Queridísimos: ¡que Jesús
me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Hace pocos días,
administré el sacramento del diaconado a seis hermanos vuestros, Agregados de
la Prelatura, que más adelante recibirán el presbiterado. Uníos a mi acción de
gracias por este don del Cielo, y pidamos a Dios que no falten —en la Iglesia y
en la Obra— ministros fieles, que se ocupen única y exclusivamente del bien de
las almas. Aprovechemos este Año de la misericordia para intensificar nuestras
súplicas por la Iglesia y el mundo, muy unidos al Papa.
«La
misericordia de Dios transforma el corazón del hombre, haciéndole experimentar
un amor fiel, y lo hace a su vez capaz de misericordia. Es siempre un milagro
el que la misericordia divina se irradie en la vida de cada uno de nosotros,
impulsándonos a amar al prójimo y animándonos a vivir lo que la tradición de la
Iglesia llama las obras de misericordia»[1].
En el transcurso de estos
meses, examinemos cómo nuestro amor a Dios nos lleva a preocuparnos de los
demás, de su bien espiritual y material. Las obras de caridad manifiestan la
verdad del amor a Dios, como explica san Juan: si alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un
mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a
quien no ve. Y hemos recibido de Él este mandamiento: quien ama a Dios, que ame
también a su hermano[2].
El próximo 11 de marzo,
aniversario del nacimiento de don Álvaro, recordaremos con alegría a este
siervo bueno y fiel del Señor. Si la Iglesia lo declaró bienaventurado y lo elevó
a los altares, es porque encarnó —con una fidelidad enteriza— el espíritu del
Opus Dei que había aprendido de san Josemaría. Don Álvaro nunca pretendió
brillar con luz propia, ni ponerse a la altura de nuestro Padre: ¡cuántas veces
manifestó, con su profunda y sincera humildad, que no era más que su sombra, un
instrumento del que nuestro Fundador se servía —porque así lo quiso Dios— para
seguir dirigiendo la Obra desde el Cielo!
Un detalle nos ayuda a
entender esta honda disposición de don Álvaro. Cuando, al llegar con san
Josemaría a una tertulia, alguien se ponía a su lado para acompañarle, su
reacción inmediata era decirle: ¡con el Padre, con el Padre! Ésta fue siempre
su actitud: encaminar a sus hermanas y a sus hermanos —luego, a sus hijas y a sus
hijos— hacia nuestro Fundador, que es el conducto
reglamentario —así se expresaba— para conocer, encarnar y vivir el espíritu
del Opus Dei. Nunca quiso que le equipararan a nuestro Padre, porque era
consciente de que el Señor había dispuesto todo para que san Josemaría fuese la
primera y única figura que encarnase de modo pleno el espíritu de la Obra.
De la humildad práctica
de nuestro Padre, que fue constantemente una clara enseñanza para nosotros y,
lógicamente, para don Álvaro también, deseo referir un pequeño detalle: con
motivo de una de las aprobaciones pontificias de la Obra, escuchó nuestro
Fundador la noticia que transmitía la radio vaticana. Cuando el locutor comenzó
a hablar de su persona, fue llamativo como san Josemaría se iba encogiendo sobre
sí mismo, como abochornado: era la expresión gráfica de lo que decía de sí
mismo con palabras de la liturgia, tomadas de uno de los himnos que se recitan
en una fiesta eucarística: servus pauper
et humilis[3],
yo no soy más que un siervo pobre y humilde.
Os hablaba de practicar
la caridad con el prójimo, y deseo fijarme en algunas obras espirituales de
misericordia. En el juicio divino se nos interrogará acerca de cómo nos hemos
preocupado por aliviar las necesidades materiales del prójimo; pero también tendremos
que responder a otras preguntas: «Si
ayudamos a superar la duda, que lleva a caer en el miedo y en ocasiones es
fuente de soledad; si fuimos capaces de vencer la ignorancia en la que viven
millones de personas (...); si fuimos capaces de estar cercanos a quien se
hallaba solo y afligido; si perdonamos a quien nos ofendió y rechazamos
cualquier forma de rencor o de odio que conduce a la violencia; si tuvimos
paciencia, siguiendo el ejemplo de Dios que es tan paciente con nosotros;
finalmente, si encomendamos al Señor en la oración a nuestros hermanos y
hermanas»[4].
En este elenco de obras
espirituales de misericordia, que enumera el Papa, podemos descubrir —como
denominador común— el afán de sembrar paz en los corazones. Recuerdo una
ocasión en la que preguntaron a san Josemaría sobre el sentido del saludo que
los primeros cristianos usaban entre sí, y que también seguimos en la Obra. Y
ésta fue su respuesta: Pax! No lo
decimos a voz en grito, pero procuramos llevar con nosotros la paz, dondequiera
que estemos. De modo que cuando las olas se encrespan, echamos encima de las
pasiones nuestras y de las de los demás un poquito de comprensión, un poquito
de convivencia; un poco de amor, en una palabra. Llevamos la paz y dejamos la
paz.
Pax vobis! ¿Os acordáis? Clausis ianuis (Jn
20, 26), estaban cerradas todas las puertas, y Él se mete. Y les dice: la paz
sea con vosotros. Es eso: también en la tierra a veces nos encontramos todas
las puertas cerradas. Pero no sólo no hemos de perder la paz, sino que hemos de
darla a los demás: pax vobis[5].
