Las nuevas tecnologías han aumentado el volumen de información que recibimos en cada instante, y quizás hoy ya no nos sorprenda que nos lleguen en tiempo real las noticias de sitios lejanos. Estar enterado y tener datos de lo que sucede es progresivamente más fácil. Surgen, quizá, nuevos retos, y en particular este: ¿cómo gestionar los recursos informáticos?
El aumento de la información disponible impone a cada uno de nosotros la necesidad de cultivar una actitud reflexiva. Es decir, la capacidad de discernir los datos que son valiosos de los que no lo son. A veces es complicado, pues «la velocidad con la que se suceden las informaciones supera nuestra capacidad de reflexión y de juicio, y no permite una expresión mesurada y correcta de uno mismo»[1]. Si a lo anterior se suma que las tecnologías de comunicación nos ofrecen una gran cantidad de estímulos que reclaman nuestra atención (mensajes de texto, imágenes, música), es evidente el riesgo de acostumbrarse a responder a estos inmediatamente, sin tener en cuenta la actividad que estábamos realizando en ese momento.
El silencio forma parte del proceso comunicativo, al abrir momentos de reflexión que permitirán asimilar lo que se percibe y dar una respuesta adecuada al interlocutor: «Escuchamos y nos conocemos mejor a nosotros mismos; nace y se profundiza el pensamiento, comprendemos con mayor claridad lo que queremos decir o lo que esperamos del otro; elegimos cómo expresarnos»[2].
En la vida cristiana, el silencio juega un papel importantísimo, pues es condición para cultivar una interioridad que permite oír la voz del Espíritu Santo y secundar sus mociones. San Josemaría relacionaba al silencio, la fecundidad y la eficacia[3], y el Papa Francisco ha pedido oraciones «para que los hombres y mujeres de nuestro tiempo, a menudo abrumados por el bullicio, redescubran el valor del silencio y sepan escuchar a Dios y a los hermanos»[4]. ¿Cómo conseguir esta interioridad, en un ambiente marcado por las nuevas tecnologías?
La virtud de la templanza, una aliada
Señala san Josemaría una experiencia con la que es fácil identificarse: "Me bullen en la cabeza los asuntos en los momentos más inoportunos...", dices. Por eso te he recomendado que trates de lograr unos tiempos de silencio interior,... y la guarda de los sentidos externos e internos[5]. Para alcanzar un recogimiento que lleve a meter las potencias en la tarea que realizamos, y así poder santificarla, es preciso ejercitarse en la guarda de los sentidos. Y esto se aplica de modo especial al uso de los recursos informáticos, que ‒como todos los bienes materiales‒ se deben emplear con moderación.
La virtud de la templanza es una aliada para conservar la libertad interior al moverse por los ambientes digitales. Templanza es señorío[6], porque ordena nuestras inclinaciones hacia el bien en el uso de los instrumentos con los que contamos. Lleva a obrar de manera que se empleen rectamente las cosas, porque se les da su justo valor, de acuerdo con la dignidad de hijos de Dios.
Si queremos acertar en la elección de aparatos electrónicos, la contratación de servicios, o incluso al usar un recurso informático gratuito, resulta lógico que consideremos su atractivo o utilidad, pero también si aquello corresponde con un estilo templado de vivir: ¿Esto me llevará a aprovechar más el tiempo, o me procurará distracciones inoportunas? ¿las funcionalidades adicionales justifican una nueva compra, o es posible seguir utilizando el aparato que ya tengo?
