— Generosidad y espíritu de servicio de María.
— Hemos de imitar a la Virgen. Detalles de generosidad y de servicio con los demás.
— El premio a la generosidad.
I. Por aquellos días, María se levantó, y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel1.
La Virgen se da del todo a lo que Dios le pide. En un momento sus planes personales –los tendría– quedan en un rincón para hacer lo que Dios le propone. No puso excusas. Desde el primer momento, Jesús es el ideal único y grandioso para el que vive.
Nuestra Señora manifestó una generosidad sin límites a lo largo de toda su existencia aquí en la tierra. De los pocos pasajes del Evangelio que se refieren a su vida, dos de ellos nos hablan directamente de su atención a los demás: fue generosa con su tiempo para atender a su prima Santa Isabel hasta que nació Juan2; estuvo preocupada por el bienestar de los demás, como nos muestra su intervención en las bodas de Caná3. Fueron actitudes habituales en Ella. Mucho tendrían que decirnos sus paisanos de Nazaret de los incontables detalles de María con ellos en la convivencia diaria.
La Virgen no piensa en sí misma, sino en los demás. Trabaja en las faenas de la casa con la mayor sencillez y con mucha alegría; también con gran recogimiento interior, porque sabe que el Señor está en Ella. Todo queda santificado en la casa de Isabel por la presencia de la Virgen y del Niño que va en su seno.
En María comprobamos que la generosidad es la virtud de las almas grandes, que saben encontrar la mejor retribución en el haber dado: habéis recibido gratis, dad gratis4. La persona generosa sabe dar cariño, comprensión, ayudas materiales..., y no exige que la quieran, la comprendan, la ayuden. Da, y se olvida de que ha dado. Ahí está toda su riqueza. Ha comprendido que es mejor dar que recibir5. Descubre que amar «es esencialmente entregarse a los demás. Lejos de ser una inclinación instintiva, el amor es una decisión consciente de la voluntad de ir hacia los otros. Para poder amar de verdad conviene desprenderse de todas las cosas y, sobre todo, de uno mismo, dar gratuitamente... Esta desposesión de uno mismo (...) es fuente de equilibrio. Es el secreto de la felicidad»6.
El dar ensancha el corazón y lo hace más joven, con más capacidad de amar. El egoísmo empobrece, hace el propio horizonte más pequeño. Cuanto más damos, más nos enriquecemos.
A la Virgen le suplicamos hoy que nos enseñe a ser generosos, en primer lugar con Dios, y luego con los demás, con quienes conviven o trabajan junto a nosotros, con quienes nos encontramos en las diversas circunstancias de la vida. Que sepamos darnos en el servicio a los demás, en la vida ordinaria de cada día.
II. Si sentimos que a pesar de nuestra lucha, aún nos puede el egoísmo, miremos hoy a la Virgen para imitarla en su generosidad y poder sentir la alegría de darnos y de dar. Necesitamos entender mejor que la generosidad enriquece y agranda el corazón y la posibilidad de recibir; el egoísmo, por el contrario, es como un veneno que destruye, con lentitud a veces y siempre con seguridad.
Junto a María percibimos que Dios nos ha hecho para la entrega, y que cada vez que nos «reservamos» para nuestros planes y para nuestras cosas, a espaldas de Él, morimos un poco. «El Reino de Dios no tiene precio, y sin embargo cuesta exactamente lo que tengas (...). A Pedro y a Andrés les costó el abandono de una barca y de unas redes; a la viuda le costó dos moneditas de plata...»7. Todo lo que tenían, como en nuestro caso.
Lo «nuestro» se salva precisamente cuando lo entregamos. «Tu barca –tus talentos, tus aspiraciones, tus logros– no vale para nada, a no ser que la dejes a disposición de Jesucristo, que permitas que Él pueda entrar ahí con libertad, que no la conviertas en un ídolo. Tú solo, con tu barca, si prescindes del Maestro, sobrenaturalmente hablando, marchas derecho al naufragio. Únicamente si admites, si buscas, la presencia y el gobierno del Señor, estarás a salvo de las tempestades y de los reveses de la vida. Pon todo en las manos de Dios: que tus pensamientos, las buenas aventuras de tu imaginación, tus ambiciones humanas nobles, tus amores limpios, pasen por el corazón de Cristo. De otro modo, tarde o temprano, se irán a pique con tu egoísmo»8.
