Una de las notas de la
personalidad madura es la capacidad de conjugar el despliegue de una actividad
intensa con el orden y la paz interior. Último artículo de la serie sobre
Formación de la personalidad.
Cuando San Agustín, ya anciano,
escribía «pax omnium rerum tranquillitas ordinis, la paz de todas las cosas es
la tranquilidad del orden»[1], lo hacía desde la experiencia de quien llevaba
años viéndose requerido constantemente por todo tipo de tareas: el gobierno
pastoral de la porción del Pueblo de Dios que tenía encomendado; su abundante
predicación; los retos que presentaba una época convulsa, de cambios sociales y
culturales. No es este, pues, un aforismo escrito en el sosiego del retiro, sino
en el fragor de la vida diaria, con todos sus imprevistos y vaivenes. La
coherencia de este santo era una conquista cotidiana; con el paso de los días,
su esfuerzo por “centrar el tiro” afianzaba más y más su carácter.
Una de las notas de la personalidad
madura es la capacidad de conjugar el despliegue de una actividad intensa con
el orden y la paz interior. Alcanzar este equilibrio implica cierto esfuerzo:
también San Josemaría hablaba de su lucha en este campo. «¡Dentro de mi sotana
te querría ver! -decía a uno que le hablaba de las dificultades que le generaba
el trabajo para cuidar de su formación- Porque también yo tengo pluriempleo.
Encima de ese desorden hemos de edificar el orden»[2]. El orden, la coherencia
de nuestra vida, es un botín que vamos ganando, moneda a moneda, en la batalla
de todos los días: «ese comenzar por el quehacer menos agradable pero más
urgente (…), con perseverancia en el cumplimiento del deber cuando tan fácil
sería abandonarlo, ese no dejar para mañana lo que hemos de terminar hoy: ¡Todo
por darle gusto a Él, a Nuestro Padre Dios!»[3].
El señorío de sí
Esta batalla serena no sólo tiene
que ver con las cosas que manejamos y las tareas que llenan nuestro día, sino
también con nuestro corazón. Sin ese latido interior, el orden sería sólo
gestión del tiempo, “optimización de procesos”, eficacia empresarial, pero no
demostraría auténtica madurez cristiana. La coherencia del cristiano se edifica
en un flujo constante, de adentro hacia afuera y de afuera hacia adentro; crece
con el dominio de sí, el orden de la actividad exterior, el recogimiento
interior y la prudencia.
No se nos escapan los obstáculos
que existen para alcanzar esta armonía interior. Si bien apreciamos el enorme
atractivo de una vida cristiana plena, muchas veces experimentamos tendencias
diversas y, a veces, contrarias. San Pablo lo expresó con fuerza: «al querer yo
hacer el bien encuentro esta ley: que el mal está en mí; pues me complazco en
la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra ley en mis miembros que
lucha contra la ley de mi espíritu»[4]. Sentimos una cosa y queremos otra,
notamos que estamos divididos entre lo que nos apetece y lo que debemos hacer,
y a veces acaba por nublársenos la vista; incluso puede llegar a parecernos
entonces que, a fin de cuentas, tampoco pasa nada por ser un poco incoherentes,
lo que en el fondo denota un amor vacilante.
Y sin embargo, ¡cómo resuena el
halago que nuestro Señor hizo a Natanael! «Aquí tenéis a un verdadero israelita
en quien no hay doblez»[5]. Quien procura conducirse de acuerdo con la voz de
Dios que resuena en su conciencia, inspira espontáneamente un gran respeto: las
personas de una pieza atraen, porque todo en ellas dice autenticidad. En
cambio, la doble vida, las compensaciones -aunque sean pequeñas-, la falta de
sinceridad, hacen que se nos enturbie el rostro del alma. Como todos estamos
expuestos a estas pequeñas desviaciones del rumbo, se trata de que seamos
sencillos, y las corrijamos con perseverancia; así se evita el riesgo de acabar
a la deriva en el alta mar de la vida.
Para tocar la melodía de Dios
Al poner orden en nuestro
interior no se trata sólo de que nuestra inteligencia “domine” la imaginación y
encauce la fuerza de los sentimientos y afectos: tiene que descubrir todo lo
que estos compañeros de viaje pueden y quieren decirle. Dicho de otro modo, no
podemos corregir la disonancia suprimiendo una de las melodías: Dios nos ha
hecho polifónicos. El señorío de sí, también conocido desde siempre como
templanza, no es frialdad cerebral: Dios nos quiere con un corazón que sea
«grande, fuerte y tierno y afectuoso y delicado»[6].
