1.- La pregunta del Evangelio de hoy nos la hemos hecho todos: «¿Son muchos los que se salvan»?
2.- La primero que hay que decir es que Dios quiere que se salven todos, pues ha venido a redimir a toda la humanidad.
3.- Pero aunque Dios ofrece su redención a todos, no la impone a nadie. Nosotros hemos de aceptarla o rechazarla.
4.- Por eso es una utopía eso de creer que todos se salvan.
5.- Por desgracia hay quienes rechazan a Dios, y Dios respeta nuestra libertad.
6.- Pero no sólo basta aceptar la redención, también hay que colaborar: «si quieres entrar en la vida eterna, guarda los mandamientos».
7.- Muchos dice que quieren salvarse, pero si no guardan los mandamientos, eso que dicen no es verdad.
8.- Hay que distinguir entra los que conociendo a Dios no le hacen caso, y los que desconocen a Dios inculpablemente. Si cumplen con su conciencia no pueden condenarse. Nadie se condena si no peca voluntariamente.
9.,- Pero en nuestra sociedad es difícil que alguien ignore a Dios sin culpa suya. Tiene infinidad de medios para conocer la verdad de Dios.
10.- Aunque la puerta de entrada al cielo es estrecha, Dios nos ayuda a subir la cuesta y a entrar por ella. Dice San Pablo: «Todo lo puedo en aquel que me conforta». Es como ir en una bicicleta de dos plazas, y Dios pedaleando fuerte detrás.
San Josemaria Perdonar y pedir perdòn
PERDONAR
Vivió y enseñó a vivir a sus hijos una
reacción que sintetizaba en cinco verbos -pacientes, que no pasivos-:
"rezar, callar, comprender, disculpar... y sonreír". No era la receta
de un narcótico, sino el consejo de una actitud que requiere firmes redaños de
fortaleza.
Mercedes Morado y Begoña Alvarez, entre
tantas personas que durante años convivieron con Escrivá, han escrito que el
espíritu de perdón, de olvido y de comprensión hacia quienes le calumniaban iba
"in crescendo", hasta el punto de manifestar con toda sencillez:
"No les guardo ningún rencor. Y todos los días rezo por ellos, tanto como
rezo por mis hijos... Y, a fuerza de rezar por ellos, he llegado a quererlos
con el mismo corazón y con la misma intensidad con que quiero a mis hijos."
En ese mismo sentido, volcando sobre el
papel una vivencia de su propia intimidad, escribió: "Considera el bien
que han hecho a tu alma los que, durante tu vida, te han fastidiado o han
tratado de fastidiarte. Otros llaman enemigos a esas gentes. Tú (... ), siendo
muy poca cosa para tener o haber tenido enemigos, llámales
"bienhechores". Y resultará que, a fuerza de encomendarles a Dios,
les tendrás simpatía."
En 1962, Rafael Calvo Serer fue a verle a
Roma. Le abrió su alma y le contó las calumnias y las persecuciones de que era
objeto por ciertos mandarines del franquismo. Escrivá, después de escucharle,
le dijo:
-Hijo mío, cuesta, pero... tienes que
aprender a perdonar.
Se quedó un momento callado y, como
pensando en voz alta, añadió: -Yo no he necesitado aprender a perdonar, porque
Dios me ha enseñado a querer.
PEDIR PERDÓN
No le importa desmerecer a los ojos de
los demás, o correr el riesgo de rebajar la estatura de su autoridad, por pedir
perdón cuando se da cuenta de que no ha actuado bien, o se ha dejado llevar por
un impulso primario de su fuerte temperamento.
A media mañana de un día de 1946, en
Madrid, pasa a la administración de la residencia de Diego de León. Saltan a la
vista varios detalles de desastrado desorden: un armario con las puertas entreabiertas;
otro, con el interior revuelto; las compras del mercado, aún en banastas y
paquetes, sin colocar en la despensa; en el lavadero, una pila de platos y
tazas usados... Aquélla no parece una casa del Opus Dei. Escrivá se disgusta.
Llama a la directora. Pero, al parecer, no está. Acude Flor Cano, otra mujer de
la Obra, y es ella quien recibe el "chaparrón" de protestas del
Padre:
-¡Esto no puede ser! ¡Esto no puede
ser...! ¿Dónde está vuestra presencia de Dios en el trabajo?... ¡Tenéis que
vivir todo con más sentido de responsabilidad!
Sin darse cuenta, Escrivá ha ido alzando
y endureciendo el tono de voz. De repente se detiene, guarda silencio un
instante.
Enseguida, con otra entonación
completamente distinta, dice:
-Señor... ¡perdóname! Y tú, hija mía,
perdóname también.
-¡Padre, por favor, si tiene usted toda
la razón del mundo!
-Sí, la tengo, porque lo que te estoy
diciendo es verdad... Pero no te lo debo decir en este tono. Así que, hija mía,
perdóname.
Otra vez, en Roma, a través del teléfono
interior, corrige con energía a uno de la Obra, Ernesto Juliá, por haber dejado
de realizar un trabajo importante. Ernesto no protesta ni se excusa. Al cabo de
un rato, alguien informa a Escrivá de que Ernesto Juliá no puede tener ni idea
de ese asunto, porque no se le ha encargado a él. Al instante, sin dilación, el
Padre vuelve a telefonear a ese hijo suyo y le pide que acuda a un punto de la
casa donde se comunican los edificios de la Casa del Vicolo y la Villa Vecchia.
Cuando llega Ernesto Juliá, ya está allí
Escrivá. Abre sus brazos con gesto de abrir el corazón, alojador, de par en
par. Y, con una sonrisa diáfana y rezumante de cariño, le dice:
-¡Hijo mío, te pido perdón y te devuelvo
la honra!