Cada uno, donde y como Dios le llame, ha de hacer como aquella mujer de Betania que muestra su gran amor por el Señor rompiendo un frasco de nardo puro de gran precio9. Es la muestra exterior de su gran amor por el Señor. Esta mujer no quiere reservarse nada, ni para sí, ni para nadie. Es un gesto de entrega sin reservas, de amistad, de ternura profunda por Cristo. La casa se llenó de la fragancia del perfume. De nosotros también quedarán las muestras de amor y entrega a Cristo. Solo eso. Lo demás se irá perdiendo y pasará como agua de río.
La generosidad con Dios se ha de manifestar en la generosidad con los demás: lo que hicisteis con uno de estos, conmigo lo hicisteis10.
Es propio de la generosidad saber olvidar con prontitud los pequeños agravios que se pueden producir durante la convivencia diaria; sonreír y hacer la vida más amable a los demás, aunque se estén padeciendo contradicciones; juzgar con medida ancha y comprensiva a los demás; adelantarse en los servicios menos agradables del trabajo y de la convivencia; aceptar a los demás como son, sin estar excesivamente pendientes de sus defectos; un pequeño elogio, con el que, en ocasiones, podemos hacer mucho bien; dar un tono positivo a nuestra conversación y, si es el caso, a alguna posible corrección que debamos hacer; evitar la crítica negativa, frecuentemente inútil e injusta; abrir horizontes –humanos y sobrenaturales– a nuestros amigos, etc. Sobre todo, hay que facilitar el camino a quienes nos rodean para que se acerquen más a Cristo. Es lo mejor que podemos dar.
Todos los días tenemos un tesoro para distribuir. Si no lo damos, lo perdemos; si lo repartimos, el Señor lo multiplica. Si estamos atentos, si contemplamos su vida, Él nos descubrirá ocasiones de servir voluntariamente donde, quizá, pocos quieran hacerlo. Como Jesús en la Última Cena, que lavó los pies a sus discípulos11, no nos detendremos ante los trabajos más molestos, que son con frecuencia los más necesarios, y cargaremos con las ocupaciones menos gratas. Aprenderemos que las ocasiones de servir se hacen realidad con sacrificio, como fruto de una actitud interior de abnegación y de renuncia; nos daremos cuenta de que para encontrar estas oportunidades de servicio es necesario buscarlas: pensando en el modo de ser de quienes conviven o trabajan con nosotros, en aquello que necesitan, en qué podemos serles útiles. El egoísta, que pasa el día lejos de Dios, solo se da cuenta de sus propias necesidades y de sus caprichos.
La Virgen no solo fue generosa con Dios en grado sumo, sino también con todas aquellas personas con las que se encontró en su vida terrena. También de Ella se puede decir que pasó haciendo el bien12. Lo mismo deberían decir de cada uno de nosotros.
III. El Señor recompensa aquí, y luego en el Cielo, nuestras muestras, siempre pobres, de generosidad. Pero siempre colmando la medida. «Es tan agradecido, que un alzar los ojos con acordarnos de Él no deja sin premio»13.
En la Sagrada Escritura encontramos múltiples testimonios de la generosidad sobrenatural de Dios en relación a la generosidad del hombre. La viuda de Sarepta dio un puñado de harina... y un poco de aceite14 y recibe harina y aceite inagotables. La viuda del Templo echa dos monedas pequeñas, y Jesús comenta: ha echado en el cepillo más que nadie15. El siervo que procuró hacer rendir los talentos recibidos, oirá de boca del Señor:Puesto que has sido fiel en lo poco, recibirás el gobierno de diez ciudades16.
Un día Pedro le dijo: Ya ves que nosotros hemos dejado todo y te hemos seguido. Y Jesús le contestó: En verdad os digo que ninguno que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres o hijos por amor al reino de Dios, dejará de recibir mucho más en este siglo y la vida eterna en el venidero17.
Quien tiene en cuenta hasta la más pequeña de nuestras oraciones, ¿cómo podrá olvidar la fidelidad de un día tras otro? Quien multiplicó panes y peces por una multitud que le sigue unos días, ¡qué no hará por los que hayan dejado todo para seguirle siempre! Si estos necesitaran un día una gracia especial para seguir adelante, ¿cómo podrá negarse Jesús? Él es buen pagador.
El Señor da el ciento por uno por cada cosa dejada por su amor. Además, quien sigue a Jesús así, no solo se está enriqueciendo cien veces en esta vida, sino que está predestinado. Al final oirá la voz de Jesús a quien ha servido a lo largo de su vida: Ven, bendito de mi Padre, al cielo que te tenía prometido18. Oír estas palabras de bienvenida a la eternidad ya habría compensado la generosidad. Se entra en la eternidad de la mano de Jesús y de María.