Dios se ha hecho hombre para
darnos la vida eterna, pero también para hacernos felices en la vida terrena.
Este ensayo es una reflexión sobre las implicaciones que tiene para el
cristiano la venida de Cristo a la Tierra.
El sentido de novedad recorre
todo el Evangelio, desde la Anunciación a la Virgen María hasta la Resurrección
del Señor. El Nuevo Testamento habla en mil modos diversos de un nuevo comienzo
para la humanidad. La misma palabra “evangelio” quiere decir justo eso: la
“buena noticia”. Desde el arranque de su ministerio público, Cristo anuncia
abiertamente el cumplimiento de los tiempos y la venida del Reino de Dios: el
tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en
el Evangelio[1].
Pero esto no significa que el
Señor quiera cambiar todo. No es un revolucionario o un iluminado. De hecho,
por ejemplo, para hablar de la indisolubilidad del matrimonio, toma como punto
de partida lo que Dios hizo en el origen, cuando creó a la mujer y al
hombre[2]. Por eso declaró: no penséis que he venido a abolir la Ley o los
Profetas; no he venido a abolirlos sino a darles su plenitud[3]; y, en
repetidas ocasiones, conminó a los discípulos a que cumplieran fielmente los
mandamientos que Moisés había comunicado al pueblo de parte de Dios.
Y sin embargo, en la predicación
del Señor hay, sin duda, un aire nuevo, liberador. Por una parte, la doctrina
de Jesús desarrolla elementos ya presentes en el Antiguo Testamento, como son
la rectitud de intención, el perdón, o la necesidad de amar a todos los hombres
sin restricción, en particular a los pobres y a los pecadores. En Cristo se da
cumplimiento a las antiguas promesas que Dios hizo a los profetas. Por otra
parte, la llamada del Señor se dirige de modo radical y perentorio no a un
pueblo, sino a todos los hombres, a los que llama uno por uno.
La novedad de la presencia y
actuación de Jesucristo se percibe también de otro modo, desconcertante a
primera vista: muchos hombres lo rechazan. Vino a los suyos, y los suyos no le
recibieron[4], dice San Juan. Ese rechazo de parte de los hombres pone todavía
más de relieve, si es posible, lo incondicional de la entrega y de la caridad
del Señor hacia la humanidad. Además, este rechazo lo llevó derechamente a su
muerte en la Cruz, libremente abrazada, sacrificio único y definitivo, fuente
salvífica para todos los hombres.
Pero Dios fue fiel a su promesa,
y la potencia del mal no pudo apagar la entrega divina de Jesús, como manifestó
la Resurrección. La fuerza salvífica que Dios introdujo en el mundo por la
Encarnación de su Hijo, y sobre todo por su Resurrección, es la novedad
absoluta, universal y permanente. Esto se aprecia desde el inicio de la
predicación apostólica: con alegría desbordante, los apóstoles proclamaron por
toda Judea, por el Imperio Romano y por el mundo entero que Jesús había
resucitado; que el mundo podía cambiar, que cada mujer, cada hombre podían
cambiar; que ya no estábamos sometidos a la ley del pecado y de la muerte
eterna. Cristo, asentado a la derecha del Padre, dice: mira, hago nuevas todas
las cosas[5]. En Cristo, Dios ha tomado de un modo nuevo las riendas del mundo
y de la historia humana, sumidos en el pecado, para llevarlos a su realización
plena. A pesar de todas la dificultades que los cristianos de la primera hora
tuvieron, miraban al futuro con esperanza y optimismo. Y contagiaban sin cesar
su fe entre todas las personas que tenían alrededor.
La novedad de la vida eterna
después de la muerte
En el mundo pagano era común
considerar el futuro como una simple réplica del pasado. El cosmos existía
desde siempre y, dentro de grandes mutaciones cíclicas, perduraría para
siempre. Según el mito del eterno retorno, todo lo que tuvo lugar ayer, volvería
en el futuro. En este contexto antropológico-religioso, el hombre sólo podía
salvarse escapando de la materia, en una especie de éxtasis espiritual separado
de la carne; o viviendo en este mundo, como decía San Pablo, sin miedo ni
esperanza[6]. En los primeros siglos del cristianismo, los paganos siguen una
ética más o menos recta; creen en Dios o en los dioses y les dirigen un culto
asiduo, en búsqueda de protección y consuelo; pero les falta la esperanza
cierta de un futuro feliz. La muerte era un puro truncamiento, un sinsentido.
Por otra parte, la voluntad de
vivir para siempre es profunda en el hombre, como manifiestan los filósofos,
los literatos, los artistas, los poetas y, de modo eminente, los que se aman.
