"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

9 de julio de 2015

EL PAPA EN LATINOAMERICA

El papa esta en Latinoamerica y logicamente queremos acompañarle eneste viaje. Hoy en un rato de oración os dejamos con textos de San Josemaría y del actual prelado del Opus Dei con ideas para considerar sobre el papa y la Iglesia.
También tiene al final de este apartado las dos primeras homilias pronunciadas por el papa Francisco en Ecuador

El amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo.
Amar a la Iglesia, 30

Tu más grande amor, tu mayor estima, tu más honda veneración, tu obediencia más rendida, tu mayor afecto ha de ser también para el Vice–Cristo en la tierra, para el Papa. -Hemos de pensar los católicos que, después de Dios y de nuestra Madre la Virgen Santísima, en la jerarquía del amor y de la autoridad, viene el Santo Padre
Forja, 135

Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón.
Camino , 573

Católico, Apostólico, ¡Romano! -Me gusta que seas muy romano. Y que tengas deseos de hacer tu “romería”, videre Petrum, para ver a Pedro.
Camino, 520

Cada día has de crecer en lealtad a la Iglesia, al Papa, a la Santa Sede... Con un amor siempre más ¡teológico!
Surco , 353

Acoge la palabra del Papa, con una adhesión religiosa, humilde, interna y eficaz: ¡hazle eco!
Forja, 133

Que la consideración diaria del duro peso que grava sobre el Papa y sobre los obispos, te urja a venerarles, a quererles con verdadero afecto, a ayudarles con tu oración.
Forja, 136
Magisterio
La fidelidad al Romano Pontífice implica una obligación clara y determinada: la de conocer el pensamiento del Papa, manifestado en Encíclicas o en otros documentos, haciendo cuanto esté de nuestra parte para que todos los católicos atiendan al magisterio del Padre Santo, y acomoden a esas enseñanzas su actuación en la vida.
Forja, 633

Nuestra Santa Madre la Iglesia, en magnífica extensión de amor, va esparciendo la semilla del Evangelio por todo el mundo. Desde Roma a la periferia. Al colaborar tú en esa expansión, por el orbe entero, lleva la periferia al Papa, para que la tierra toda sea un solo rebaño y un solo Pastor: ¡un solo apostolado!
Forja, 638

Ofrece la oración, la expiación y la acción por esta finalidad: «ut sint unum!» –para que todos los cristianos tengamos una misma voluntad, un mismo corazón, un mismo espíritu: para que «omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!» –que todos, bien unidos al Papa, vayamos a Jesús, por María.
Forja, 647

María edifica continuamente la Iglesia, la aúna, la mantiene compacta. Es difícil tener una auténtica devoción a la Virgen, y no sentirse más vinculados a los demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabeza visible, el Papa. Por eso me gusta repetir: omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!, ¡todos, con Pedro, a Jesús por María! Y, al reconocernos parte de la Iglesia e invitados a sentirnos hermanos en la fe, descubrimos con mayor hondura la fraternidad que nos une a la humanidad entera: porque la Iglesia ha sido enviada por Cristo a todas las gentes y a todos los pueblos.
Es Cristo que Pasa, 139

Esta Iglesia Católica es romana. Yo saboreo esta palabra: ¡romana! Me siento romano, porque romano quiere decir universal, católico; porque me lleva a querer tiernamente al Papa, il dolce Cristo in terra como gustaba repetir Santa Catalina de Siena, a quien tengo por amiga amadísima.

Contribuimos a hacer más evidente esa apostolicidad, a los ojos de todos, manifestando con exquisita fidelidad la unión con el Papa, que es unión con Pedro. El amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros un hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo. Si tratamos al Señor en la oración, caminaremos con la mirada despejada que nos permita distinguir, también en los acontecimientos que a veces no entendemos o que nos producen llanto o dolor, la acción del Espíritu Santo.
Amar a la Iglesia, 28

Palabras de  Mons. Javier Echevarría sobre el papa Francisco en una entrevista de prensa:

Cuando el nuevo Papa Francisco habló por primera vez desde el balcón de las bendiciones, mencionó a todas las personas de buena voluntad. Y pensé que, además de los católicos, el Papa lleva el peso, las alegrías y los dolores de toda la humanidad. Por esto, junto a la alegría, sentí también el deseo intenso de que todos recemos por el sucesor de Pedro, y experimenté un afán filial de invitar a la gente a amar al Romano Pontífice.
«Cristo es el centro», dijo a los periodistas en la audiencia del 16 de marzo. Me recordó a lo que nos repetía san Josemaría: «Es de Cristo de quien hemos de hablar, y no de nosotros mismos». Esto nos remite verdaderamente a lo esencial. El Papa Francisco nos habló también de la acción del Espíritu Santo. Resulta necesario leer en esta clave el último cónclave y toda la historia de la Iglesia: desde la fe.

