— La unidad entre los cristianos, querida por Cristo, es un don de Dios. Pedirla.
— Lo que rompe la unidad fraterna.
— La caridad une, la soberbia separa. La fraternidad de los primeros cristianos. Evitar lo que pueda dañar la unidad.
I. La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma1. Estas palabras de los Hechos de los Apóstoles son como un resumen de la profunda unidad y del amor fraterno de los primeros cristianos, que tanto llamó la atención de sus conciudadanos. «Los discípulos daban testimonio de la Resurrección no solo con la palabra sino también con sus virtudes»2. Brilla entre ellos la actitud –nacida de la caridad– que busca siempre la concordia.
La unidad de la Iglesia, manifestada desde sus mismos comienzos, es voluntad expresa de Cristo. Él nos habla de un solo pastor3, pone de relieve la unidad de un reino que no puede estar dividido4, de un edificio que tiene un único cimiento5... Esta unidad se fundamentó siempre en la profesión de una sola fe, en la práctica de un mismo culto y en la adhesión profunda a la única autoridad jerárquica, constituida por el mismo Jesucristo. «No hay más que una Iglesia de Jesucristo -enseñaba Juan Pablo II en su catequesis por España-, la cual es como un gran árbol en el que estamos injertados. Se trata de una unidad profunda, vital, que es un don de Dios. No es solamente ni sobre todo unidad exterior, es un misterio y un don (...).
»La unidad se manifiesta, pues, en torno a aquel que, en cada diócesis, ha sido constituido pastor, el obispo. Y en el conjunto de la Iglesia se manifiesta en torno al Papa, sucesor de Pedro»6.
La unidad de fe era entre los primeros cristianos el soporte de la fortaleza y de la vida que se desbordaba hacia afuera. La misma vida cristiana es vivida desde entonces por gentes muy diferentes, cada una con sus peculiares características individuales y sociales, raciales y lingüísticas. Allí donde hubiese cristianos, «participaban, expresaban y transmitían una sola doctrina con la misma alma, con el mismo corazón y con idéntica voz»7.
Los primeros fieles defendieron esta unidad llegando a afrontar persecuciones y el mismo martirio. La Iglesia ha impulsado constantemente a sus hijos a que velen y rueguen por ella. El Señor la pidió en la Última Cena para toda la Iglesia: Ut omnes unum sint... que todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros8.
La unidad es un inmenso bien que debemos implorar cada día, pues todo reino dividido contra sí no permanecerá y toda ciudad o casa dividida contra sí no se mantendrá9. Y comenta San Juan Crisóstomo: «La casa y la ciudad, una vez divididas, se destruyen prontamente; y lo mismo un reino, que es lo más fuerte que existe, siendo la unión de los súbditos la que afirma los reinos y las casas»10. Unidad con el Papa, unidad con los obispos, unidad con nuestros hermanos en la fe y con todos los hombres para atraerlos a la fe de Cristo.
II. «Lo uno –enseña Santo Tomás– no se opone a lo múltiple, sino a la división, y la multitud tampoco excluye la unidad; lo que excluye es la división de cada cosa en sus componentes»11. Divide lo que separa de Cristo: cualquier pecado, aunque esa separación sea más tangible en las faltas de caridad que aíslan de los demás y en las faltas de obediencia a los pastores que Cristo ha constituido para regir la Iglesia. A la unidad no se opone la variedad de caracteres, de razas, de modos de ser... Por eso la Iglesia puede ser católica, universal, y ser una y la misma en cualquier tiempo y lugar. Es «esa unidad interior –afirmaba Pablo VI– (...) lo que le confiere la sorprendente capacidad de reunir a los hombres más diversos respetando, aún más, revalorizando, sus características específicas, con tal de que sean positivas, es decir, verdaderamente humanas; lo que le confiere la capacidad de ser católica, de ser universal»12.
Los Apóstoles y sus sucesores hubieron de sufrir el dolor que provocaban quienes difundían errores y divisiones. «Hablan de paz y hacen la guerra -se dolía San Ireneo-, se tragan el camello y cuelan el mosquito. Las reformas que predican jamás podrán curar los destrozos de la desunión»13.
Los primeros cristianos estaban persuadidos de que si su fe «gozaba de buena salud, no tenían nada que temer»14. Debemos pedir mucho la unidad para toda la Iglesia: que todos seamos uno, que seamos fieles a la fe recibida, que sepamos obedecer prontamente los mandatos y las indicaciones del Romano Pontífice y de los obispos en unión con él.
