Cuando explicamos el por qué de nuestras reacciones espontáneas, más que decir "es que soy así", muchas veces tendríamos que admitir: "me he hecho así". Editorial sobre la forja del carácter en la vida del cristiano.
«Les pido que sean constructores del futuro, que se metan en el trabajo por un mundo mejor. Queridos jóvenes, por favor, no balconeen la vida, métanse en ella, Jesús no se quedó en el balcón, se metió; no balconeen la vida, métanse en ella como hizo Jesús»[1]. Ante estas palabras del Papa Francisco a los jóvenes, surgen inmediatamente algunas preguntas, que el mismo Romano Pontífice formulaba enseguida: «¿Por dónde empezamos? ¿A quién le pedimos que empiece esto? Por vos y por mí. Cada uno, en silencio otra vez, pregúntese si tengo que empezar por mí, por dónde empiezo. Cada uno abra su corazón para que Jesús le diga por dónde empiezo»[2]. Para ser protagonistas de los acontecimientos del mundo es indispensable comenzar por ser protagonistas de nuestra propia vida.
Libres y condicionados
Este protagonismo implica
reconocer que si bien las circunstancias familiares o sociales influyen en
nuestro carácter, no lo determinan de un modo absoluto. Lo mismo cabe decir de
los instintos más elementales que provienen de la constitución corporal, y
también de la herencia genética: marcan algunas tendencias, pero que se pueden
moldear y orientar con el ejercicio de una voluntad que sigue a la razón bien
formada.
Nuestra personalidad se forja en
la medida en que libremente tomamos decisiones, ya que las acciones humanas no
se dirigen únicamente a cambiar nuestro entorno, sino que también influyen en
nuestro modo de ser. Aunque a veces suceda de una manera no muy consciente, la
repetición de actos hace que adquiramos ciertas costumbres o adoptemos una
postura ante la realidad. Por eso, cuando explicamos el por qué de nuestras
reacciones espontáneas, más que decir "es que soy así", muchas veces
tendríamos que admitir: "me he hecho así".
Tenemos condicionamientos que
muchas veces son difíciles de controlar, como la calidad de las relaciones
familiares, el entorno social en el que se crece, una enfermedad que nos limita
en cualquier sentido, etc. Frecuentemente, no es posible ignorarlos o
remediarlos, pero sí cabe cambiar la actitud con la que se enfrentan, sobre
todo si somos conscientes de que nada escapa de los cuidados providentes de
Dios: Es necesario repetir una y otra vez que Jesús no se dirigió a un grupo de
privilegiados, sino que vino a revelarnos el amor universal de Dios. Todos los
hombres son amados de Dios, de todos ellos espera amor[3]. En cualquier
circunstancia, incluso con grandes limitaciones, podemos dar a Dios y al
prójimo obras de amor, por más pequeñas que parezcan: ¡quién sabe cuánto vale
una sonrisa en medio de la tribulación, el ofrecimiento al Señor del dolor en
unión a la Cruz, la aceptación paciente de las contrariedades! Nada puede
superar a un amor sin límites, más fuerte que el dolor, que la soledad, que el
abandono, que la traición, que la calumnia, que el sufrimiento físico y moral,
que la propia muerte.
Artífices de la propia vida
Descubrir los talentos personales
-virtudes, capacidades, competencias-, agradecerlos y sacarles el partido
posible es tarea de nuestra libertad. Pero hemos de recordar que lo que más
estructura la personalidad cristiana son los dones de Dios, que inciden en lo
más íntimo de nuestro ser. Entre estos se encuentra, de modo eminente, el
regalo inmenso de la filiación divina, recibido con el Bautismo. Gracias a
esta, el Padre ve en nosotros la imagen -si bien imperfecta, pues somos
creaturas limitadas- de Jesucristo, que se hace cada vez más clara con el
sacramento de la Confirmación, el perdón transformador de la Penitencia y,
especialmente, la comunión con su Cuerpo y su Sangre.
Partiendo de estos dones
recibidos de la mano de Dios, cada persona, lo quiera o no, es autor de su
existencia. En palabras de san Juan Pablo II, «a cada hombre se le confía la
tarea de ser artífice de la propia vida; en cierto modo, debe hacer de ella una
obra de arte, una obra maestra»[4]. Somos dueños de nuestros actos -el Señor
desde el principio, creó al hombre y le dejó en manos de su propio
albedrío[5]-; somos nosotros, si queremos, los que llevamos las riendas de
nuestras vidas en medio de las tormentas y dificultades.