En América Latina se toca el buen espíritu de manifestar la caridad con cariño, con un afecto palpable. Ese calor humano ayuda tantas veces a evitar los prejuicios hacia los demás, a evitar cierta complejidad intelectual que enturbia las relaciones de unos con otros, a forjar relaciones interpersonales verdaderamente humanas. Una manifestación de esta capacidad de amar se traduce en la piedad popular que se mantiene muy viva en tantos países de América, con una devoción a la Madre de Dios que es a la vez tierna y recia, y que entraña una actitud muy enriquecedora para la humanidad entera. Todo esto es un don para la Iglesia.

Esta austeridad es una nota común de los últimos papas –con algunas manifestaciones externas diferentes–, y también de una gran mayoría de sacerdotes, que tienen lo justo para vivir, y muchos ni siquiera esto. Como usted dice, se trata de un estereotipo. Le contaré de un cardenal que vino una vez a la Pontificia Universidad de la Santa Cruz; entre una actividad y otra, a las 5 de la tarde, hubo un «coffee break». Mientras tomaba algo, comentó: «Sabe usted, es que esta noche no ceno, no tengo a nadie que me ayude a preparar una cena». No se repite este caso en todos, pero los ejemplos podrían multiplicarse.

La falta de bienes materiales, como decía san Bernardo, no supone en sí una virtud, sino que esa virtud consiste en amar la pobreza, que también se percibe por esos gestos de renuncia. Esta disposición resulta más hacedora cuando la persona sabe prescindir de bienes superfluos, y está desprendida de lo que tiene. Ciertamente, como decía san Josemaría, la pobreza trae para el hombre un tesoro en la tierra y, a este propósito, ponía como modelo a esos padres de familia numerosa que, en su esfuerzo por sacar adelante a los suyos con amor, renuncian con gusto a tantas cosas personales. Se nos presenta, por tanto, como una virtud para amar –así nos lo ha enseñado Jesús–, y está incluida en la caridad. A la vez, hemos de hacer todo lo posible para aliviar el sufrimiento causado por las injusticias personales y sociales, y veo muy natural que en ocasiones nos invada incluso la impaciencia ante tantas injusticias que desearíamos resolver.

El lema del cardenal Bergoglio ha sido «miserando et eligendo». Viene de un texto de san Beda el Venerable, que leemos cada año en la Liturgia de las horas. Se trata de un comentario a la llamada de Mateo. Jesús tenía piedad, misericordia, y a la vez llamaba a sus discípulos a seguirle. La vocación contiene una prueba de amor: nace del corazón divino lleno de misericordia. San Beda comenta que Jesús vio «más con la mirada interna de su corazón que con sus ojos corporales».

San Josemaría, con el mensaje recibido de Dios, vino a recordar que todos estamos llamados a la santidad, y solía comentar: «Que yo vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma». Pienso que la urgencia de evangelizar –siempre actual en la Iglesia– se manifiesta en una invitación para mirar a las gentes, a todos, con visión apostólica, con misericordia y con cariño, con el deseo de ayudarlos a recibir el gran don del conocimiento de Cristo y de su amor.

El espíritu del Opus Dei impulsa a los fieles de la Prelatura –sacerdotes y laicos– a tomar conciencia de que en la vida ordinaria, en el mundo de las profesiones, en la familia, en las relaciones sociales, hemos de afanarnos para descubrir que los demás nos necesitan, no porque seamos mejores, sino porque somos hermanos. Como dijo san Josemaría, precisamente durante una catequesis en Buenos Aires, «cuando trabajáis y ayudáis a vuestro amigo, a vuestro colega, a vuestro vecino de modo que no lo note, le estáis curando; sois Cristo que sana, sois Cristo que convive sin hacer ascos con quienes necesitan la salud, como nos puede suceder a nosotros un día cualquiera».
Todo esto significa también llevar y amar la cruz, de la que habló también el Papa Francisco en su primera homilía. Y, como predicaba el cardenal Bergoglio en su homilía en la última Misa crismal, hay que tener «paciencia con la gente» al enseñar, explicar, escuchar, contando siempre con la gracia del Espíritu Santo.