Le duele dejar resentida a una persona y
no tarda en restañar la herida que, aun sin querer, ha podido producir. Por eso
es pronto y pródigo a la hora de rectificar y pedir perdón.
También en Roma, un día de enero de 1955,
mientras unos cuantos alumnos del Colegio Romano están charlando con el Padre,
en una zona de paso de Villa Tevere, aparece por allí Fernando Acaso. Escrivá
le pregunta si ha recogido ya los muebles que han de colocarse cerca de unas
escaleras. Fernando inicia un circunloquio evasivo, sin aclarar si los muebles
están o no están ya en casa. El Padre ataja:
-Pero ¿los has traído? ¿Sí o no?
-No, Padre.
Escrivá, a propósito de este episodio,
dice a los que están allí que deben ser "siempre sinceros y directos, sin
temor a nada ni a nadie", y "sin excusaros, ¡porque nadie os está
acusando!".
En éstas, llega Álvaro del Portillo.
Precisamente viene buscando a Fernando Acaso. Se detiene con el grupo. Saluda a
todos y, dirigiéndose a Acaso, le comunica:
He ido a que me perdone el Señor... y
ahora vengo a que me perdonéis vosotros.
-Fernando, cuando quieras puedes recoger
los muebles, porque ya hay dinero en el banco.
El Padre se da cuenta entonces de que era
ése el motivo de las explicaciones evasivas de Fernando. Enseguida, allí mismo,
delante de todos, le pide disculpas:
-Perdóname, hijo, por no atender tus
razones... Ya veo que no tenías ninguna culpa. Con tu actitud, me has dado una
estupenda lección de humildad... ¡Dios te bendiga!
En el verano de ese mismo año 1955,
Josemaría Escrivá viaja a España y pasa un día por Molinoviejo, para estar con
un grupo numeroso de hijos suyos que hace allí un curso de formación y
descanso.
Están unos cuantos junto a la puerta de
la casa, por la parte de fuera que da al pinar. Escrivá mira a Rafael Caamaño,
recién llegado de Italia donde ha cursado tres años de ingeniería naval y, como
recordando algo súbitamente, le hace una señal para que se separe del grupo y
vaya con él hacia una fuente de piedra que hay allí cerca, entre la arboleda.
Con ellos va también Javier Echevarría. Cuando están los tres juntos, Escrivá
dice a Caamaño:
-Rafael, hijo, tengo que pedirte perdón,
porque pude haberte escandalizado aquella vez que no le di limosna al
mendigo... Necesitaba decirte que ése no es mi espíritu. Aunque yo nunca llevo
dinero encima, podía, debía haberos indicado a alguno de vosotros que le
dierais unas monedas a aquel pobre hombre... Ya lo sabes: el Padre no lo hizo
bien, y ahora te pide que le perdones.
Rafael no responde ni media palabra: se
ha quedado sorprendido y confuso. No acierta a recordar a qué episodio se
refiere el Padre. Sólo más tarde, y después de darle vueltas al tema,
conseguirá repescar en la memoria un hecho, tan nimio, que ni siquiera se
acordaba bien. En efecto, varios meses atrás, quizá un año, acompañó a Escrivá,
junto a otros dos de la Obra, a dar un paseo en coche por las afueras de Roma.
En uno de los castelli se habían detenido en un bar a tomar un café. Estando
allí, se les acercó un mendigo pidiendo limosna. Con un gesto vago le indicaron
que no tenían, o que no le iban a dar... Recordándolo ahora, Caamaño se da
cuenta de la fina conciencia de Escrivá, y de cómo un suceso tan trivial, tan
frecuente en el deambular de los hombres, había rasgado la sensibilidad del
Padre, sin borrarse de su mente, como una deuda moral por la que sentía la
perentoria necesidad de reparar: "Necesitaba decirte que... el Padre no lo
hizo bien."
¡Cómo no iba a ser así, si desde hacía
muchos años Escrivá había hecho criterio y propósito suyo el "no gastar ni
cinco céntimos, si, en mi lugar, un pobre de pedir no pudiera gastarlos"!
Un día, en Villa Tevere, entra en la sala
de Mapas, que por entonces funciona como oficina de la Secretaría general de la
Obra. Se dirige a dos o tres de los que trabajan allí y les corrige por unos
errores conceptuales que han vertido en algún documento de gobierno. No se
trata de una cuestión de estética literaria; sino que, al decir una cosa por
otra, queda afectada la propia espiritualidad del Opus Dei. Escrivá, después de
hacerles ver con tono enérgico el alcance futuro que podrían tener esas
equivocaciones, sale de la habitación.
Pasado un rato, regresa. Trae en el rostro
una expresión de apacible bonanza.
-Hijos míos, acabo de confesarme con don
Alvaro: porque lo que os he dicho antes os lo tenía que decir, pero no de ese
modo. Así que he ido a que me perdone el Señor... y ahora vengo a que me
perdonéis vosotros.
Otra vez, va con prisa por un pasillo.
Una hija suya, que se encuentra allí en ese momento, intenta detenerle,
preguntándole algo muy perenne, que no hace al caso, ni al momento, ni al
lugar. Escrivá, casi sin pararse, responde encogiéndose de hombros:
-¡Y yo qué sé!... ¡pregúntaselo a don
Álvaro!
El mismo día, más tarde, esta chica está
ordenando unas cosas en el vestíbulo de la Villa Vecchia. Pasan por allí
Escrivá y Del Portillo. Se detienen un instante con ella: