"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

5 de diciembre de 2016

LLEVAR A LOS AMIGOS A LA CONFESION

— Lo mejor para un amigo: acercarlo al sacramento de la Penitencia.
— Fe y confianza en el Señor. El paralítico de Cafarnaúm.
— La Confesión. El poder de perdonar los pecados. 
I. Despierta, Señor, nuestros corazones y muévelos a preparar los caminos de tu Hijo; que tu amor y tu perdón apresuren la salvación que retardan nuestros pecados1. Esa oración litúrgica, con la que iniciamos nuestra conversación con Dios, nos habla de pregonar la venida de Jesús pidiendo perdón por los pecados.
Confortad las manos flojas y robusteced las rodillas débiles. Decid a los apocados de corazón: Alentaos y no temáis (...), el mismo Dios vendrá y os salvará. Entonces se abrirán los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos. El lisiado saltará como el ciervo y la lengua de los mudos se soltará, brotarán aguas en el desierto y torrentes en la soledad. Y lo que era seco se mudará en estanque y la tierra sedienta en fuentes de agua2. Con el Señor nos han llegado todos los bienes.
El Mesías está muy cerca de nosotros, y en estos días del Adviento nos preparamos para recibirle de una manera nueva cuando llegue la Navidad. Jesús dice especialmente en estos días: Confortad las manos flojas y robusteced las rodillas débiles. Decid a los apocados de corazón: Alentaos y no temáis... Y nos encontramos cada día con más amigos, colegas, parientes, desorientados en lo más esencial de su existencia. Se sienten incapacitados para ir hasta el Señor, y andan como paralíticos por los caminos de la vida porque han perdido la esperanza. Nosotros hemos de guiarlos hasta la humilde cueva de Belén; allí encontrarán el sentido de sus vidas. Para eso, hemos de conocer el camino; tener vida interior, trato con Jesús, adelantarnos en mejorar en aquellas cosas que nuestros amigos deban mejorar, y tener una esperanza inquebrantable en los medios sobrenaturales.
La oración, la mortificación y el ejemplo estarán siempre en la base de todo apostolado cristiano. La petición por los demás es tanto más oída cuanto más amparada está por la santidad del que pide. El apostolado nace de un gran amor a Cristo.
En muchos casos, acercar a nuestros amigos a Cristo es llevarles a que reciban el sacramento de la Penitencia, uno de los mayores bienes que el Señor ha dejado a su Iglesia. Pocas ayudas tan grandes, quizá ninguna, podemos prestarles como la de facilitarles que se acerquen a la Confesión. En alguna ocasión, con delicadeza, tendremos que ayudarles para que hagan un buen examen de conciencia; en otras, los acompañaremos a donde se han de confesar; otras veces bastará una palabra de aliento y de cariño junto a una breve y acomodada catequesis sobre la naturaleza y los bienes de este sacramento. ¡Qué alegría cada vez que acercamos a un pariente, a un colega, a un amigo al sacramento de la misericordia divina! Esta misma alegría es compartida en el Cielo3 por nuestro Padre Dios y por todos los bienaventurados.
II. En el Evangelio de la Misa de hoy San Marcos nos dice que llegó Jesús a Cafarnaúm y enseguida se supo que estaba en casa, y se juntaron tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio4.
También cuatro amigos se dirigieron a la casa llevando a un paralítico; pero no pudieron llegar hasta Jesús por causa del gentío. Entonces, valiéndose quizá de una escalera posterior, llegaron hasta el tejado con el paralítico; levantaron la techumbre por el sitio donde se encontraba el Señor y, después de hacer un agujero, descolgaron la camilla en la que yacía el paralítico. Dejaron la camilla en medio, delante de Jesús5.
El apostolado, y de modo singular el de la Confesión, es algo parecido: poner a las personas delante de Jesús; a pesar de las dificultades que esto puede llevar consigo. Dejaron al amigo delante de Jesús. Después el Señor hizo el resto; Él es quien hace realmente lo importante.
Los cuatro amigos conocían ya al Maestro, y su esperanza era tan grande que el milagro tendrá lugar gracias a su confianza en Jesús. Y su fe suple o completa la del paralítico. El Evangelio nos dice que al ver Jesús la fe de ellos, de los amigos, realizó el milagro. No se menciona explícitamente la fe del enfermo, se insiste en la de los amigos. Vencieron obstáculos que parecían insuperables: debieron convencer al enfermo. Mucha debió de ser su confianza en Jesús, pues solo el que está convencido, convence. Cuando llegaron a la casa, estaba tan repleta de gente que, al parecer, ya nada se podía hacer en aquella ocasión. Pero no se arredran. Superaron esta barrera con su decisión, con su ingenio, con su interés. Lo importante era el encuentro entre Jesús y su amigo, y para que se realice ese encuentro ponen todos los medios a su alcance.
