— Mantener despierta siempre la vida espiritual.
— La caridad de los primeros cristianos
— Cómo vivir el día de guardia.
I. Todo el Evangelio es una llamada a estar despiertos, vigilantes y en guardia ante el enemigo, que no descansa, y ante la llegada del Señor, que no sabemos cuándo tendrá lugar; ese momento decisivo en el que debemos presentarnos ante Dios con las manos llenas de frutos... Velad, pues, ya que no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor, nos dice el Evangelio de la Misa1. Sabed esto, que si el amo supiera a qué hora de la noche habría de venir el ladrón, estaría ciertamente velando, y no le dejaría que le horadase su casa.
Para el cristiano que se ha mantenido en vela no vendrá ese último día como el ladrón en la noche2, no habrá estupor y confusión, porque cada día habrá sido un encuentro con Dios a través de los acontecimientos más sencillos y ordinarios. San Pablo compara esta vigilia a la guardia (statio) que hace el soldado bien armado que no se deja sorprender3; con frecuencia habla de la vida cristiana como un estar de guardia, como el soldado en campaña4, que vive sobriamente y no le sorprende fácilmente el enemigo porque está despierto mediante la oración y la mortificación.
El Señor nos previene de muchas maneras, con parábolas distintas, contra la negligencia, la dejadez y la falta de amor. Un corazón que ama es un corazón vigilante, sobre sí mismo y sobre los demás. Dios nos encomienda estar también en vigilia, en guardia, sobre aquellos que especialmente están unidos a nosotros por lazos de fe, de sangre, de amistad...
Al referirse al ladrón en la noche, que leemos en el Evangelio de la Misa, el Señor quiere enseñarnos a no distraer la atención del gran negocio de la salvación, y quiere que no consideremos la vigilancia como algo meramente negativo: vigilar no significa solo abstenernos del sueño por miedo a que pueda ocurrir algo desagradable mientras estamos durmiendo. Vigilar «quiere decir estar siempre en espera; significa estar con la cabeza asomada fuera de la ventana con la esperanza de ser el primero en dar la voz, “¡Mirad, ya vienen!”»5. Vigilar es estar pendientes, con inmensa alegría, de la venida del Señor; es procurar con todas las fuerzas que quienes tenemos encomendados y más queremos encuentren también a Jesús, porque mediante la Comunión de los Santos podemos ser como el centinela que avista al enemigo y protege a los suyos, o el vigía que aguarda esperanzado la llegada de su Señor, para dar la buena noticia a los demás. Esperarle como aquel siervo prudente que cuida de la hacienda, realizando mientras tanto «todos los trabajos pequeños para aprovechar el tiempo: limpiar el polvo aquí, sacar brillo del suelo allí, encender fuego allá, de manera que la casa esté confortable cuando el amo entre. Cada uno tiene una tarea que cumplir; cada uno de nosotros debe ingeniárselas para hacerla lo mejor posible, mucho más si al parecer no nos queda mucho tiempo»6.
Vigilar, estar alerta, rechazar el sueño de la tibieza. Esto lo conseguimos cuando luchamos en aquellos puntos que nos indicaron en la dirección espiritual, cuando tenemos un examen particular concreto, cuando llevamos bien a término el examen general diario.
II. Los primeros cristianos, que supieron cumplir bien el Mandamiento nuevo del Señor7, hasta tal punto que los paganos los distinguían por el amor que se tenían y por el respeto con que trataban a todos, vivieron la caridad preocupándose por las necesidades de los demás y, en tiempos difíciles, ayudando a los hermanos para que todos fueran fieles a la fe. Existía entre ellos la costumbre –Tertuliano la llama statio, término castrense que significa estar de guardia8– de ayunar y hacer penitencia dos días a la semana, con el ánimo de prepararse para recibir con el alma más limpia la Sagrada Eucaristía y para pedir por aquellos que estaban en algún peligro o necesidad mayor. Sabemos, por ejemplo, que San Fructuoso sufrió martirio en un día en que ayunaba porque era su statio, su guardia9. Otros documentos de los primeros siglos nos hablan de esta costumbre.
El Señor espera que vivamos la caridad de modo particular con quienes tienen los mismos lazos de la fe: «“Ved cómo se aman, dicen, dispuestos a morir los unos por los otros” En cuanto al nombre de hermanos con que nosotros nos llamamos, ellos se forman una idea falsa (...). Por derecho de la naturaleza, nuestra madre común, también nosotros somos vuestros hermanos..., pero, ¡con cuánta mayor razón son considerados y llamados hermanos los que reconocen a Dios como a único Padre, los que beben del mismo Espíritu de santidad, y los que, salidos del mismo seno de la ignorancia, han quedado maravillados ante la misma luz de la verdad!»10.
