— Imitar a Cristo en su compasión por los que sufren.
— Llevar a cabo lo que Él haría en esas circunstancias.
— Con la caridad, la mirada se hace más penetrante para percibir los bienes divinos.
I. Entre las obras de misericordia corporales, la Iglesia ha vivido desde los primeros tiempos la de visitar y acompañar a quien padece una enfermedad, aliviándole en lo posible y ayudándole a santificar ese estado. Ha insistido siempre en la necesidad y en la urgencia de esta manifestación de caridad, que tanto nos asemeja al Maestro y que tanto bien hace al enfermo y a quien la practica. «Ya se trate de niños que han de nacer, ya de personas ancianas, de accidentados o de necesitados de cura, de impedidos física o mentalmente, siempre se trata del hombre, cuya credencial de nobleza está escrita en las primeras páginas de la Biblia: Dios creó al hombre a su imagen (Gen 1, 27). Por otra parte, se ha dicho a menudo que se puede juzgar de una civilización según su manera de conducirse con los débiles, con los niños, con los enfermos, con las personas de la tercera edad...»1. Allí donde se encuentra un enfermo ha de ser «el lugar humano por excelencia donde cada persona es tratada con dignidad; donde experimente, a pesar del sufrimiento, la proximidad de hermanos, de amigos»2.
Los Evangelios no se cansan de ponderar el amor y la misericordia de Jesús con los dolientes y sus constantes curaciones de enfermos. San Pedro compendia la vida de Jesús en Palestina con estas palabras en casa de Cornelio: Jesús el de Nazaret... pasó haciendo el bien y sanando...3. «Curaba a los enfermos, consolaba a los afligidos, alimentaba a los hambrientos, liberaba a los hombres de la sordera, de la ceguera, de la lepra, del demonio y de diversas disminuciones físicas; tres veces devolvió la vida a los muertos. Era sensible a todo sufrimiento humano, tanto del cuerpo como del alma»4. No pocas veces se hizo encontradizo con el dolor y la enfermedad. Cuando ve al paralítico de la piscina, que llevaba ya treinta y ocho años con su dolencia, le preguntó espontáneamente:¿Quieres curar?5. En otra ocasión se ofrece a ir a la casa donde estaba el siervo enfermo del Centurión6. No huye de las dolencias tenidas por contagiosas y más desagradables: al leproso de Cafarnaún, a quien podía haber curado a distancia, se le acercó y, tocándole, le curó7. Y, como leemos en el Evangelio de la Misa de hoy8, cuando envía por vez primera a los Apóstoles para anunciar la llegada del Reino, les dio a la vez potestad para curar enfermedades.
Nuestra Madre la Iglesia enseña que visitar al enfermo es visitar a Cristo9, servir al que sufre es servir al mismo Cristo en los miembros dolientes de su Cuerpo místico. ¡Qué alegría tan grande oír un día de labios del Señor: Ven, bendito de mi Padre, porque estuve enfermo y me visitaste...! Me ayudaste a sobrellevar aquella enfermedad, el cansancio, la soledad, el desamparo...
Examinemos hoy cómo es nuestro trato con quienes sufren, qué tiempo les dedicamos, qué atención... «—Niño. —Enfermo. —Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúscula?
»Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son Él»10.
II. La misericordia en el hombre es uno de los frutos de la caridad, y consiste en «cierta compasión de la miseria ajena, nacida en nuestro corazón, por la que –si podemos– nos vemos movidos a socorrerla»11. Es propio de la misericordia volcarse sobre quien padece dolor o necesidad, y tornar sus dolores y apuros como cosa propia, para remediarlos en la medida en que podamos. Por eso, cuando visitamos a un enfermo no estamos como cumpliendo un deber de cortesía; por el contrario, hacemos nuestro su dolor, procuramos aliviarlo, quizá con una conversación amable y positiva, con noticias que le agraden, prestándole pequeños servicios, ayudándole a santificar ese tesoro de la enfermedad que Dios ha puesto en sus manos, quizá facilitándole la oración, o leyéndole algún libro bueno, cuando sea oportuno... Procuramos obrar como Cristo lo haría, pues en su nombre prestamos esas pequeñas ayudas, y nos comportamos a la vez como si acudiéramos a visitar a Cristo enfermo, que tiene necesidad de nuestra compañía y de nuestros desvelos.