El ideal de la santidad implica ir más allá de lo que es meramente lícito ‒si se puede…‒, para preguntarse: esto, ¿me acercará más a Dios? Da mucha luz aquella respuesta de san Pablo a los de Corinto:«Todo me es lícito». Pero no todo conviene. «Todo me es lícito». Pero no me dejaré dominar por nada[7]. Esta afirmación de autodominio del Apóstol cobra nueva actualidad, cuando consideramos algunos productos o servicios informáticos que, al procurar una recompensa inmediata o relativamente rápida, estimulan la repetición. Saber poner un límite a su uso evitará fenómenos como la ansiedad o, en casos extremos, una especie de dependencia. Nos puede servir en este campo aquel breve consejo: Acostúmbrate a decir que no[8], detrás del cual se encuentra una llamada a luchar con sentido positivo, como el mismo san Josemaría explicaba: Porque de esta victoria interna sale la paz para nuestro corazón, y la paz que llevamos a nuestros hogares –cada uno, al vuestro–, y la paz que llevamos a la sociedad y al mundo entero[9].
El uso de las nuevas tecnologías dependerá de las circunstancias y necesidades propias. Por eso, en este ámbito cada uno ‒ayudado por el consejo de los demás‒ debe encontrar su medida. Cabe siempre preguntarse si el uso es templado. Los mensajes, por ejemplo, pueden ser útiles para manifestar cercanía a un amigo, pero si fueran tan numerosos que acarrearan interrupciones continuas en el trabajo o el estudio, probablemente estaríamos cayendo en la banalidad y la pérdida de tiempo. En este caso, el autodominio nos ayudará a vencer la impaciencia y a dejar la respuesta para más tarde, de modo que podamos emplearnos en una actividad que exigía concentración, o simplemente prestar atención a una persona con la que estábamos conversando.
Ciertas actitudes ayudan a vivir la templanza en este ámbito. Por ejemplo, conectar el acceso a las redes a partir de una hora determinada, fijar un número de veces al día para mirar la cuenta de una red social o para comprobar el correo electrónico, desconectar los dispositivos por la noche, evitar su uso durante las comidas y en los momentos de mayor recogimiento, como son los días dedicados a un retiro espiritual. Internet se puede consultar en momentos y lugares apropiados, de modo que uno no se ponga en una situación de navegar por la web sin un objetivo concreto, con el riesgo de toparse con contenidos que contradicen un planteamiento cristiano de la vida, o al menos perder el tiempo con trivialidades.
El convencimiento de que nuestras aspiraciones más altas están más allá de las satisfacciones rápidas que nos podría dar un click, da sentido al esfuerzo por vivir la templanza. A través de esta virtud, se forja una personalidad sólida y la vida recobra entonces los matices que la destemplanza difumina; se está en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes[10].
El valor del estudio
El hábito del estudio, que ordena el afán de conocer hacia metas nobles, suele relacionarse a la templanza. Santo Tomás caracteriza la virtud de lastudiositas como un «cierto entusiasmante interés por adquirir el conocimiento de las cosas»[11], que implica la superación de la comodidad y la pereza. Cuanto más intensamente la mente se aplique a algo gracias a haberlo conocido, tanto más se desarrolla regularmente su deseo de aprender y saber.
El afán de saber es enriquecedor cuando se pone al servicio de los demás, y contribuye a fomentar un recto amor al mundo, que nos impulsa a seguir la evolución de las realidades culturales y sociales en las que nos movemos y que queremos llevar a Dios. Pero esto es distinto del vivir abocado hacia fuera, dominado por una curiosidad que se manifestaría, por ejemplo, en el ansia de estar informados de todo o de no querer perderse nada. Esa actitud desordenada acabaría conduciendo a la superficialidad, a la dispersión intelectual, a la dificultad para cultivar el trato con Dios, a la pérdida del afán apostólico.
Las nuevas tecnologías, al ampliar las fuentes de información disponibles, son una ayuda valiosa en el estudio de asuntos tan variados como un proyecto académico de investigación, la elección de un sitio para las vacaciones familiares, etc. Sin embargo, también existen varias formas de desorden del apetito o deseo de conocimiento: una persona puede abandonar un determinado estudio que constituye para ella una obligación, y comenzar «otra investigación menos beneficiosa»[12]. Por ejemplo, cuando la atención se centra en la respuesta a un mensaje o a la última actualización, en lugar de concentrarse en el estudio o el trabajo.
