del
Señor, hágase en mí según tu palabra. ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra
de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es
servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos
la libertad de los hijos de Dios./ Es Cristo que pasa, 173
Maestra de caridad. Recordad
aquella escena de la presentación de Jesús en el templo. El anciano Simeón
"aseguró a María, su Madre: mira, este niño está destinado para ruina y
para resurrección de muchos en Israel y para ser el blanco de la contradicción;
lo que será para ti misma una espada que traspasará tu alma, a fin de que sean
descubiertos los pensamientos ocultos en los corazones de muchos". La
inmensa caridad de María por la humanidad hace que se cumpla, también en Ella,
la afirmación de Cristo: "nadie tiene amor más grande que el que da su
vida por sus amigos".
Con razón los Romanos Pontífices
han llamado a María Corredentora: "de tal modo, juntamente con su Hijo
paciente y muriente, padeció y casi murió; y de tal modo, por la salvación de
los hombres, abdicó de los derechos maternos sobre su Hijo, y le inmoló, en
cuanto de Ella dependía, para aplacar la justicia de Dios, que puede con razón
decirse que Ella redimió al género humano juntamente con Cristo". Así
entendemos mejor aquel momento de la Pasión de Nuestro Señor, que nunca nos
cansaremos de meditar: stabat autem iuxta crucem Iesu mater eius, estaba junto
a la cruz de Jesús su Madre. / Amigos de Dios, 287
Segundo dolor: La huida a Egipto :
Después de haberse marchado, un
ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al
niño y a su madre, y huye a Egipto; quédate allí hasta que te avise, porque
Herodes va a buscar al niño para acabar con él”. Él se levantó, tomó al niño y
a su madre, de noche y se fue a Egipto. Allí estuvo hasta la muerte de Herodes,
para que se cumpliera lo que anunció el Señor por el profeta al decir: “De
Egipto llamé a mi hijo” (Mt 2, 13-15).
María cooperó con su caridad para
que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella Cabeza de la que es
efectivamente madre según el cuerpo. Como Madre, enseña; y, también como Madre,
sus lecciones no son ruidosas. Es preciso tener en el alma una base de finura,
un toque de delicadeza, para comprender lo que nos manifiesta, más que con
promesas, con obras.
Maestra de fe. ¡Bienaventurada
tú, que has creído!, así la saluda Isabel, su prima, cuando Nuestra Señora sube
a la montaña para visitarla. Había sido maravilloso aquel acto de fe de Santa
María: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. En el
Nacimiento de su Hijo contempla las grandezas de Dios en la tierra: hay un coro
de ángeles, y tanto los pastores como los poderosos de la tierra vienen a
adorar al Niño. Pero después la Sagrada Familia ha de huir a Egipto, para
escapar de los intentos criminales de Herodes. Luego, el silencio: treinta
largos años de vida sencilla, ordinaria, como la de un hogar más de un pequeño
pueblo de Galilea.
El Santo Evangelio, brevemente,
nos facilita el camino para entender el ejemplo de Nuestra Madre: María
conservaba todas estas cosas dentro de sí, ponderándolas en su corazón.
Procuremos nosotros imitarla, tratando con el Señor, en un diálogo enamorado,
de todo lo que nos pasa, hasta de los acontecimientos más menudos. No olvidemos
que hemos de pesarlos, valorarlos, verlos con ojos de fe, para descubrir la
Voluntad de Dios.
Si nuestra fe es débil, acudamos
a María. Cuenta San Juan que por el milagro de las bodas de Caná, que Cristo
realizó a ruegos de su Madre, creyeron en El sus discípulos. Nuestra Madre
intercede siempre ante su Hijo para que nos atienda y se nos muestre, de tal
modo, que podamos confesar: Tú eres el Hijo de Dios. /Amigos de Dios, 284-285
Tercer dolor: Jesús perdido en el Templo :
Sus padres iban todos
los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua. Y cuando tuvo doce años,
subieron a la fiesta como era su costumbre. Pasados aquellos días, al regresar,
el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que sus padres lo advirtieran.
Pensando que iba en la caravana, anduvieron una jornada buscándolo entre sus
parientes y conocidos; pero, al no encontrarlo, regresaron a Jerusalén en su
busca. Al cabo de tres días lo encontraron en el Templo, sentado en medio de
los doctores, escuchándoles y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían
estaban asombrados de su sabiduría y de sus respuestas. Al verlo se
maravillaron y su madre le dijo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira cómo
tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando”. Y él les dijo: “¿Por qué me
buscabais? ¿no sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?” Pero ellos
no comprendieron la respuesta que les dio (Lc 2, 41-50).