Cuando visitamos a una persona enferma o de alguna manera necesitada hacemos el mundo más humano, nos acercamos al corazón del hombre, a la vez que derramamos sobre él la caridad de Cristo, que Él mismo pone en nuestro corazón. «Se podría decir –escribe el Papa Juan Pablo II– que el sufrimiento presente bajo tantas formas diversas en el mundo, está también presente para irradiar el amor al hombre, precisamente en ese desinteresado don del propio “yo” en favor de los demás hombres, de los hombres que sufren. Podría decirse que el mundo del sufrimiento humano invoca sin pausa otro mundo: el del amor humano; y aquel amor desinteresado, que brota en su corazón y en sus obras, el hombre lo debe de algún modo al sufrimiento»12. ¡Cuánto bien podemos hacer siendo misericordiosos con el sufrimiento ajeno! ¡Cuántas gracias produce en nuestra alma! El Señor agranda nuestro corazón y nos hace entender la verdad de aquellas palabras del Señor: Es mejor dar que recibir13. Jesús es siempre un buen pagador.
III. La misericordia –afirma San Agustín– es «el lustre del alma», pues la hace aparecer buena y hermosa14 y cubre la muchedumbre de los pecados15, pues «el que comienza a compadecerse de la miseria de otro, empieza a abandonar el pecado»16. Por eso es tan oportuno que nos acompañe ese amigo que tratamos de acercar a Dios cuando vamos a visitar a un enfermo. La preocupación por los demás, por sus necesidades, por sus apuros y sufrimientos, da al alma una especial finura para entender el amor de Dios. Afirma San Agustín que amando al prójimo limpiamos los ojos para poder ver a Dios17. La mirada se hace más penetrante para percibir los bienes divinos. El egoísmo endurece el corazón, mientras que la caridad dispone para gozar de Dios. Aquí la caridad es ya un comienzo de la vida eterna18, y la vida eterna consistirá en un acto ininterrumpido de caridad19. ¿Qué mejor recompensa, por ir a visitarlo, podría darnos el Señor, sino Él mismo? ¿Qué mayor premio que aumentar nuestra capacidad de querer a los demás? «Por mucho que ames, nunca querrás bastante.
»El corazón humano tiene un coeficiente de dilatación enorme. Cuando ama, se ensancha en un crescendo de cariño que supera todas las barreras.
»Si amas al Señor, no habrá criatura que no encuentre sitio en tu corazón»20.
Ancianos y enfermos, personas tristes y abandonadas, forman hoy una legión cada vez mayor de seres dolientes que reclaman la atención y la ayuda particular de nosotros los cristianos. «Habrá entre ellos quienes sufran en sus domicilios los rigores de la enfermedad o de la pobreza vergonzante, aunque esos quizá sean los menos. Existen actualmente, como es sabido, numerosos hospitales o residencias de ancianos, promovidos por el Estado y por otras instituciones, bien dotados en lo material y destinados a acoger a un creciente número de necesitados. Pero esos grandes edificios albergan con frecuencia a multitudes de individuos solitarios, que viven espiritualmente en completo abandono, sin compañía ni cariño de parientes y amigos»21. Nuestra atención y compañía a estas personas que sufren atraerá sobre nosotros la misericordia del Señor, de la que andamos tan necesitados.
En la Liturgia de las Horas, se dirige hoy al Señor una petición que bien podemos hacer nuestra al terminar la oración: Haz que sepamos descubrirte a Ti en todos nuestros hermanos, sobre todo en los que sufren y en los pobres22. Muy cerca de quienes sufren encontramos siempre a María. Ella dispone nuestro corazón para que nunca pasemos de largo ante un amigo enfermo, y ante quien padece necesidad en el alma o en el cuerpo.