La curiosidad desmedida, que santo Tomás caracterizaba como una «inquietud errante del espíritu»[13], puede conducir a la acidia: una tristeza del corazón, una pesadez del alma que no consigue responder a su vocación que exige poner atención y esfuerzo en el trato con el prójimo y con Dios. La acidia es compatible con una cierta agitación de la mente y el cuerpo, pero que solo refleja la inestabilidad interior. Por el otro lado, el hábito del estudio mantiene el vigor a la hora de trabajar y relacionarse con los demás, da eficacia al tiempo que empleamos e incluso ayuda a encontrar gusto a las actividades que exigen un esfuerzo mental.
Proteger los tiempos de silencio
La templanza allana el camino hacia la santidad, pues construye un orden interior que permite emplear la inteligencia y la voluntad en lo que se trae entre manos: ¿Quieres de verdad ser santo? –Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces[14]. Para recibir la gracia divina, para crecer en santidad, el cristiano ha de meterse en la actividad que es su materia de santificación.
¿Las nuevas tecnologías favorecen la superficialidad? Dependerá, sin duda, del modo en que se utilicen. Sin embargo, hay que estar prevenidos contra la disipación: –Dejas que se abreven tus sentidos y potencias en cualquier charca. –Así andas tú luego: sin fijeza, esparcida la atención, dormida la voluntad y despierta la concupiscencia[15].
Evidentemente, cuando se cede a la disipación por un empleo desordenado del teléfono o de internet, la vida de oración encuentra obstáculos para su desarrollo. No obstante, el espíritu cristiano lleva a conservar la calma mientras uno se mueve con soltura en las diversas circunstancias de la vida moderna: Los hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio permanente con el Señor[16].
San Josemaría señalaba que el silencio es como el portero de la vida interior[17], y en esta línea animaba a los fieles que viven en medio del mundo a tener momentos de mayor recogimiento, compatibles con un trabajo intenso. Especial importancia daba a la preparación de la Santa Misa. En un ambiente permeado por las nuevas tecnologías, los cristianos saben encontrar tiempos para el trato con Dios, donde se recogen los sentidos, la imaginación, la inteligencia, la voluntad. Como el profeta Elías, descubrimos al Señor no en el ruido de los elementos y el ambiente, sino en un susurro de brisa suave[18].
El recogimiento que abre espacio al coloquio con Jesucristo exige dejar en un segundo plano otras actividades que reclaman nuestra atención. La oración pide desconectarse de lo que nos pueda distraer, y con frecuencia será oportuno que la desconexión sea física: desactivando las notificaciones de un dispositivo, cerrando los programas en ejecución o, eventualmente, apagándolo. Es el momento de dirigir la mirada al Señor, y dejar en sus manos el resto.
Por otro lado, el silencio lleva a ser atento con los demás y refuerza la fraternidad, para descubrir personas que necesitan ayuda, caridad y cariño[19]. En una época donde contamos con recursos tecnológicos que parecen empujarnos a llenar todo nuestro día de iniciativas, de actividades, de ruido, es bueno hacer silencio fuera y dentro de nosotros. En este sentido, al reflexionar sobre el papel de los medios de comunicación en la cultura actual, el Papa Francisco ha invitado a «recuperar un cierto sentido de lentitud y de calma. Esto requiere tiempo y capacidad de guardar silencio para escuchar. (…) Si tenemos el genuino deseo de escuchar a los otros, entonces aprenderemos a mirar el mundo con ojos distintos y a apreciar la experiencia humana tal y como se manifiesta en las distintas culturas y tradiciones»[20]. El esfuerzo por formar una actitud personal de escucha, y la promoción de espacios de silencio, nos abre a los demás, y de modo especial, a la acción de Dios en nuestras almas y en el mundo.