Con el corazón podemos tocar una
música para el Señor. Si queremos interpretarla bien, conviene ponerlo a tono,
como se afinan los instrumentos para que den la nota adecuada. Se trata de
educar los afectos, de fomentar una sensibilidad por lo que es auténticamente
bueno, porque responde a nuestro ser personal, con todas sus dimensiones. Los
sentimientos dan el colorido a nuestra vida, y permiten percibir con mayor
riqueza lo que sucede a nuestro alrededor. Sin embargo, del mismo modo como un
cuadro saturado de colores sin balance no es agradable, o un instrumento
desafinado resulta molesto, el corazón abandonado al vaivén sentimental
resquebraja la armonía de nuestra personalidad, y erosiona, a veces de modo
importante, nuestras relaciones con los demás.
San Josemaría aconsejaba poner
«siete cerrojos»[7] al corazón. En una ocasión, lo explicaba así: «ciérralo con
los siete cerrojos que yo recomiendo: uno para cada pecado capital. Pero no
dejes de tener corazón»[8]. La experiencia acumulada de siglos, también en los
lugares adonde no ha llegado el cristianismo, muestra que los afectos y los
instintos, sin control, pueden arrastrarnos como las aguas de una riada que
siembra destrucción por donde pasa. No se trata de anular la corriente, sino de
hacer un trabajo parecido al de los ingenieros que entuban el agua que baja de
los torrentes de las montañas para que mueva una turbina y produzca
electricidad. Una vez encauzada la corriente -que podría haber arrasado árboles
y casas-, todos pueden vivir tranquilos y aprovechar esa electricidad para
iluminar y calentar sus viviendas. Si nuestro espíritu no logra encauzar de
manera estable esas fuerzas instintivas y afectivas de nuestra naturaleza, no
puede tener paz ni sosiego: no puede existir vida interior.
Tomar las riendas de nuestro día
Un paso importante para ser
señores de nosotros mismos es el de sobreponernos a la pereza, un virus
silencioso pero eficaz, que puede paralizarnos poco a poco si no lo mantenemos
a raya. La pereza se hace fuerte en quien no tiene un norte, o también en
quien, teniéndolo, no se pone a andar en esa dirección. «No confundas la
serenidad con la pereza, con el abandono, con el retraso en las decisiones o en
el estudio de los asuntos»[9]. Poner la cabeza en lo que requiere nuestra
atención, evitar huir de lo que suponga un poco de esfuerzo; no dejar para
después lo que podemos hacer ahora… sobre esos hábitos sí se construye una
personalidad ágil, recia y serena.
También conviene estar atentos al
otro extremo, el activismo desordenado: «Hijo, no te ocupes de muchos asuntos;
si te desbordan, no estarás falto de culpa; por más que corras no los
alcanzarás, y aunque huyas no te podrás escapar de ellos»[10]. Madurez de la
personalidad significa aquí ponderación, orden en nuestra actividad. Para que
la vida no se nos lleve por delante con sus infinitos requerimientos, nos
servirá tomar la iniciativa para distribuir nuestra actividad en los tiempos
adecuados, es decir, planificar -sin cuadricularnos- dando prioridad a lo que
debe estar en primer lugar y no a lo que surge en cada momento. Así evitamos
que lo urgente se coma lo importante. Lógicamente, no es preciso programarlo
todo, pero sí evitar que la improvisación lleve a perder tiempo porque
simplemente nos dedicamos a salir al paso de lo que nos ocurre durante el día.
En este sentido decía San Josemaría que «es preciso ordenarse porque no tenemos
tiempo de hacerlo todo enseguida».
En nuestro día hay algunos
momentos clave que podemos fijar de antemano: la hora de acostarnos, la hora de
levantarnos, los tiempos que vamos a dedicar exclusivamente a Dios, la hora de
trabajar, la hora de las comidas… Después está todo el campo de hacer bien lo
que debemos hacer, con rendimiento, atención y perfección, es decir, con amor.
«Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que
haces»[11]. Se trata, a fin de cuentas, de un programa de santidad que no
encorseta, porque se ordena a un fin grande: hacer feliz a Dios y a los demás.
A la vez, ese mismo amor que nos mueve a regirnos por un horario nos indicará
cuándo el plan tiene que “saltar”, porque lo exige el bien de otras personas, o
por tantos otros motivos que se presentan con claridad a quien vive cara a
Dios.