El hombre ansía perdurar; y tal deseo se manifiesta de múltiples modos: en los
proyectos humanos, en la voluntad de tener hijos, en el deseo de influir sobre
la vida de otras personas, de ser reconocido y recordado; en todo esto, se
puede adivinar la tensión humana hacia la eternidad. Hay quien piensa en la
inmortalidad del alma; hay quien entiende la inmortalidad como reencarnación;
hay, en fin, quien ante el hecho cierto de la muerte decide poner todos los
medios para conseguir el bienestar material o el reconocimiento social: bienes
que nunca serán suficientes, porque no sacian, porque no dependen sólo de la
propia voluntad. En esto el cristiano es realista, pues sabe que la muerte es
el término de todos los sueños vanos del hombre.
En medio del dilema de la muerte
y de la inmortalidad, el poder recreador de Dios se hace presente en la vida,
pasión y resurrección de Jesucristo. El fiel cristiano, unido con Él por el
Bautismo y los demás sacramentos, reproduce los hitos principales del paso del
Señor por la tierra. Como escribe San Pablo a los romanos, fuimos sepultados
juntamente con él mediante el bautismo para unirnos a su muerte, para que, así
como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así
también nosotros caminemos en una vida nueva. Porque si hemos sido injertados
en él con una muerte como la suya, también lo seremos con una resurrección como
la suya [7].
En efecto, el cristiano tiene la
certeza de que Dios le ha dado la vida creándolo a su imagen y semejanza [8].
Sabe que cuando experimenta la angustia de la muerte que se acerca, Cristo
actúa en él, convirtiendo sus penas y su muerte en fuerza corredentora. Y está
seguro de que el mismo Jesús, al que ha servido, imitado y amado, le recibirá
en el Cielo, llenándolo de gloria después de su muerte. La grande y gozosa
verdad de la fe cristiana es que, por la fe en Cristo, el hombre puede superar
con creces al último enemigo [9], la muerte, abriéndose a la visión perpetua de
Dios y a la resurrección del cuerpo al final de los tiempos, cuando todas las
cosas se hayan cumplido en Cristo.
La vida no termina aquí; estamos
seguros de que el sacrificio escondido y la entrega generosa tienen un sentido
y un premio que, por la misericordia magnánima de Dios, van más allá de lo que
el hombre podría esperar con las propias fuerzas. Si alguna vez te
intranquiliza el pensamiento de nuestra hermana la muerte, porque ¡te ves tan
poca cosa!, anímate y considera: ¿qué será ese Cielo que nos espera, cuando
toda la hermosura y la grandeza, toda la felicidad y el Amor infinitos de Dios
se viertan en el pobre vaso de barro que es la criatura humana, y la sacien
eternamente, siempre con la novedad de una dicha nueva? [10].
Los novísimos empiezan de algún
modo en la tierra
Aunque es cierto que la novedad
cristiana se refiere principalmente a la otra vida, al más allá, la Iglesia
enseña que la novedad de la Resurrección de Cristo ya está presente, de algún
modo, en la tierra. Por más que dure el universo tal como lo conocemos, estamos
ya “en los últimos tiempos”, seguros de que el mundo ha sido redimido, pues
Cristo ha derrotado el pecado, la muerte, al demonio.
El Reino de Dios está ya en medio
de vosotros [11]; en medio no sólo como una presencia externa, sino también
como dentro del creyente, en el alma en gracia, con una presencia real, actual,
eficaz, aunque todavía no del todo visible y completa. «La plenitud de los
tiempos ha llegado, pues, hasta nosotros (cfr. 1 Cor 10, 11), y la renovación
del mundo está irrevocablemente decretada y empieza a realizarse en cierto modo
en el siglo presente, ya que la Iglesia, aun en la tierra, se reviste de una
verdadera, si bien imperfecta, santidad (...). Somos llamados hijos de Dios y
lo somos de verdad (cfr. 1 Jn 3, 1); pero todavía no hemos sido manifestados
con Cristo en aquella gloria (cfr. Col 3, 4), en la que seremos semejantes a
Dios, porque lo veremos tal cual es (cfr. 1 Jn 3, 2)» [12].
La Iglesia es depositaria en la
tierra de esa presencia por adelantado del Reino de Dios; camina como peregrina
en la tierra, pero todo el poder salvífico de Dios actúa ya de algún modo en el
siglo presente, por medio de la Palabra revelada y de los sacramentos,
especialmente la Eucaristía; poder salvífico que se manifiesta también en la
vida santa de los cristianos, que viven en el mundo, sin ser del mundo [13]. El
cristiano es, ante el mundo y en el mundo, alter Christus, ipse Christus, otro
Cristo, el mismo Cristo: se establece así una cierta polaridad en la vida de la
Iglesia y de cada creyente entre el ya y el todavía no, entre el momento
presente –ocasión de acoger la gracia– y la plenitud final; tensión que tiene
muchas consecuencias para la vida del cristiano y para la comprensión del
mundo.