Bergoglio, ante la tumba de San Josemaría

¿Conoce Javier Echevarría al actual Papa? «Lo encontré en distintas ocasiones, aquí en Roma (por ejemplo, en varias asambleas del Sínodo de obispos) y en Buenos Aires. Es una persona afectuosa, un sacerdote a la vez austero y sonriente. Cercano a los enfermos y a los necesitados tanto material como espiritualmente. Posee una fuerte personalidad. Sabe con claridad de hijo de Dios lo que quiere y lo que no quiere. De todos es conocido que siempre pide oraciones por sí mismo, y que reza mucho por los demás», asegura el prelado del Opus Dei, que revela un detalle: «En una ocasión vino a esta casa, hace ya unos años, para visitar la tumba de san Josemaría, que se encuentra en la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz. El cardenal Bergoglio permaneció de rodillas unos 45 minutos. Su capacidad de rezar –sin prisa– es un ejemplo para todos, porque en la oración el cristiano encuentra también la luz y el consuelo del Señor».

TEXTO DEL PAPA FRANCISCO AL LLEGAR A LATINO AMERICA EN SU VIAJE A ECUADOR BOLIVIA Y PARAGUAY

Doy gracias a Dios por haberme permitido volver a América Latina y estar hoy aquí con ustedes, en esta hermosa tierra del Ecuador. Siento alegría y gratitud al ver la calurosa bienvenida que me brindan: es una muestra más del carácter acogedor que tan bien define a las gentes de esta noble Nación.

Le agradezco, Señor Presidente, sus palabras, le agradezco sus palabras en consonancia con mi pensamiento, me ha citado demasiado, gracias; a las que correspondo con mis mejores deseos para el ejercicio de su misión que pueda lograr o que quiere para el bien de su pueblo. Saludo cordialmente a las distinguidas autoridades del Gobierno, a mis hermanos Obispos, a los fieles de la Iglesia en el país y a todos aquellos que me abren hoy las puertas de su corazón, de su hogar y de su Patria. A todos ustedes mi afecto y sincero reconocimiento.

Visité Ecuador en distintas ocasiones por motivos pastorales; así también hoy, vengo como testigo de la misericordia de Dios y de la fe en Jesucristo. La misma fe que durante siglos ha modelado la identidad de este pueblo y dado tan buenos frutos, entre los que se destacan figuras preclaras como Santa Mariana de Jesús, el Santo hermano Miguel Febres, Santa Narcisa de Jesús o la Beata Mercedes de Jesús Molina, beatificada en Guayaquil hace treinta años durante la visita del Papa San Juan Pablo II. Ellos vivieron la fe con intensidad y entusiasmo, y practicando la misericordia contribuyeron, desde distintos ámbitos, a mejorar la sociedad ecuatoriana de su tiempo.

En el presente, también nosotros podemos encontrar en el Evangelio las claves que nos permitan afrontar los desafíos actuales, valorando las diferencias, fomentando el diálogo y la participación sin exclusiones, para que los logros y el progreso y todo este progreso en desarrollo que se están consiguiendo y se consoliden y garanticen un futuro mejor para todos, poniendo una especial atención en nuestros hermanos más frágiles y en las minorías más vulnerables. Para esto, Señor Presidente, podrá contar siempre con el compromiso y la colaboración de la Iglesia. Para servir a este pueblo ecuatoriano que se ha puesto de pie con dignidad.

Amigos todos, comienzo con ilusión y esperanza los días que tenemos por delante.
En Ecuador está el punto más cercano al espacio exterior: es el Chimborazo, llamado por eso al lugar ‘más cercano al sol’, a la luna y las estrellas. Nosotros, los cristianos, identificamos a Jesucristo con el sol, y a la luna con la Iglesia y la Luna no tiene luz propia y si la Luna se esconde del Sol se vuelve oscura. El Sol es Jesucristo y si la Iglesia se aparta o se esconde de Jesucristo se vuelve oscura y no da testimonio. Que estos días se nos haga más evidente a todos la cercanía ‘del sol que nace de lo alto’, y que seamos reflejo de su luz, de su amor.

Desde aquí quiero abrazar al Ecuador entero. Que desde la cima del Chimborazo, hasta las costas del Pacífico; desde la selva amazónica, hasta las Islas Galápagos, nunca pierdan la capacidad de dar gracias a Dios por lo que hizo y hace por ustedes, la capacidad de proteger lo pequeño y lo sencillo, de cuidar de sus niños y ancianos, que son la memoria de su pueblo, de confiar en la juventud, y de maravillarse por la nobleza de su gente y la belleza singular de su País, que según el señor Presidente es el paraíso.