¡Somos libres! Este
descubrimiento se experimenta con algo de incertidumbre: ¿dónde llevaré mi
vida?; pero sobre todo con gozo: Dios, al crearnos, ha corrido el riesgo y la
aventura de nuestra libertad. Ha querido una historia que sea una historia
verdadera, hecha de auténticas decisiones, y no una ficción ni un juego[6]. En
esta aventura no estamos solos: contamos, en primer lugar, con la ayuda del
mismo Dios, que nos propone una misión, y también con la colaboración de los
demás: familiares, amigos, incluso personas que coinciden casualmente con
nosotros en algún momento de la existencia. El protagonismo en la propia vida
no implica negar que para muchos aspectos somos dependientes, y si consideramos
que esta dependencia es recíproca, entonces también cabría decir que somos
interdependientes. La libertad, por lo tanto, no se basta a sí misma: quedaría
vacía si no la empleamos para comprometemos en cosas grandes, magnánimas. Como
veremos, la libertad es para la entrega o, dicho de otro modo, solo cabe una
libertad entregada.
Un camino para recorrer
San Josemaría solía recordar un
cartel que encontró en Burjasot (Valencia), poco tiempo después del fin de la
guerra civil española, con una frase que no pocas veces citó en su predicación:
"Cada caminante siga su camino". Cada alma vive su propia vocación de
un modo personal, con sus propios acentos: Se puede andar por la derecha, por
la izquierda, en zig-zag, caminando con los pies, a caballo. Hay cien mil
maneras de ir por el camino divino[7]. Cada persona es el actor principal de su
historia de santidad, cada una tiene su sello distintivo, en la configuración
de cualquier faceta de su existencia y de su personalidad, evitando el mero
"dejarse llevar" por los sucesos.
Libremente —como hijos, insisto,
no como esclavos—, seguimos el sendero que el Señor ha señalado para cada uno
de nosotros. Saboreamos esta soltura de movimientos como un regalo de Dios[8].
Esta soltura -soberanía humana- va de la mano de la responsabilidad, del saber
que somos "hechura de Dios": un sueño divino que se hace realidad en
la medida en que experimentamos el amor sin condiciones, que pide nuestra
respuesta. El amor de Dios afirma nuestra libertad, y la eleva a cotas
insospechadas con su gracia.
Cada persona nota la necesidad de
abrirse a alguien más, de compartir la existencia, de dar y recibir amor.
Cada persona nota la necesidad de
abrirse a alguien más, de compartir la existencia, de dar y recibir amor.
Caminar acompañados
Dentro de los planes divinos, la
vida está hecha para compartirse: el Señor cuenta con la ayuda mutua que se
prestan los seres humanos. Lo constatamos, de hecho, cada día: tantas veces ni
siquiera somos capaces de cubrir las necesidades más básicas y perentorias de
manera individual. Nadie puede ser completamente autónomo. En un nivel más
profundo, cada persona nota esa necesidad de abrirse a alguien más, de
compartir la existencia, de dar y recibir amor. «Nadie vive solo. Ninguno peca
solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en
lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de
los demás, tanto en el bien como en el mal»[9].
Esta natural apertura hacia los
demás llega a su máxima expresión en los planes redentores del Señor. Cuando
recitamos el Símbolo de los Apóstoles, confesamos que creemos en la comunión de
los santos, comunión que es la entraña de la Iglesia. Por eso, en la vida
espiritual, también es indispensable aprender a contar con la ayuda de los
demás, que están implicados de un modo u otro en nuestra relación con Dios:
recibimos la fe a través de la enseñanza de nuestros padres y catequistas;
participamos de los sacramentos que celebra un ministro de la Iglesia; acudimos
al consejo espiritual de otro hermano en la fe, que también reza por nosotros;
etc.