¡Qué gran lección para el apostolado que como cristianos hemos de hacer! También nosotros encontraremos, sin duda, resistencias más o menos grandes. Nuestra misión consiste fundamentalmente en poner a nuestros amigos frente a frente con Cristo, dejarles junto a Jesús... y desaparecer. ¿Quién puede transformar la interioridad de una persona sino el Señor, y solo Él? El apostolado está en el orden de la gracia, de lo sobrenatural.
Quizá en ocasiones seamos culpables de que otros no se acerquen a Dios, porque se encuentran como incapacitados para ir hasta el Señor. «Este paralítico –explica Santo Tomás– simboliza al pecador que yace en el pecado; lo mismo que el paralítico no puede moverse, tampoco el pecador puede valerse por sí mismo. Los que llevan al paralítico representan a los que con sus consejos conducen al pecador hacia Dios»6.
Si tenemos confianza y trato frecuente con Cristo, podremos superar, con iniciativas también humanas, los obstáculos que se presentan siempre, de un modo u otro, en toda labor apostólica.
El Señor se sintió gratamente impresionado por la audacia, fruto de una gran esperanza apostólica, de estos cuatro amigos que no se echaron atrás ante las primeras dificultades ni lo dejaron para otra ocasión más oportuna, pues no sabían cuándo pasaría Jesús otra vez por allí, tan cerca.
Podemos preguntarnos hoy en nuestra meditación personal si hacemos así con nuestros amigos, parientes y conocidos: ¿nos hemos detenido en las primeras dificultades, cuando habíamos decidido ayudarles para que se acercaran a la Confesión? Allí les estaba esperando el Señor.
III. El Señor miró al enfermo con inmensa piedad: Ten confianza, hijo, le dice. Y, a continuación, unas palabras que asombraron a todos: tus pecados te son perdonados.
Cuando David pecó y acudió a postrarse a los pies de Natán, este le dijo: Yahvé te ha perdonado7. Era Dios quien le había perdonado, Natán se limitaba a transmitir el mensaje que devolvió a David la alegría y el sentido a su vida. Pero Jesús perdona en nombre propio. Esto escandalizó a los escribas presentes: Este blasfema. ¿Quién puede perdonar los pecados sino solo Dios?
Y es muy posible que el paralítico experimentara con especial lucidez toda su indignidad, quizá comprendió en ese momento, como nunca hasta entonces lo había hecho, la necesidad de estar limpio ante la mirada purísima de Jesús, que le penetraba hasta el fondo del alma con honda misericordia. Recibió entonces la gracia de un perdón tan grande: era el premio por haberse dejado ayudar. Y, enseguida, una alegría como nunca antes había imaginado. Es la alegría de toda Confesión contrita y sincera. Ya poco le importaba su parálisis. Su alma estaba limpia y había encontrado a Jesús.
El Señor lee los pensamientos de todos, y quiso dejar bien sentado, también para quienes al cabo de los siglos meditaríamos esta escena, que tiene todo el poder en el cielo y en la tierra, porque es Dios; también el poder de perdonar los pecados. Y lo demuestra con el milagro de la curación completa de este hombre.
Este poder de perdonar los pecados fue transmitido por el Señor a su Iglesia en la persona de los Apóstoles, para que Ella, por medio de los sacerdotes, lo pudiera ejercer hasta el fin de los tiempos: Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos8.
Los sacerdotes ejercitan el poder del perdón de los pecados no en virtud propia, sino en nombre de Cristo –in persona Christi–, como instrumentos en manos del Señor. Solo Dios puede perdonar los pecados, y ha querido hacerlo en el sacramento de la Penitencia, a través de sus ministros los sacerdotes. Esto es tema de urgente catequesis entre quienes nos rodean, que les facilitará acercarse con más amor a este sacramento.
Aprovechemos nuestra oración de hoy para agradecer al Señor el que haya dejado a su Iglesia, nuestra Madre, tan inmenso poder: ¡Gracias, Señor, por poner tan a nuestro alcance y tan fácilmente un don tan grande!
También nos puede ayudar este rato de oración para examinar junto al Señor cómo van nuestras confesiones: Si las preparamos con un detenido examen de conciencia, si fomentamos la contrición en cada una de ellas, si nos confesamos con la frecuencia que hemos previsto, si somos radicalmente sinceros con el confesor, si nos esforzamos en llevar a la práctica los consejos recibidos. Hoy puede ser un buen momento para ver en la presencia de Dios a quiénes de nuestros parientes, amigos o colegas podemos ayudar a preparar un buen examen de conciencia, o quiénes están más necesitados de una palabra de aliento que les anime para disponerse a recibir este sacramento como preparación de la Navidad. Ellos lo esperan en lo más profundo de su alma, y el Señor también espera que acudan a esta fuente de su misericordia. No fallemos nosotros. Es el regalo más grande que podemos hacerles.