Que el Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María, a quienes Ecuador ha sido Consagrado, derramen sobre ustedes su gracia y bendición. Muchas gracias.

HOMILIA EN LA SANTA MISA EN GUAYAQUIL

El pasaje del Evangelio que acabamos de escuchar es el primer signo portentoso que se realiza en la narración del Evangelio de Juan. La preocupación de María, convertida en súplica a Jesús: «No tienen vino» le dijo y la referencia a «la hora» se comprenderá, después en los relatos de la Pasión. Está bien que sea así, porque eso nos permite ver el afán de Jesús por enseñar, acompañar, sanar y alegrar desde ese clamor de su madre: «No tienen vino». 

Las bodas de Caná se repiten con cada generación, con cada familia, con cada uno de nosotros y nuestros intentos por hacer que nuestro corazón logre asentarse en amores duraderos, en amores fecundos y en amores alegres. Demos un lugar a María, «la madre» como lo dice el evangelista. Hagamos con ella, ahora, el itinerario de Caná.

María está atenta, atenta en esas bodas ya comenzadas, es solícita a las necesidades de los novios. No se ensimisma, no se enfrasca en su mundo, su amor la hace «ser hacia» los otros, tampoco busca a las amigas para comentar lo que está pasando y criticar, la mala preparación de las bodas y como está atenta con su discreción se da cuenta de que falta el vino. El vino es signo de alegría, de amor, de abundancia. Cuántos de nuestros adolescentes y jóvenes perciben que en sus casas hace rato que ya no hay de ese vino. Cuánta mujer sola y entristecida se pregunta cuándo el amor se fue, cuándo el amor se escurrió de su vida.

Cuántos ancianos se sienten dejados fuera de la fiesta de sus familias, arrinconados y ya sin beber del amor cotidiano de sus hijos, de sus nietos, de sus bisnietos. También la carencia de ese vino puede ser el efecto de la falta de trabajo, de las enfermedades, de situaciones problemáticas que nuestras familias en todo el mundo atraviesan. María no es una madre «reclamadora», tampoco es una suegra que vigila para solazarse de nuestras impericias, de nuestros errores o desatenciones. ¡María simplemente es madre!: Ahí está, atenta y solícita.

Es lindo escuchar esto, María es Madre, ¿se animan a decirlo todos juntos conmigo? ¡Vamos!: María es Madre. Otra vez: María es Madre, otra vez: María es Madre. Pero María, en ese momento que se percata que falta el vino acude con confianza a Jesús, esto significa que María reza. Va a Jesús, reza. No va al mayordomo; directamente le presenta la dificultad de los esposos a su Hijo. La respuesta que recibe parece desalentadora: «¿Qué podemos hacer tú y yo? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2,4). Pero, entre tanto, ya ha dejado el problema en las manos de Dios. Su apuro por las necesidades de los demás apresura la «hora» de Jesús. Y María es parte de esa hora, desde el pesebre a la cruz.

Ella que supo «transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura» (Evangelii gaudium, 286) y nos recibió como hijos cuando una espada le atravesaba el corazón, a su Hijo, Ella  nos enseña a dejar nuestras familias en manos de Dios; nos enseña a rezar, encendiendo la esperanza que nos indica que nuestras preocupaciones también son preocupaciones de Dios. 

Y rezar siempre nos saca del perímetro de nuestros desvelos, nos hace trascender lo que nos duele, lo que nos agita o lo que nos falta a nosotros mismos y nos ayuda a ponernos en la piel de los otros, a ponernos en sus zapatos. La familia es una escuela donde la oración también nos recuerda que hay un nosotros, que hay un prójimo cercano, patente: que vive bajo el mismo techo y que comparte la vida y está necesitado.
 
Y finalmente, María actúa. Las palabras «Hagan lo que Él les diga» (v. 5), dirigidas a los que servían, son una invitación también a nosotros, a ponernos a disposición de Jesús, que vino a servir y no a ser servido. El servicio es el criterio del verdadero amor. El que ama sirve, se pone al servicio de los demás Y esto se aprende especialmente en la familia, donde nos hacemos, por amor, servidores unos de otros.
En el seno de la familia, nadie es descartado, todos valen lo mismo, me acuerdo que una vez a mi mamá le preguntaron: ¿A cuál de sus cinco hijos (nosotros somos cinco hermanos), a cuál de sus cinco hijos quería más? Y ella dijo: “como los dedos, si me pinchan este, me duele lo mismo que si me pinchan este una madre quiere a sus hijos como son y en una familia los hermanos se quieren como son nadie es descartado, allí en la familia «se aprende a pedir permiso sin avasallar, a decir “gracias” como expresión de una sentida valoración de las cosas que recibimos, a dominar la agresividad o la voracidad, y allí se aprende también a pedir perdón cuando hacemos algún daño y nos peleamos, porque en toda familia hay peleas el problema es después pedir perdón.