La unidad está estrechamente ligada a la lucha ascética personal por ser mejores, por estar más unidos a Cristo. «Muy poco podremos hacer en el trabajo por toda la Iglesia (...), si no hemos logrado esta intimidad estrecha con el Señor Jesús: si realmente no estamos con Él y como Él santificados en la verdad; si no guardamos su palabra en nosotros, tratando de descubrir cada día su riqueza escondida»15.
La unidad de la Iglesia, cuyo principio vital es el Espíritu Santo, tiene como punto central a la Sagrada Eucaristía, que es «signo de unidad y vínculo de amor»16. El alejar las discordias y pedir por la unidad «nunca se hace más oportunamente que cuando el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, ofrece el mismo Cuerpo y la misma Sangre de Cristo en el sacramento del pan y del vino»17.
III. San Pablo hace frecuentes llamamientos a la unidad: Os ruego –pide a los cristianos de Éfeso– (...) que viváis una vida digna de la vocación a la que habéis sido llamados, con toda humildad y mansedumbre, con longanimidad, sobrellevándoos unos a otros con caridad, solícitos por conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz.
A continuación hace referencia a una antigua aclamación, posiblemente usada en la liturgia primitiva durante las ceremonias bautismales. En ella se pone de relieve la unidad de la Iglesia, como fruto de la unicidad de la esencia divina. A su vez, las tres personas de la Santísima Trinidad, que actúan en la Iglesia y son causa de su unidad, quedan reflejadas en el texto sagrado18. Siendo un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como habéis sido llamados a una sola esperanza, la de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos: el que es sobre todos los seres, por todos y en todos19.
San Pablo enumera diversas virtudes: humildad, mansedumbre, longanimidad..., manifestaciones diversas de la caridad, que es el vínculo de la unidad en la Iglesia. «El templo del Rey no está arruinado, ni agrietado, ni dividido; el cemento de las piedras vivas es la caridad»20. La caridad une, la soberbia separa.
Los primeros cristianos pusieron de manifiesto su amor a la Iglesia mediante la caridad, que superó todas las barreras sociales, económicas, de raza o cultura. El que tenía bienes materiales los compartía con quienes carecían de ellos21, y todos rezaban unos por otros, animándose a perseverar en la fe de Cristo. Uno de los primeros apologistas, en el siglo ii, describía así el proceder de los primeros cristianos: «se aman unos a otros, no desprecian a las viudas y libran al huérfano de quien le trata con violencia; y el que tiene, da sin envidia al que no tiene...»22.
Sin embargo, la mejor caridad se dirigía a fortalecer en la fe a los hermanos. Las Actas de los Mártires recogen casi en cada página detalles concretos de esta preocupación por la fidelidad de los demás. Verdaderamente «fue con amor como se abrieron paso en aquel mundo pagano y corrompido»23. Amor a los hermanos en la fe y amor a los paganos. También nosotros llevaremos nuestro mundo a Dios, si sabemos imitar a los primeros cristianos en nuestra comprensión y cariño por todos, aunque en ocasiones no sean correspondidos nuestros desvelos y nuestras atenciones por los demás. Y fortaleceremos en la fe a quienes flaquean, con el ejemplo, con la palabra y con nuestro trato siempre amable y acogedor: El hermano ayudado por su hermano es como una ciudad amurallada, enseña la Sagrada Escritura24.
Por amor a la Iglesia, pondremos los medios para no dañar, ni de lejos, la unidad de los cristianos: «Evita siempre la queja, la crítica, las murmuraciones...: evita a rajatabla todo lo que pueda introducir discordia entre hermanos»25. Por el contrario, fomentaremos siempre todo aquello que es ocasión de entendimiento mutuo y de concordia. Si alguna vez no podemos alabar, callaremos26. Y la liturgia pide al Señor: Que sepamos rechazar hoy el pecado de discordia y de envidia27.
Para aprender a vivir bien la unidad dentro de la Iglesia acudimos a nuestra Madre Santa María. «Ella, Madre del Amor y de la unidad, nos une profundamente para que, como la primera comunidad nacida del Cenáculo, seamos un solo corazón y una sola alma. Ella, “Madre de la unidad”, en cuyo seno el Hijo de Dios se unió a la humanidad, inaugurando místicamente la unión esponsalicia del Señor con todos los hombres, nos ayude para ser “uno” y para convertirnos en instrumentos de unidad entre los cristianos y entre todos los hombres»28.