Nos llenamos de gozo al rezar en la antífona de entrada de la Misa de hoy:Salve, sancta Parens...; salve, santa Madre de Dios, porque has dado a luz al Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos[1]. Nos causa una enorme alegría confesar nuestra fe en la Maternidad divina de María, raíz de los demás privilegios con los que la Trinidad adornó a Nuestra Señora. Dios la creó inmaculada y la colmó de la gracia, para que también su cuerpo virginal estuviese como predispuesto para engendrar al Hijo de Dios en la carne[2]. ¡Qué maravilla! Bien podemos decir a la Madre de Dios y Madre nuestra:¡Más que tú, sólo Dios![3].
Comprendemos el entusiasmo de los cristianos de Éfeso, ciudad donde se celebró el Concilio ecuménico que definió este dogma de fe en el año 431. La historia nos ha conservado testimonios de la alegría de los cristianos ante estas decisiones claras, netas, que reafirmaban lo que todos creían[4]. Lo recuerda san Josemaría en una de sus homilías, con palabras tomadas de san Cirilo de Alejandría, que desempeñó un papel importante en esa asamblea ecuménica: «El pueblo entero de la ciudad de Éfeso, desde las primeras horas de la mañana hasta la noche, permaneció ansioso en espera de la resolución... Cuando se supo que el autor de las blasfemias había sido depuesto, todos a una voz comenzaron a glorificar a Dios y a aclamar al Sínodo, porque había caído el enemigo de la fe. Apenas salidos de la iglesia, fuimos acompañados con antorchas a nuestras casas. Era de noche: toda la ciudad estaba alegre e iluminada»[5]. Y comenta nuestro Padre: así escribe San Cirilo, y no puedo negar que, aun a distancia de dieciséis siglos, aquella reacción de piedad me impresiona hondamente[6]. Todavía tengo en la memoria la ocasión en que fuimos a Loreto, en 1971. No pudimos entrar en la casa de la Anunciación, porque estaba ya cerrada. San Josemaría se puso de rodillas, agarrado a los barrotes de la cancela, mientras decía: ¡Madre, Madre mía y Madre nuestra! Y allí volcó su amor y el de sus hijos y de sus hijas de todos los tiempos. Habíamos llegado a la basílica un poco mareados a causa de la carretera, llena de curvas; pero eso no fue obstáculo para su oración y su agradecimiento a nuestra Madre del Cielo.
¡Madre de Dios!, exclamaban también aquellos antiguos cristianos de Éfeso, rebosantes de gozo ante la proclamación de esa verdad. Y lo mismo confesamos hoy nosotros. Salve, sancta Parens..., ¡salve, santa Madre de Dios!... La primera oración mariana que ha llegado hasta nosotros es una petición dirigida a la Virgen por los cristianos de Egipto, en el siglo III, invocándola como Madre de Dios: sub tuum præsídium confúgimus, Sancta Dei Génetrix...; nos acogemos bajo tu protección, santa Madre de Dios: no desprecies las súplicas que te dirigimos en nuestra necesidad, antes bien, sálvanos siempre de todos los peligros, Virgen gloriosa y bendita[7]. San Josemaría la recitaba a diario, seguro del Refugio de los brazos de Santa María.
Quiera Dios Nuestro Señor que esta misma fe arda en nuestros corazones, y que se alce de nuestros labios un canto de acción de gracias: porque la Trinidad Santísima, al haber elegido a María como Madre de Cristo, Hombre como nosotros, nos ha puesto a cada uno bajo su manto maternal. Es Madre de Dios y Madre nuestra[8].
En la primera lectura de la Misa, la liturgia recoge la fórmula con la que el mismo Dios pide a Moisés que bendiga al pueblo de la antigua Alianza: el Señor te bendiga y te proteja, haga resplandecer su rostro sobre ti y te conceda su favor. Que el Señor te mire con benevolencia y te conceda la paz[9]. En Nuestra Señora se ha realizado plenamente esa bendición. Así lo explica el Papa en una homilía: «Ninguna otra criatura ha visto brillar sobre Ella el rostro de Dios como María, que dio un rostro humano al Verbo eterno, para que todos lo puedan contemplar»[10]. Estas palabras nos ayudan a enmarcar el año nuevo, pocas semanas después del comienzo del Jubileo. Constituyen una invitación a recorrer estos meses bajo el amparo santo de Nuestra Señora, Mater misericórdiæ, como rezamos en la Salve. Vemos a la Virgen como la criatura que con mayor abundancia ha experimentado la misericordia divina, porque acogió en su seno al Hijo unigénito de Dios, y la que mejor ha correspondido a ese derroche de amor: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra[11].
Esa respuesta, ancílla Dómini, manifiesta la completa disponibilidad de Nuestra Señora: su entrega humilde y dócil a la Palabra de Dios, poniéndose al servicio de la redención. Su maternidad virginal la impulsó, con constancia ininterrumpida, a advertir el peso de la humanidad, al considerar lo que san Gabriel le decía de parte de Dios: darás a luz a un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin[12].
El peso de la humanidad y el peso de la Iglesia. Mater Ecclésiæ! Madre del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. En unión con la plegaria de María, la Iglesia naciente realizó visiblemente su esencial unidad, con Pedro y los demás Apóstoles, en la espera de la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés[13]. Ella, con su mediación materna, ha cuidado y cuida siempre de la Esposa de Cristo y de cada uno de sus miembros: ¡miembros de Cristo! Aumentemos nuestra oración por esta unidad, especialmente por la unidad diaria con el Sucesor de Pedro y con los sucesores de los demás Apóstoles.