El Evangelio de la Santa Misa nos
ha recordado aquella escena conmovedora de Jesús, que se queda en Jerusalén
enseñando en el templo. María y José anduvieron la jornada entera, preguntando
a los parientes y conocidos. Pero, como no lo hallasen, volvieron a Jerusalén
en su busca. La Madre de Dios, que buscó afanosamente a su hijo, perdido sin
culpa de Ella, que experimentó la mayor alegría al encontrarle, nos ayudará a
desandar lo andado, a rectificar lo que sea preciso cuando por nuestras
ligerezas o pecados no acertemos a distinguir a Cristo. Alcanzaremos así la
alegría de abrazarnos de nuevo a Él, para decirle que no lo perderemos
más. /Amigos de Dios, 278
¿Dónde está Jesús? —Señora: ¡el
Niño!... ¿dónde está?
Llora María. —Por demás hemos
corrido tú y yo de grupo en grupo, de caravana en caravana: no le han visto.
—José, tras hacer inútiles esfuerzos por no llorar, llora también... Y tú... Y
yo.
Yo, como soy un criadito basto,
lloro a moco tendido y clamo al cielo y a la tierra..., por cuando le perdí por
mi culpa y no clamé.
Jesús: que nunca más te pierda...
Y entonces la desgracia y el dolor nos unen, como nos unió el pecado, y salen
de todo nuestro ser gemidos de profunda contrición y frases ardientes, que la
pluma no puede, no debe estampar.
Y, al consolarnos con el gozo de
encontrar a Jesús —¡tres días de ausencia!— disputando con los Maestros de
Israel (Luc., II, 46), quedará muy grabada en tu alma y en la mía la obligación
de dejar a los de nuestra casa por servir al Padre Celestial. (Santo Rosario,
Quinto misterio gozoso)
Cuarto dolor: María encuentra a su Hijo camino del Calvario:
Apenas
se ha levantado Jesús de su primera caída, cuando encuentra a su Madre
Santísima, junto al camino por donde El pasa. Con inmenso amor mira María a
Jesús, y Jesús mira a su Madre; sus ojos se encuentran, y cada corazón vierte
en el otro su propio dolor. El alma de María queda anegada en amargura, en la
amargura de Jesucristo.
¡Oh vosotros cuantos pasáis por
el camino: mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor! (Lam I,12).
Pero nadie se da cuenta, nadie se
fija; sólo Jesús. Se ha cumplido la profecía de Simeón: una espada traspasará
tu alma (Lc II,35).
En la oscura soledad de la
Pasión, Nuestra Señora ofrece a su Hijo un bálsamo de ternura, de unión, de
fidelidad; un sí a la voluntad divina.
De la mano de María, tú y yo
queremos también consolar a Jesús, aceptando siempre y en todo la Voluntad de
su Padre, de nuestro Padre. Sólo así gustaremos de la dulzura de la Cruz de
Cristo, y la abrazaremos con la fuerza del amor, llevándola en triunfo por todos
los caminos de la tierra. Via Crucis, XIV Estación
Quinto dolor: Jesús muere en la Cruz:
Estaban de pie junto a la
Cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María
Magdalena. Viendo Jesús a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba,
dijo a su Madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Ahí
tienes a tu madre”. Y desde aquella hora el discípulo la tomó consigo. Después
de esto, sabiendo Jesús que todo se había consumado, para que se cumpliera la
Escritura, dijo: “Tengo sed”. Había allí un vaso lleno de vinagre; y atando a
una rama de hisopo una esponja empapada en el vinagre, se la acercaron a la
boca. Cuando Jesús tomó el vinagre, dijo: “Todo está consumado”. E inclinado la
cabeza, entregó el espíritu (Jn 19, 25-30).
En el escándalo del Sacrificio de
la Cruz, Santa María estaba presente, oyendo con tristeza a los que pasaban por
allí, y blasfemaban meneando la cabeza y gritando: ¡Tú, que derribas el templo
de Dios, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo!; si eres el hijo de
Dios, desciende de la Cruz. Nuestra Señora escuchaba las palabras de su Hijo,
uniéndose a su dolor: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? ¿Qué
podía hacer Ella? Fundirse con el amor redentor de su Hijo, ofrecer al Padre el
dolor inmenso —como una espada afilada— que traspasaba su Corazón puro.
De nuevo Jesús se siente
confortado, con esa presencia discreta y amorosa de su Madre. No grita María,
no corre de un lado a otro. Stabat: está en pie, junto al Hijo. Es entonces
cuando Jesús la mira, dirigiendo después la vista a Juan. Y exclama: Mujer, ahí
tienes a tu hijo. Después dice al discípulo: ahí tienes a tu Madre. En Juan,
Cristo confía a su Madre todos los hombres y especialmente sus discípulos: los
que habían de creer en El.