Esta realidad confirma la
distinción que existe entre el orden natural y el orden sobrenatural. La vida
sobrenatural, basada en la fe y en la gracia de Dios, se inserta en el alma del
cristiano, aunque no haya informado plenamente todos los aspectos de su
existencia. El cristiano vive metido en Dios y para Dios, y se esfuerza por
comunicar los bienes divinos a los demás hombres. En la vida futura, la gracia,
o vida sobrenatural, se convertirá en gloria, y el hombre alcanzará una
inmortalidad completa en la resurrección de los muertos. En la vida presente,
en cambio, aunque esté perfeccionada por la gracia, la existencia humana posee
leyes propias, que han de aplicarse en los distintos ámbitos: personal,
familiar, social y político. La vida sobrenatural acoge, perfecciona y lleva a
plenitud la naturaleza, sin anularla ni sustituirla.
Otra consecuencia de la tensión
entre el ya y el todavía no se expresa en la noción cristiana del tiempo y de
la historia. Para el pensamiento pagano, casi siempre fatalista, los eventos de
la historia estaban previstos y determinados de antemano por el fatum, el
destino. El tiempo pasaba intocable e impertérrito, como espectador mudo y
pasivo, enmarcando el curso de la historia. Pero el tiempo cristiano no es sólo
tiempo que pasa; es espacio creado por Dios para crecimiento y progreso, para
la historia y la redención. Dios actúa con su Providencia en el tiempo, para
llevar el mundo y la historia hacia su plenitud.
El Señor ha querido contar con la
respuesta inteligente y libre de los hombres, con las oraciones de los santos y
las buenas acciones de muchos, para influir en el curso de los eventos. Como
imagen suya, los hombres pueden cambiar la historia: en unos casos para mal,
como ocurrió con el pecado de Adán y Eva; pero sobre todo de un modo positivo,
participando activamente en la realización del designio divino, precisamente
porque el evento más relevante y eficaz, el que dio a la historia del mundo el
viraje más radical, fue la Encarnación del Hijo de Dios. Por eso, la
colaboración humana más profunda y duradera en los planes divinos para cambiar
el curso de la historia ha sido llevada a cabo por la Virgen, cuando acogió con
un decidido fiat! al Hijo de Dios en su seno.
Los cristianos viven en el mundo
conscientes de los pecados propios y ajenos, pero convencidos de que el mejor
modo de aprovechar el tiempo es servir a Dios, para mejorar el mundo que nos ha
confiado. De algún modo, el tiempo es plasmado por el hombre, es humanizado. La
tensión escatológica se hace patente en la Providencia divina, siempre presente
en la vida de la Iglesia y de cada cristiano. «La creación tiene su bondad y su
perfección propias, pero no salió plenamente acabada de las manos del Creador. Fue
creada “en estado de vía”, hacia una perfección última todavía por alcanzar, a
la que Dios la destinó. Llamamos divina providencia a las disposiciones por las
que Dios conduce la obra de su creación hacia esta perfección»[14]. El Señor no
ha hecho todo, hasta el último detalle, desde el inicio. Poco a poco, contando
con la inteligente y perseverante colaboración de las criaturas, va acercando a
todas y cada una de ellas hacia su fin. Como hemos visto, el poder salvífico de
Dios normalmente se hace presente en la vida del hombre de forma escondida e
interior; de manera similar, la Providencia divina obra suave y ordinariamente,
no sólo en los grandes eventos, sino también en los que, en apariencia, son más
pequeños. Por eso el Señor invita a la plena confianza: así pues, no andéis
preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer, qué vamos a beber, con qué nos vamos
a vestir? Por todas esas cosas se afanan los paganos. Bien sabe vuestro Padre
celestial que de todo eso estáis necesitados. Buscad primero el Reino de Dios y
su justicia, y todas estas cosas se os añadirán [15].
Dios –explicaba san Josemaría–,
que es la hermosura, la grandeza, la sabiduría, nos anuncia que somos suyos,
que hemos sido escogidos como término de su amor infinito. Hace falta una recia
vida de fe para no desvirtuar esta maravilla, que la Providencia divina pone en
nuestras manos. Fe como la de los Reyes Magos: la convicción de que ni el
desierto, ni las tempestades, ni la tranquilidad de los oasis nos impedirán
llegar a la meta del Belén eterno: la vida definitiva con Dios[16].
Desde el inicio de su existencia
terrena, el Señor llenó a la que sería la Madre de su Hijo con una
extraordinaria abundancia de dones, humanos y sobrenaturales. Concebida sin
pecado original, Ella era lallena de gracia[17]. Durante su vida, en medio de
un sinfín de pruebas y oscuridades, vivió heroicamente la fe, fortaleciendo con
su ejemplo a los primeros discípulos. Al final de su vida, exenta de cualquier
pecado, fue asunta al cielo en cuerpo y alma, participando para siempre, como
Reina de los Ángeles y de toda la creación, en la gloria del Señor. En Ella se
ha verificado plenamente la promesa divina de llevar a los hombres a la gloria.
Por eso, la Virgen es para cada hombre spes nostra, faro que nos ilumina y causa
de nuestra esperanza.