La devoción a María es la mejor senda para descubrir el rostro misericordioso de nuestro Padre Dios, que resplandece en el Verbo encarnado. Es de gran importancia que abramos siempre el corazón a la misericordia divina. Una necesidad imprescindible en todo momento, pero quizá nuestro tiempo lo requiera de modo especial. «En nuestra época de profundos cambios, la Iglesia está llamada a ofrecer su contribución peculiar, haciendo visibles los signos de la presencia y de la cercanía de Dios. Y el Jubileo es un tiempo favorable para todos nosotros, para que contemplando la Divina Misericordia, que supera todo límite humano y resplandece sobre la oscuridad del pecado, lleguemos a ser testigos más convencidos y eficaces»[14].
Además, en estas fechas, resulta lógico y frecuente trazar un balance del año transcurrido y, a la luz de esa mirada, plantearse unas metas para el año sucesivo. Poniendo en el plano sobrenatural este modo de conducirse, nada más evidente que comenzar los doce próximos meses con el santo y urgente afán de renovar los deseos de identificación con Jesucristo. El mejor modo consiste en acudir a nuestra Madre: a Jesús siempre se va y se "vuelve" por María[15]. Ella nos conduce siempre hacia su Hijo, como a los sirvientes de las bodas de Caná, cuando les indicó: haced lo que Él os diga[16]. A la vez, contemplar en el Evangelio el rostro de Jesús, nos lleva a exclamar con la espontaneidad, admiración y cariño de aquella mujer: bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron[17].
Con frecuencia, también se compara el nuevo año con un libro con las páginas en blanco, que cada uno deberá rellenar en el transcurso de las semanas siguientes. Así se expresaba el beato Álvaro del Portillo en una fecha como la de hoy, en 1980: «Agradecer a Dios sus innumerables beneficios y presentarle nuestra compunción; formular buenos propósitos y luchar por cumplirlos. ¡Continuar extendiendo la Obra por todas partes!»[18].
Os propongo este objetivo para el próximo año. Don Álvaro sugería «rellenar este libro en blanco, que hoy se abre, con el primor y la delicadeza que se ponía en la Edad Media para miniar aquellos pergaminos, que son una preciosidad, haciendo una caligrafía perfecta, sin borrones. Y como habrá manchas —porque todos tenemos la naturaleza caída, y estamos llenos de miserias—, que no nos falte la valentía de reconocerlas como tales, para suprimirlas. ¿Y como las borraremos? Con la humildad y acudiendo al sacramento de la Penitencia»[19].
Buscar remedio a nuestras faltas es una tarea de amor. Por eso hemos de aprovechar un medio muy necesario —indispensable— que es el examen de conciencia. Como escribió san Josemaría, los exámenes de conciencia, si no los practicaba ya el primer hombre, los inventó el primer cristiano:probet autem seípsum homo (1 Cor 11, 28), examínese a sí mismo el hombre, decía el Apóstol a los de Corinto. Y aun los hombres honestos paganos han examinado también su espíritu. La última castañera que vende su mercancía modesta junto al Tevere, cuenta el dinero que ha sacado al acabar la jornada, y lo que le han costado las castañas, y el tiempo que ha empleado en venderlas (...): el examen lo han hecho siempre todas las criaturas, que han tenido discernimiento e interés, por cosas de Dios o por cosas de la tierra[20].
Os sugiero también que no descuidéis este conocimiento diario del alma a la luz de Dios; como aseguraba san Josemaría, bastan unos minutos, antes de entregarse al reposo nocturno, pero con constancia cotidiana. Lógicamente, hay momentos —antes de recibir el sacramento de la Penitencia, en un día de retiro, en un aniversario significativo—, en que será conveniente proceder con más detenimiento. En cualquier caso, siempre es conveniente invocar al Espíritu Santo, para que nos conceda su luz, y terminar con un acto de dolor y algún propósito concreto para la jornada siguiente. De este modo, enderezaremos el rumbo de nuestra conducta, y borraremos con actos de contrición las manchas que podamos haber estampado en el libro de nuestra vida.
En estas fiestas, y luego a lo largo de todo el año, «es importante que entremos en nosotros mismos y hagamos un examen sincero de nuestra vida. Dejémonos iluminar por un rayo de la luz que proviene de Belén, la luz de Aquel que es "el más Grande", y se hizo pequeño; el "más Fuerte", y se hizo débil»[21].
Roguemos a Dios que muchas almas se beneficien de la indulgencia jubilar en este Año de la misericordia, acudiendo antes a recibir el perdón de Dios en la Penitencia. Pocas semanas atrás, el Papa volvió a referirse a este sacramento. «Un signo importante del Jubileo —decía— es también la Confesión. Acercarse al sacramento con el que somos reconciliados con Dios, equivale a experimentar directamente su misericordia»[22].
No dejéis de rezar por mis intenciones: la Iglesia, el Papa y sus colaboradores, la paz del mundo, todas las almas. Y, para esto, recurramos a la intercesión de la Madre de Dios. Pidámosle que «la dulzura de su mirada nos acompañe en este Año santo, para que todos podamos redescubrir la alegría de la ternura de Dios»[23]. Que Ella haga germinar en las almas, en las familias, en las naciones, la semilla del amor misericordioso, que su Hijo Jesús esparce por el mundo entero. Recordemos también que, durante largas temporadas, el estribillo de la presencia de Dios en la jornada de san Josemaría pasaba por repetir con novedad diaria: ¡Madre, Madre mía!
Con todo cariño, os bendice y os desea un año 2016 fecundo en obras de amor a Dios y de apostolado.
vuestro Padre + Javier
Roma, 1 de enero de 2016.