Estos pequeños gestos de sincera cortesía ayudan a construir una cultura de la vida compartida y del respeto a lo que nos rodea» (Laudato si’, 213).

La familia es el hospital más cercano, cuando uno está enfermo lo cuidan ahí mientras se puede, la familia es la primera escuela de los niños, es el grupo de referencia imprescindible para los jóvenes, es el mejor asilo para los ancianos. La familia constituye la gran «riqueza social», que otras instituciones no pueden sustituir, que debe ser ayudada y potenciada, para no perder nunca el justo sentido de los servicios que la sociedad presta a sus ciudadanos.

En efecto, estos servicios que la sociedad presta a los ciudadanos, estos no son una forma de limosna, sino una verdadera «deuda social» respecto a la institución familiar, que es la base y la que tanto aporta al bien común de todos.  La familia también forma una pequeña Iglesia, la llamamos «Iglesia doméstica» que, junto con la vida, encauza la ternura y la misericordia divina.

En la familia la fe se mezcla con la leche materna: experimentando el amor de los padres se siente más cercano el amor de Dios.  Y en la familia y de esto todos somos testigos los milagros se hacen con lo que hay, con lo que somos, con lo que uno tiene a mano y muchas veces no es el ideal, no es lo que soñamos, ni lo que «debería ser». Hay un detalle que nos tiene que hacer pensar: el vino nuevo ese vino tan nuevo que dice el Mayordomo en las bodas de Caná nace de las tinajas de purificación, es decir, del lugar donde todos habían dejado su pecado, nacen de lo peorcito porque «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20).

y en la familia de cada uno de nosotros y en la familia común que formamos todos, nada se descarta, nada es inútil. Poco antes de comenzar el Año Jubilar de la Misericordia, la Iglesia celebrará el Sínodo Ordinario dedicado a las familias, para madurar un verdadero discernimiento espiritual y encontrar soluciones y ayudas concretas a las muchas dificultades e importantes desafíos que la familia hoy debe afrontar. Les invito a intensificar su oración por esta intención, para que aun aquello que nos parezca impuro, el agua de las tinajas, nos escandalice o espante, Dios –haciéndolo pasar por su «hora»– lo pueda transformar en milagro. 

La familia hoy necesita de este milagro. Y toda esta historia comenzó porque «no tenían vino», y todo se pudo hacer porque una mujer –la Virgen– estuvo atenta, supo poner en manos de Dios sus preocupaciones, y actuó con sensatez y coraje. Pero hay un detalle, no es menor el dato final: gustaron el mejor de los vinos. Y esa es la buena noticia: el mejor de los vinos está por ser tomado, lo más lindo, lo más profundo y lo más bello para la familia está por venir.

Está por venir el tiempo donde gustamos el amor cotidiano, donde nuestros hijos redescubren el espacio que compartimos, y los mayores están presentes en el gozo de cada día. El mejor de los vinos está en la esperanza, está por venir para cada persona que se arriesga al amor. Y en la familia hay que arriesgarse al amor, hay que arriesgarse a amar. Y el mejor de los vinos está por venir aunque todas las variables y estadísticas digan lo contrario; el mejor vino está por venir en aquellos que hoy ven derrumbarse todo.

Murmúrenlo hasta creérselo: el mejor vino está por venir. Murmúrenselo cada uno en su corazón: El mejor vino está por venir. Y susúrrenselo a los desesperados o a los desamorados. Tené Paciencia, tené esperanza, Hacé como María, rezá actuá, abrí tu corazón, porque el mejor vino va a venir.


Dios siempre se acerca a las periferias de los que se han quedado sin vino, los que sólo tienen para beber desalientos; Jesús siente debilidad por derrochar el mejor de los vinos con aquellos a los que por una u otra razón, ya sienten que se les han roto todas las tinajas. Como María nos invita, hagamos «lo que el Señor nos diga», lo que Él nos diga y agradezcamos que en este nuestro tiempo y nuestra hora, el vino nuevo, el mejor, nos haga recuperar el gozo de ser familia, el gozo de vivir en familia. Que así sea.