Saber que caminamos acompañados en
la vida cristiana nos llena de alegría y tranquilidad, sin que disminuya
nuestro propio empeño por alcanzar la santidad. Aunque muchas veces nos dejemos
llevar de la mano, nuestro papel no se limita a eso. San Josemaría, al
referirse a la vida espiritual, manifestaba que el consejo no elimina la
responsabilidad personal. Y concluía: la dirección espiritual debe tender a
formar personas de criterio[10]. Por esto, no queremos que nos suplan en las
resoluciones que tomamos, ni dejar de poner esfuerzo en las tareas que hemos
hecho propias.
Al mismo tiempo que reconocemos
la ayuda indispensable de los demás, hemos de ser conscientes de que, en la
vida espiritual es el Señor quien actúa a través de ellos para transmitirnos su
luz y fuerza. Esto nos da seguridad para continuar caminando hacia la santidad
cuando, por un motivo u otro, faltan aquellas personas que jugaban un papel
importante en nuestra vida cristiana. En este sentido, también gozamos de una
profunda libertad de espíritu en relación a las personas que Dios ha puesto a
nuestro lado, a quienes queremos a través del corazón de Cristo, y cuyo apoyo
agradecemos profundamente.
Libres para amar sin condiciones
Los cristianos sabemos que la
plenitud personal llega como fruto de la libre y total disponibilidad a los
deseos del Amor de un Dios Creador, Redentor y Santificador. Los dones que
hemos recibido alcanzan su máximo rendimiento al abrirnos a la gracia de Dios,
como confirma la experiencia de tantos santos y santas. Al dejar que el Señor
se metiera en sus vidas, supieron ponerse amorosamente a su servicio, como
Santa María que, en el momento de la Anunciación pronuncia la respuesta firme:
fiat! —¡hágase en mí según tu palabra!—, el fruto de la mejor libertad: la de
decidirse por Dios[11].
Cuando una persona se decide por
Dios, empeña sus sueños y energías en lo que más vale la pena. Se da cuenta del
sentido último de la libertad, que no está simplemente en poder elegir una cosa
u otra, sino en poder disponer de la vida para algo grande, aceptando compromisos
definitivos. Dedicar las propias cualidades a seguir a Cristo, aunque a veces
implique rechazar otras opciones, trae la felicidad, el ciento por uno[12] en
la tierra y la vida eterna[13]. Refleja también un alto grado de madurez
interior, pues solo quien tiene una personalidad con convicciones es capaz de
comprometerse de una manera total: Libremente, sin coacción alguna, porque me
da la gana, me decido por Dios[14].
Abandonar pasado, presente y
futuro en el Señor
El alma que opta por Dios se
mueve con una paz interior que supera cualquier tribulación. Sé en quién he
creído[15]: son palabras que expresan la confianza de san Pablo en medio de las
dificultades por ser fiel a su vocación de apóstol de las gentes. Quien pone al
Señor por fundamento, goza de una seguridad inquebrantable, y esto le permite
donarse también a los demás: viviendo el celibato por motivos apostólicos o en
el matrimonio o en tantos otros caminos que puede tomar la existencia
cristiana. Es una entrega que abarca presente, pasado y futuro, como rezaba san
Josemaría: Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo
futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo
eterno[16].
Nadie puede cambiar el pasado.
Sin embargo, el Señor toma la historia de cada uno, perdona en el sacramento de
la Reconciliación los pecados que puedan haber existido y reintegra
armoniosamente esos sucesos en la vida de sus hijos. Todo es para bien[17]: incluso
los errores que hemos cometido, si sabemos acudir a la misericordia divina y,
con la gracia de Dios, procuramos vivir en el presente más pendientes de Él.
Así se está también en condiciones de ver confiadamente el futuro, pues sabemos
que está en manos de un Padre que nos quiere: ¡quien está en las manos de Dios,
cae y se levanta siempre en las manos de Dios!
Decidirse por Dios es aceptar su
invitación a que escribamos nuestra biografía con Él. Reconociendo humildemente
la libertad como un don, la empleamos en cumplir, en compañía de tantas otras
personas, la misión que el Señor nos confía.Y experimentamos con gozo que sus
planes superan nuestras previsiones, como decía san Josemaría a un chico joven:
¡Déjate llevar por la gracia! ¡Deja a tu corazón que vuele! (...). Hazte tu
pequeña novela: una novela de sacrificios y de heroísmos. Con la gracia de
Dios, te quedarás corto.[18].