Y añadía: ante las incomprensiones, ante las
calumnias organizadas, ante las mentiras y las difamaciones..., conservad
siempre una paz inalterable. Querría que os lo enseñara Jesucristo. Yo tuve por
maestros, primero el calor cristiano del hogar de mis padres; y después —no me
da vergüenza decirlo, porque esto no es soberbia—, al Espíritu Santo[6].
Bien aprendió su primer
sucesor esta lección, y por eso se esmeraba en atender las necesidades
materiales y espirituales de quienes encontraba en su camino. Muchos recordamos
la bondad con que acogía a cuantos le confiaban sus preocupaciones, la paz con
que esas personas regresaban a su quehacer habitual, después de una entrevista,
quizá breve. Verdaderamente, supo sembrar paz y alegría a su alrededor,
haciendo notar que procuraba transmitir lo que oyó a nuestro Padre;
innumerables testimonios lo confirman.
San Josemaría se refería
a sus hijas e hijos precisamente con estas palabras: sembradores de paz y de alegría; las mismas utilizadas por un
antiguo documento de la Santa Sede hablando de los miembros del Opus Dei. A
todos los que desean beneficiarse de este espíritu —sean o no fieles de la
Obra—, les aconsejo que se esfuercen para remediar las necesidades espirituales
de las personas con las que se relacionan habitualmente, o por un motivo
circunstancial. Sed acogedores; mostraos en todo momento disponibles para
escuchar sus preocupaciones, ofreciéndoles el consejo oportuno si lo piden;
consolad a los que sufren a causa de la enfermedad propia o ajena, por el
fallecimiento de un ser querido, o por otros motivos, como la falta de trabajo
en las actuales circunstancias de crisis económica en muchos países. En
ocasiones, no será posible sugerirles una solución, pero nunca ha de faltar
nuestra actitud amable, y la oración y la solidaridad, compartiendo con ellos
penas y dificultades.
Escribe san Pablo: bendito sea el Dios y Padre de Nuestro Señor
Jesucristo, el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos
consuela en todas nuestras tribulaciones, para que también nosotros seamos
capaces de consolar a los que se encuentran en cualquier tribulación, mediante
el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios[7].
Afirmaba san Josemaría
que, cariño, lo necesitan todas las
personas, y lo necesitamos también en la Obra. Esforzaos para que, sin
sensiblería, aumente el cariño hacia vuestros hermanos. Preocupaos de que
tengan la vida de Dios, procurad siempre que cuenten con vuestra ayuda, con
vuestro cariño, con vuestra corrección fraterna[8]. Así
hemos de comportarnos con todos, pero de modo especial —porque la caridad es
ordenada— con quienes son hijos de Dios en el Opus Dei o con los que toman
parte en nuestros apostolados, y a la vez con todas las personas, pues cada una
y cada uno nos interesan.
El beato Álvaro,
siguiendo las enseñanzas de san Josemaría, comentaba que, para ser sembradores de paz y de alegría por
todos los caminos de la tierra, «debéis hacer un gran acopio de paz en vuestro
corazón. Así, de vuestra abundancia, podréis dar a los demás hombres,
comenzando por los que se encuentran más cerca de vosotros: vuestros parientes,
vuestros amigos, vuestros compañeros, vuestros conocidos»[9].
En la segunda parte de
este mes, la liturgia nos invita a alegrarnos con diversas fiestas. En orden
cronológico, la primera es el 19 de marzo, solemnidad de san José, patrono de
la Iglesia y de la Obra, fecha en la que renovamos el compromiso de amor que
nos une al Señor en el Opus Dei. Es una jornada estupenda para pedir que
aumenten, en número y calidad, las vocaciones de entrega a Dios en el
sacerdocio, en la vida religiosa y en medio del mundo.
Inmediatamente, el 20 de
marzo, comienza la Semana Santa, que culminará el día 27 con el Domingo de
Resurrección. Tratemos de vivir con renovado empeño los últimos días de
Cuaresma; así participaremos más a fondo en el júbilo pascual.
El 28 de marzo, es el
aniversario de la ordenación sacerdotal de san Josemaría, que este año coincide
con el lunes de Pascua: un motivo más de gozo y de agradecimiento a Dios, por
haber dado a la Iglesia un santo de la categoría de nuestro Fundador, que ha
abierto a innumerables hombres y mujeres, con su correspondencia fidelísima, los caminos divinos de la tierra. Y
el último día del mes recordaremos la fecha en que, por vez primera, la Sagrada
Eucaristía quedó reservada en un Centro de la Obra. Fue en la Residencia de
Ferraz, en 1935. Desde entonces, ¡cuántas gracias ha derramado el Señor sobre
el Opus Dei y sus labores apostólicas! Agradezcamos, hijas e hijos míos, esta
cercanía de Jesús, cuidando con esmero la piedad eucarística.
Sigamos rezando por el
Papa, por sus colaboradores en el gobierno de la Iglesia, por los obispos y
sacerdotes del mundo entero; para que, con un solo corazón y una sola alma[10], pongan
todas sus energías al servicio de todo el mundo, para la gloria de Dios.
Con todo cariño, os
bendice
vuestro Padre + Javier
Roma, 1 de marzo de 2016.