Felix culpa, canta la Iglesia,
feliz culpa, porque ha alcanzado tener tal y tan grande Redentor. Feliz culpa,
podemos añadir también, que nos ha merecido recibir por Madre a Santa María. Ya
estamos seguros, ya nada debe preocuparnos: porque Nuestra Señora, coronada
Reina de cielos y tierra, es la omnipotencia suplicante delante de Dios. Jesús
no puede negar nada a María, ni tampoco a nosotros, hijos de su misma Madre. Amigos
de Dios, 288
Sexto dolor: Jesús es bajado de la Cruz y entregado a su Madre:
Al
atardecer, como era la parasceve, esto es, la víspera del sábado, vino José de
Arimatea, miembro ilustre del Sanedrín, que esperaba también el reino de Dios;
y con valentía se llegó hasta Pilato y pidió el cuerpo de Jesús. Pilato se
sorprendió de que ya hubiera muerto y, llamando al centurión, le preguntó si ya
había muerto. Al asegurarse por el centurión, entregó el cuerpo a José. Este
compró una sábana; lo bajó y lo envolvió en la sábana, lo puso en un sepulcro
que estaba excavado en la roca y rodó una piedra a la puerta del sepulcro (Mc
15, 42-46).
Ahora, situados ante ese momento
del Calvario, cuando Jesús ya ha muerto y no se ha manifestado todavía la
gloria de su triunfo, es una buena ocasión para examinar nuestros deseos de
vida cristiana, de santidad; para reaccionar con un acto de fe ante nuestras
debilidades, y confiando en el poder de Dios, hacer el propósito de poner amor
en las cosas de nuestra jornada. La experiencia del pecado debe conducirnos al
dolor, a una decisión más madura y más honda de ser fieles, de identificarnos
de veras con Cristo, de perseverar, cueste lo que cueste, en esa misión
sacerdotal que El ha encomendado a todos sus discípulos sin excepción, que nos
empuja a ser sal y luz del mundo.Es Cristo que pasa, 96
Es la hora de que acudas a tu
Madre bendita del Cielo, para que te acoja en sus brazos y te consiga de su
Hijo una mirada de misericordia. Y procura enseguida sacar propósitos
concretos: corta de una vez, aunque duela, ese detalle que estorba, y que Dios
y tú conocéis bien. La soberbia, la sensualidad, la falta de sentido
sobrenatural se aliarán para susurrarte: ¿eso? ¡Pero si se trata de una
circunstancia tonta, insignificante! Tú responde, sin dialogar más con la
tentación: ¡me entregaré también en esa exigencia divina! Y no te faltará
razón: el amor se demuestra de modo especial en pequeñeces. Ordinariamente, los
sacrificios que nos pide el Señor, los más arduos, son minúsculos, pero tan
continuos y valiosos como el latir del corazón.
Amigos de Dios, 134
Séptimo dolor: Dan sepultura al Cuerpo de Jesús: Después de esto,
José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque en secreto por temos a los
judíos, pidió a Pilato permiso para retirar el Cuerpo de Jesús. Pilato lo
concedió. Fue, pues, y retiró el cuerpo de Jesús. Llegó también Nicodemo –el
que antes había ido a él de noche- trayendo una mezcla de mirra y áloe, como de
unas cien libras. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron con lienzos y
aromas, como acostumbran a sepultar los judíos. Había un huerto en el lugar
donde fue crucificado, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el que todavía
nadie había sido sepultado. Como era la Preparación de los judíos, y por la
proximidad del sepulcro, pusieron allí a Jesús (Jn 19, 38-42).
Vamos a pedir ahora al Señor,
para terminar este rato de conversación con El, que nos conceda repetir con San
Pablo que "triunfamos por virtud de aquel que nos amó. Por lo cual estoy
seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni
virtudes, ni lo presente, ni lo venidero, ni la fuerza, ni lo que hay de más
alto, ni de más profundo, ni cualquier otra criatura podrá jamás separarnos del
amor de Dios, que está en Jesucristo Nuestro Señor".
De este amor la Escritura canta
también con palabras encendidas: las aguas copiosas no pudieron extinguir la
caridad, ni los ríos arrastrarla. Este amor colmó siempre el Corazón de Santa
María, hasta enriquecerla con entrañas de Madre para la humanidad entera. En la
Virgen, el amor a Dios se confunde también con la solicitud por todos sus
hijos. Debió de sufrir mucho su Corazón dulcísimo, atento, hasta los menores
detalles —no tienen vino-, al presenciar aquella crueldad colectiva, aquel
ensañamiento que fue, de parte de los verdugos, la Pasión y Muerte de Jesús.
Pero María no habla. Como su Hijo, ama, calla y perdona. Esa es la fuerza del
amor./ Amigos de Dios, 237