El cultivo del espacio interior
La interioridad es el centro vivo
de la persona, lo que hace que sus fuerzas, cualidades, disposiciones de ánimo
y acciones formen una unidad. Quien es capaz de vivir dentro de sí, de recoger
sus sentidos y potencias hasta sosegar el alma, desarrolla una personalidad más
rica, porque es más capaz de relación, de diálogo. «El silencio -decía
Benedicto XVI- es parte integrante de la comunicación y sin él no existen
palabras con densidad de contenido»[12].
Para no limitarse a nadar en la
superficie de la vida, es preciso dedicar tiempo a pensar lo que nos ha pasado,
lo que hemos leído, lo que nos han dicho, y sobre todo las luces que hemos
recibido de Dios. Reflexionar ensancha y enriquece nuestro espacio interior:
nos ayuda a integrar las diversas facetas de nuestra vida -trabajo, relaciones
sociales, ocio, etc.- con el proyecto de vida cristiana que realizamos de la
mano del Señor. Este hábito implica aprender a entrar dentro de nuestra alma,
superando la prisa, la impaciencia, la dispersión. Se abre así un espacio de
meditación en la presencia de Dios: «Quién de nosotros, a la noche, antes de
terminar el día, cuando se queda solo, no se pregunta: ¿qué sucedió hoy en mi
corazón? ¿Qué sucedió? ¿Qué cosas pasaron por mi corazón?»[13].
Ese sosiego del espíritu se
consigue cuando cortamos con las tensiones de la vida y detenemos las
solicitaciones de los asuntos pendientes, y la imaginación; cuando detenemos el
ritmo de la vida exterior y callamos tanto por fuera como por dentro. De esa
manera, nuestros conocimientos y experiencias adquieren profundidad, aprendemos
a asombrarnos, a contemplar, a saborear los bienes del espíritu, a escuchar a
Dios. Con esta riqueza interior, cuando salimos fuera podremos disfrutar más al
comunicamos con los demás, pues tendremos algo personal, algo nuestro, que
aportar.
En el silencio, podremos escuchar
la voz del Señor. Cuando Dios quiere pasar ante Elías en el monte Horeb, la
Sagrada Escritura nos dice que no estaba en la violencia del huracán que partía
las rocas, ni en el espanto del terremoto, ni en el fuego que le siguió, sino
en una brisa que apenas se notaba[14]. Callar es hermoso; no es ningún vacío,
sino vida auténtica y plena, si permite establecer un diálogo íntimo con Dios.
«Un hilo sonoro de silencio: así se acerca el Señor, con la sonoridad del
silencio que es propia del amor»[15].
La sabiduría de corazón
«El sabio de corazón será llamado
prudente»[16]. La capacidad de recogimiento nos permite asentar cada vez con
más profundidad los motivos que guían nuestra vida. La coherencia madura
entonces como la fruta al sol, y se vierte en nosotros el licor de una
sabiduría que nos ayuda a acertar en nuestras decisiones.
No siempre es necesario dar
respuestas inmediatas a lo que se nos plantea. La prudencia, muchas veces,
llevará a informarse bien antes de enjuiciar o tomar una decisión, porque con
frecuencia las cosas no son como aparecen a primera vista. Una persona madura
se caracteriza por estudiar los asuntos con atención, acudir a la memoria de
experiencias pasadas de temas parecidos y pedir consejo a quienes están en
condiciones de darlo. Y, antes que nada, algo que para un cristiano resulta muy
natural, casi como un reflejo: pedir consejo a Dios: «no tomes una decisión sin
detenerte a considerar el asunto delante de Dios»[17]. Así es más fácil aplicar
a la situación concreta un juicio ponderado, sin ceder a la ligereza, la
comodidad, el peso de la vida pasada, o la presión del ambiente. Y tener la
valentía de tomar una decisión -aunque toda decisión entrañe un riesgo- y de
ejecutarla sin demoras, con la disposición de rectificar, si más tarde nos
damos cuenta de que nos hemos equivocado.
La coherencia cristiana -fruto de
una interioridad cultivada- nos pone, en definitiva, en condiciones de
entregarnos a un ideal, y de perseverar en él. «Dame gracia para dejar todo lo
que se refiere a mi persona. Yo no debo tener más preocupaciones que tu
Gloria..., en una palabra, tu Amor. ¡Todo por Amor!»[18].