Si nos han de doler las necesidades de todos los hombres, ¡cómo no vamos a vivir una caridad vigilante con quienes tienen los mismos ideales! También puede ayudarnos a nosotros, como a aquellos primeros cristianos, el fijarnos un día semanal en el que procuremos estar más pendientes de nuestros hermanos en la fe, ayudándoles con una oración mayor, con más mortificación, con más muestras de aprecio, con la corrección fraterna. Es estar especialmente vigilantes en la caridad por aquellos con quienes tenemos un deber más grande de estarlo, como el centinela que guarda el campamento, como el vigía que alerta ante la llegada del enemigo.
«“Custos, quid de nocte!” -¡Centinela, alerta!
»Ojalá tú también te acostumbraras a tener, durante la semana, tu día de guardia: para entregarte más, para vivir con más amorosa vigilancia cada detalle, para hacer un poco más de oración y de mortificación.
»Mira que la Iglesia Santa es como un gran ejército en orden de batalla. Y tú, dentro de ese ejército, defiendes un “frente”, donde hay ataques y luchas y contraataques. ¿Comprendes?
»Esa disposición, al acercarte más a Dios, te empujará a convertir tus jornadas, una tras otra, en días de guardia»11.
III. Ven -dice el Profeta Isaías-, pon uno en la atalaya que comunique lo que vea. Si ve un tropel de caballos, de dos en dos, un tropel de asnos, un tropel de camellos, que mire atentamente, muy atentamente, y que grite: ¡ya los veo! Así estoy yo, Señor, en atalaya, sin cesar todo el día, y me quedo en mi puesto toda la noche12. El centinela está en constante vigilancia, de día y de noche, ante los destructores de Babilonia que lo arrasarán todo e impondrán sus ídolos. El vigía está atento para salvar a su pueblo; así hemos de estar nosotros.
Para vivir esta vigilia y para crecer en la fraternidad nos puede ayudar, como a los primeros cristianos, ese día en el que estamos particularmente pendientes de los demás. En esa jornada deberemos decir con especial hondura: Cor meum vigilalt, mi corazón está vigilante13. Todos nos necesitamos, todos nos podemos ayudar; de hecho, estamos participando continuamente de los bienes espirituales de la Iglesia, de la oración, de la mortificación, del trabajo bien hecho y ofrecido a Dios, del dolor de un enfermo... En este momento, ahora, alguien está rezando por nosotros, y nuestra alma se vitaliza por la generosidad de personas que quizá desconocemos, o de alguna que está muy cercana. Un día, en la presencia de Dios, en el momento del juicio particular, veremos esas inmensas ayudas que nos mantuvieron a flote en muchas ocasiones, y en otras nos ayudaron a situarnos un poco más cerca del Señor. Si somos fieles, también contemplaremos con un gozo incontenible cómo fueron eficaces en otros hermanos nuestros en la fe todos los sacrificios, trabajos, oraciones, incluso lo que en aquel momento nos pareció estéril y de poco interés. Quizá veremos la salvación de otros, debida en buena parte a nuestra oración y mortificación, y a nuestras obras.
Todo cuanto hacemos tiene repercusiones y efectos de mucho peso en la vida de los demás. Esto nos debe ayudar a cumplir con fidelidad nuestros deberes, ofreciendo a Dios nuestras obras, y a orar con devoción, sabiendo que el trabajo, enfermedades y oraciones –bien unidos a la oración y al Sacrificio de Cristo, que se renueva en el altar– constituyen un formidable apoyo para todos. En ocasiones, esta ayuda que prestamos será uno de los motivos fundamentales de fidelidad a Dios, para recomenzar muchas veces, para ser generosos en la mortificación. Entonces podremos decir como el Señor: pro eis sanctifico ego meipsum..., por ellos me santifico14, este es el motivo de recomenzar hoy de nuevo, de acabar bien este trabajo, de vivir aquella mortificación. Jesús nos mirará entonces con particular ternura, y no nos dejará de su mano. Pocas cosas le son tan gratas como aquellas que de modo directo se refieren a sus hermanos, nuestros hermanos.
Esa caridad vigilante, ese «día de guardia», es fortaleza para todos. «“Frater qui adjuvatur a fratre quasi civitas firma” -El hermano ayudado por su hermano es tan fuerte como una ciudad amurallada.
»—Piensa un rato y decídete a vivir la fraternidad que siempre te recomiendo»15.
Día de guardia. Una jornada para estar más vibrantes en la caridad, con el ejemplo, con muchas obras sencillas de servicio a todos, con pequeñas mortificaciones que hagan la vida más amable; un día para examinar si ayudamos con la corrección fraterna a quienes lo necesitan, una jornada para acudir más frecuentemente a María, «puerto de los que naufragan, consuelo del mundo, rescate de los cautivos, alegría de los enfermos»16, con el santo Rosario, con la oración Acordaos, pidiéndole por quien sabemos quizá que tiene necesidad de una particular ayuda.