Durante tres días les dejaremos para su "rato de oración" estractos del texto de la Homilía Amar el mundo apasionadamente de San Josemaría
Hijos míos, allí donde están
vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro
trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con
Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos
santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres.
Lo he enseñado constantemente con
palabras de la Escritura Santa: el mundo no es malo, porque ha salido de las
manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era
bueno (Cfr. Gen 1, 7 y ss.). Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo,
con nuestros pecados y nuestras infidelidades. No lo dudéis, hijos míos:
cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros,
hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios.
Por el contrario, debéis
comprender ahora —con una nueva claridad— que Dios os llama a servirle en y
desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un
laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra
universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia
y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo
bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que
toca a cada uno de vosotros descubrir.
Yo solía decir a aquellos
universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí por los años treinta,
que tenían que saber materializar la vida espiritual. Quería apartarlos así de
la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble vida: la
vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta
y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas
realidades terrenas.
¡Que no, hijos míos! Que no puede
haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser
cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que
tiene que ser —en el alma y en el cuerpo— santa y llena de Dios: a ese Dios
invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales.
No hay otro camino, hijos míos: o
sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos
nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver —a la materia
y a las situaciones que parecen más vulgares— su noble y original sentido,
ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas
medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo.
El auténtico sentido cristiano
—que profesa la resurrección de toda carne— se enfrentó siempre, como es
lógico, con la desencarnación sin temor a ser juzgado de materialismo. Es
lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano que se opone audazmente
a los materialismos cerrados al espíritu.
¿Qué son los sacramentos —huellas
de la Encarnación del Verbo, como afirmaron los antiguos— sino la más clara
manifestación de este camino, que Dios ha elegido para santificarnos y
llevarnos al Cielo? ¿No veis que cada sacramento es el amor de Dios, con toda
su fuerza creadora y redentora, que se nos da sirviéndose de de medios
materiales? ¿Qué es esta Eucaristía —ya inminente— sino el Cuerpo y la Sangre
adorables de nuestro Redentor, que se nos ofrece a través de la humilde materia
de este mundo —vino y pan—, a través de los elementos de la naturaleza,
cultivados por el hombre como el último Concilio Ecuménico ha querido recordar?
(cfr. Gaudium et Spes 38).
Se comprende, hijos, que el
Apóstol pudiera escribir: todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo
y Cristo es de Dios (1 Cor 3, 22-23). Se trata de un movimiento ascendente que
el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el
mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor. Y para que quedara claro que
—en ese movimiento— se incluía aun lo que parece más prosaico, San Pablo
escribió también: ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para la gloria de Dios (1
Cor 10, 31).
Esta doctrina de la Sagrada
Escritura, que se encuentra —como sabéis— en el núcleo mismo del espíritu del
Opus Dei, os ha de llevar a realizar vuestro trabajo con perfección, a amar a
Dios y a los hombres al poner amor en las cosas pequeñas de vuestra jornada
habitual, descubriendo ese algo divino que en los detalles se encierra. ¡Qué
bien cuadran aquí aquellos versos del poeta de Castilla!: Despacito, y buena
letra: / el hacer las cosas bien / importa más que el hacerlas (A. Machado,
Poesías completas CLXI.— Proverbios y cantares XXIV. Espasa-Calpe. Madrid,
1940).
Os aseguro, hijos míos, que cuando
un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias,
aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un
repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos
de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse
el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros
corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria...